martes, 10 de noviembre de 2020

TOUCHÉ…

 

Hace tres años que llegué a este país como muchos otros de mis connacionales. Me sirvieron de contacto algunas personas que  en mi época de estudiante había conocido. De mi tierra se huye por muchas razones, pero dudo que mis compañeros de viaje hayan acertado al sospechar las mías. De alguna manera, yo emigraba por motivos si no del todo inconfesables, al menos, reservados. Llegué a este país para ponerme a buen seguro teniendo todo un continente de por medio.

Hace algunas semanas, sin embargo, me acosa la idea de ser reconocido de un momento a otro; tal vez porque arrastro conmigo “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”

Nunca tuve por costumbre cuidar mucho de mi cabellera. Yo era pelilargo con barba y bigotes. Pero la misma semana en que llegué aquí cambié mi aspecto. Ahora llevo el rostro afeitado y un corte de pelo de estilo más bien castrense.

Hace tres años que llegué a este país, justo ayer se han cumplido.

En mi tierra, el último destino que tuve  fue un remoto caserío insular llamado “La despedida” bastante lejos de todo, y por ello mismo, propicio para los desmanes y los excesos, para la impunidad; lar ideal de contrabandistas y amores furtivos.

Apenas desembarqué en “La despedida” me informaron que el jefe militar purgaba pena de arresto por embriaguez y exposición indecente en la vía pública. Supe que el jefe civil, tras encarcelar al comandante, se fue a tierra firme para ocuparse de sus negocios de contrabando y trata de blancas. Me dijeron que “una mujer de esas”  de día daba clases a los niños que querían aprender a leer y a escribir y, que alrededor de unos quince años antes, cerraron el puesto de socorro y salud.

Mi llegada pasó desapercibida, y, al menos en los seis primeros meses de mi estancia, no signifiqué nada para nadie en “La despedida”

Con el tiempo me integré perfectamente a la vida de la comunidad y en menos de un año ya era prácticamente un isleño más.

Para el segundo año, habiendo superado ciertos escrúpulos iniciales, ya me emborrachaba con los lugareños en la plaza o en el burdel de “La Tigra”.

Poco después, dormía a crédito con algunas de las muchachas que llegaban nuevas y a poco de eso, ya ni pagaba.

Al principio tuve que hacerme de la vista gorda ante los malos manejos y las marañas en que se entretejían el Comandante y el Jefe Civil.  Pero un día, el Comandante me dijo “donde comen dos, comen tres” y así vine a meterme yo también en ciertos asuntos de los cuales no estoy orgulloso. Fui muchas veces a tierra firme para concretar negocios, para hacer compras, para hacer pagos, para buscar muchachas, para entregar paquetes, para transmitir órdenes; y así, casi que sin quererlo me vi metido hasta el cuello en la más podrida red de corrupción.

La esposa y la hija de Agustín, que así se llamaba el Jefe Civil, me recibían en tierra firme con las más espléndidas atenciones, inocentes de cuanto sucedía en “La despedida”

Pero en mi corrupción, fui desleal con Agustín. No puedo calcular ahora cuál de las dos traiciones le dolió más.

Tuve que defenderme de Agustín y pasó lo que pasó. Como era un lunes por la noche y nadie nos vio, y debido al hecho de que yo los martes muy de mañana iba hasta tierra firme por un día o dos, dudo que alguien haya sospechado algo hasta que se dieron cuenta de que desaparecí.

Hace tres años que llegué a este país, justo ayer se han cumplido. Me agobia la idea de ser identificado de un momento a otro y debo calmarme. Por eso suelo venir a este café que no es muy concurrido.

Con mi factura, la amable camarera me ha entregado un papelito doblado:

-¡Aquí le envían!

Mejor me voy y lo leo en casa.

II

Hace tres años que llegué a este país y hoy hace cuarenta días que no salgo de casa. Estoy al borde de la paranoia. Voy a comerme este papel. Por última vez lo reviso, y sí, sí dice lo que todos estos días de encierro he leído una y otra vez:

“Sin barba y sin sotana me costó reconocerlo”

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

miércoles, 21 de octubre de 2020

LAS COSAS COMO SON…

 

Si algún evento causaba ansiedad entre los selectos miembros de la alta sociedad de la ciudad era el banquete anual del Colegio de Médicos del Estado. Nada era tan esperado como aquello y no había como aquella otra ocasión para el lucimiento de galas y para el derroche de elegancia y estilo.

Un programa sencillo definido quién sabe por quién y quién sabe cuándo se mantenía en uso desde que los más antiguos miembros del gremio podían recordar: Se daba inicio formal a las ocho de la noche haciendo callar a un grupo de músicos de cámara que tocaban piezas clásicas y tenía lugar la intervención del presidente en ejercicio con unas palabras de salutación.

Acto seguido, el tesorero informaba grosso modo de los ingresos y egresos, luego, se llamaba al médico previamente designado quien con un discurso por regla general muy breve, elogiaba los logros de la directiva y tímidamente señalaba sugerencias o reivindicaciones por alcanzar. Finalmente, a nombre del comité de damas, una copetuda señora invitaba al brindis y al disfrute de la fiesta no sin antes saludar a algún muy raro invitado de cierto renombre, que bien podía ser un venerable prelado, un avinagrado juez, un refulgente comandante del cuartel general y en alguna ocasión hasta un muy mal digerido gobernador.

Una o dos orquestas hacían el marco ideal para las libaciones y los consabidos hartazgos, prohibidos a los pacientes y permitidos a los discípulos de Hipócrates.

Del doctor Méndez U. se rumoraban muchas cosas en torno a su dificultad, aparentemente invencible, para guardar la debida fidelidad conyugal. Dolores, su mujer; “Lolita de Méndez U.” para las amigas, era toda bondad, toda clase, y toda kilos. Últimamente, y esto era lo más comentado, al doctor Méndez U. le había dado por andar con “mujeres de esas” a las que alquilaba para el servicio completo de compañía y cama. Bueno, eso era lo que se decía entonces.

Alguien comentó que en el agasajo al doctor Manrique T. el doctor Méndez U. había tenido el descaro de llevar a una muchacha que bien podría ser su hija, y Merceditas de Marcano P. dijo que era cierto y que además no era la misma “muchacha” que había llevado cuando recibieron a aquel poeta que con  la más grande pompa fue homenajeado por lo más granado de la sociedad.

La verdad era que Lolita de Méndez U. no se merecía ese trato después de tantos años de matrimonio.

Así las cosas, el arribo de tan notable adúltero al banquete fue convirtiéndose en el momento más esperado de la noche por obra del chismorreo de unas cuatro señoras de bien. El galeno infiel no se hizo esperar mucho tiempo, y llegó dejando de boca abierta a cuantos le vieron entrar al salón trayendo del brazo a una caribeña beldad, que embutida en largo traje carmesí de generoso escote, hizo las delicias de cuantos caballeros se hallaban en la fiesta.

La silueta de la muchacha en cuestión, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, nadie, absolutamente nadie habría sabido decir qué era lo que en esa criatura les llamaba la atención. Ya le ofrecían una copa, ya le dirigían un cortés y ceremonioso saludo, ya le acercaban alguna “delicatesse”

La muchacha se mantuvo rodeada de atentos caballeros y amigables vejetes que la halagaban a más y mejor. Alguna conspicua dama hubo que desde su mesa le dirigió una venia cordial.

Cuando a la abrumada muchacha le correspondió ir al servicio de tocador, Merceditas de Marcano P. y otras tres señoras vieron la ocasión de vengar lo que ellas creían que era una afrenta. El grupo de las cuatro señoras entró al baño al tiempo en que la muchacha secaba sus manos y se preparaba para retocar su maquillaje. Una de ellas dijo en tono alto e irónico:

-¡Todo ha cambiado querida Merceditas! Antes, por ejemplo, no se permitía en estos banquetes la presencia de personas de dudosa reputación…

Sabiéndose objeto de la invectiva, la muchacha terminó de usar el lápiz labial y elegantemente lo puso en su bolso. Con ambas manos se ajustó el busto frente al espejo y luego acomodó un poco su cabellera. Giró sobre sus talones y dijo a la dama parlanchina con toda la calma y firmeza del mundo:

-¡Señora! ¡Yo soy puta! Y las cosas como son: si aquí hay una reputación dudosa, no es la mía…

Y salió del baño tan serena como cuando entró a la fiesta dejando en el aire esas incógnitas por las que uno no sabría decir si era la figura, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, o qué era lo que en esa criatura nos llamaba la atención.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

domingo, 11 de octubre de 2020

El coronel Abundio Salvador, jefe civil de La Reforma.

 

Hasta aquel fatídico día en que fue encontrado muerto sobre su escritorio, el coronel Abundio Salvador   había sido el jefe civil de  La Reforma. Pero el coronel no era sino de esos coroneles de retaguardia ascendidos a tal rango a fuerza de contribuir con hombres y vituallas a la revolución en boga o al gobierno de turno según dictara la propia conveniencia.

Luego vino el sacramento que lo hizo compadre del gobernador o presidente de estado, como por entonces se decía, y el compadre  lo hizo jefe civil.

Así pues, el coronel Abundio Salvador por obra de su cartera y de su bragueta impuso su inobjetable autoridad por aquellos cantones. Doquiera que usted posase sus ojos al salir de La Reforma encontraba posesiones del jefe civil. Mejor dicho, en cosa de una década, la primera de su mandato, el coronel se había hecho con haciendas y conucos, potreros y pastizales de tal manera, que el pueblo entero vino a quedar en los predios del coronel Abundio Salvador.

Y es que en materia de terrenos decía: “Si yo lo quiero, ya es mío” fórmula similar a la que aplicaba referida a las mujeres “Yo a la que le pongo el ojo, me la cojo”

Cobraba impuestos en metálico o en especies según le dictara el apetito en cada ocasión. Se cobraba con tierras o cosechas según los sentimientos que le engendrase aquel que compareciese ante él. Inauguró la iglesia, la escuela, la casa del médico y nueve buenos calabozos a los cuáles nunca faltaron inquilinos. Sorteó cinco gobiernos distintos, y si no envejeció en el cargo, fue por aquello que ya sabemos: lo encontraron muerto (asesinado, la verdad sea dicha) la mañana de un lunes cualquiera.

Claro, tampoco es que aquel haya sido “un lunes cualquiera” porque también ese día  murió el maestro Sixto. El maestro Sixto  “Sixtico” para los amigos cercanos, algunos muy cercanos, cercanísimos, íntimos más bien; rindió su alma al creador de todas las cosas a consecuencia de un infarto que dizque estuvo provocado por la traición de un ahijado suyo que de la noche a la mañana dejó la casa cargando con una botija en la cual Sixto atesoraba áureas monedas de tiempos idos.

Habiendo corrido todos a la casa de Sixtico, perdón, del maestro Sixto, nadie admitió después haber escuchado siquiera rumor de los dos tiros que acabaron con la vida del coronel Abundio Salvador. Y esto que el suceso debió ocurrir a eso de las ocho de la mañana cuando todos o la mayoría se encuentran en la plaza, yendo a la escuela o barriendo sus tramos de acera al frente de la casa.

A los pocos días tres detectives llegaron a La Reforma y no dejaron piedra sin voltear en aras de establecer la verdad del suceso, pues desde la capital del estado, clamaba justicia el gobernador por el vil asesinato de tan eximio varón, dechado de virtudes cívicas y cuidado ejemplo del ejercicio de autoridad.

A fin de cuentas no se llegó a nada. Se estableció –eso sí- la certeza de veintisiete hijos en bastardía y se mencionaron otros cuatro individuos que tal vez sí o tal vez no porque uno nunca sabe. Salieron a relucir las pintas en las que podía leerse “Vagabundio” y que con cierta frecuencia aparecían en La Reforma adornando las paredes de la escuela, la botica o la misma iglesia.

Interrogaron al doctor Esteban pero rápidamente fue descartado porque aunque tenía motivos no tuvo ocasión para hacerlo personalmente o medios para intentarlo por encargo. Lo de su hermana Marisela y el coronel tuvo pues que quedarse así.

Hicieron comparecer al padre Sebastián y lo único que quedó en claro fue que las muchachas de Ramonita no eran sus sobrinas  ni Ramonita era su hermana. Pero como el día anterior al suceso el padre se quedó por los lados de La Ciénega en casa de otra hermana con la que tenía un sobrinito igualito a él, fue descartado. De modo que lo del embarazo de la mayor de las sobrinas, atribuido al ahora difunto coronel, debió quedarse así. Eso sí, el padre Sebastián se opuso a las exequias del jefe civil, y Abundio Salvador fue sepultado “sin Dios ni santa María”

A causa de su muerte el maestro Sixto fue exonerado de toda sospecha. Y eso que el coronel le había expropiado el fundo heredado de sus padres alegando impuestos caídos y declaraciones vencidas. Jacinta, la hermana paterna del maestro Sixto, amancebada como estaba con Abundio Salvador, recibió “al cuido” la finca en cuestión, donde el jefe civil iba a refocilarse algunos fines de semana y en las fiestas de guardar.

Fue conminado el abogado Salas, quien hacía de  juez interino eventualmente, porque  no faltó quien lo señalara como posible autor, material o intelectual, por aquella ocasión en que el coronel lo hizo detener por una semana para meterse en su casa y dormir con Amanda, una catirita de Los Juncos que era mujer de Salas. Pero tampoco este hombre tuvo que ver.

No quedó varón en el pueblo y en sus caseríos circundantes que no fuera exhaustivamente interrogado para luego ser descartado.

Y al fin, después de sesenta y tres días de investigaciones y pesquisas los detectives se largaron no pudiendo dar satisfactoria respuesta a sus superiores.

A Marcelina la viuda del coronel la consumió la pena hasta que pudo liquidar todas las propiedades del difunto y juntando su dinero se largó de La Reforma antes de un año.

Mi padre tenía dieciséis años cuando la acompañó hasta la parada de autobuses por cargarle las maletas, y muchos años después, sin especificarme por qué, me aconsejaba lo mismo que según él le aconsejara Marcelina al despedirse:

“¡Pórtese bien, mijo! ¡Pórtese bien! ¡Mire que al más astuto de los hombres lo jode la mujer más pendeja!”

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

jueves, 24 de septiembre de 2020

Que quede entre tú y yo…

 

Te cuento que me encuentro en situación de calle porque así lo quise en su momento. No soy víctima de nada, acaso de mi propia torpeza, pero de nada más. Soy perfectamente consciente  de que uno solamente puede ser feliz cuando vive como quiere. Y como yo vivo como quiero…

No sé cómo habrá sido la vida de otros individuos que voy conociendo en estas misma circunstancias que enfrento día con día. Si algo se aprende rápido, muy rápido, al estar en la calle, es que lo mejor es evitar las indagaciones sobre la vida ajena. Eso no evita toparse eventualmente con algún entrépito o entrépita (complacidos los que insisten en hablar según el género) que quiera compadecerse de uno y qué quiera saber por qué uno terminó deambulando por ahí. Insisto, yo no pregunto, y en parte lo hago para que no me pregunten.

Tuve una casa y una “familia” por así decirlo. Pero un día cualquiera me harté de ellos y de sus normas, de su vida regulada, supremamente normada en la que no se consienten espacios para la libertad individual. ¡Coño! Es que yo no sé ser masa.

Me harté de su “cuidado con los muebles”, “no pases por ahí”, “ven a comer”, “tienes que bañarte”, “esa alfombra es nueva” y entonces hice lo que mi espíritu libre me indicaba: cómo no podía mandarlos todos a la mierda – y si los mandaba no se irían- me fui yo. Todos dormían la siesta de un pesado domingo cuando decidí largarme. No dudo que me buscaron ¡Si hasta carteles hicieron! – ¡Qué gentecita!- pero yo había decidido no volver y más nunca volví.

En materia de reglas, no sigo sino las mías, y cómo éstas contemplan no causar daño a nada  o nadie salvo en el caso de defensa de la propia vida; voy por ahí tranquilamente.

En cuanto a la satisfacción de mis necesidades básicas de alimento y abrigo admito que al principio comer de lo que hallaba en la calle me resultaba muy bascoso, emético; pero uno se acostumbra porque entiende que es comer así o morir de hambre. Para dormir, duermo donde me dé sueño y a la hora que sea. En ocasiones me asocio con otros y entre todos nos cuidamos. Sin embargo, yo me cuido de asociarme muy seguido porque de inmediato surgen reglas, normas y jefes. Y yo prefiero ser de la pandilla pero no del rebaño.

Admito que tengo una inclinación muy marcada en cuanto al placer sexual, de verdad, admito que soy un fornicario irremediable. Por supuesto, como vivo en la calle no tengo tiempo para ponerme de exquisito y atiendo a la que se venga sea de la condición y aspecto que fuere. No tengo reparos.

Es verdad que al principio esto de copular en cualquier parte y ante la vista de otros me producía algún escrúpulo, pero ya superé esa vaina. Cuando la gente me lanza interjecciones o me grita obscenidades por refocilarme en la vía pública sé con toda certeza que no los mueve la salud moral sino la envidia, la más vulgar y cochina envidia.

Admito sí, que esto de tener  que  vaciar mi vejiga o desocupar mis intestinos en la vía pública me costó mucho trabajo al principio –claro, ya les dije que yo alguna vez tuve mi casa- pero también he superado esas convenciones sociales.  Ahora que lo pienso, es curioso que la gente, sabiendo de qué va la cosa, se encierre en espacios reducidos para “oler” sus propias excrecencias. ¡Guácala! yo no hago eso.

Si me sorprende la necesidad, hago mis deposiciones dónde sea y sigo adelante como si nada. Así de simple.

Por otro lado, en cuanto a la religión no me atrevo a declararme abiertamente ateo, no sea que al final sí haya algo o alguien del otro lado de esta vida. Eso sí, aunque tengo muchos parientes católicos yo siempre fui de inclinación protestante. Pero a raíz de mis malas experiencias con dos pastores de origen extranjero (uno de Bélgica y otro de Alemania) decidí que mejor andaba yo por la libre. Porque si algo buscan los pastores es eso a lo que yo me resisto: un rebaño. Y repito que yo para ser del rebaño prefiero ser de la pandilla.

En materia de recibir consejos me cuido mucho. Los atiendo muy poco o no los atiendo, y, en cuanto a darlos, me cuido más. Eso sí, contigo voy a permitirme uno, uno solo:

¡No digas que todo esto te lo contó un perro callejero porque nadie, absolutamente nadie, te lo va a creer!

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Tiempos de confinamiento: apartamento catorce raya seis…

Hace veintisiete o treinta y siete días que estoy en confinamiento, y, contrariamente a lo que alguna vez había imaginado, mi apartamento de dos habitaciones me resulta espacio insuficiente. Vivir en un piso catorce ya no me parece tan ventajoso como antes de este encierro. Añoro un patio y un jardín, nunca tuve ninguno de los dos, pero ajá, los añoro.
Despierto, y hasta mi cama ya no llegan los ruidos de la ciudad como antes de todo esto. En su lugar, la ciudad tiene la respiración interrumpida, tiene la vida entrecortada. ¡Quién iba a decirme que el alboroto y el apuro contra el que me rebelé cada mañana de los últimos años ahora me haría falta!¡Tanto silencio y quietud me aterran!
Extiendo la mano y tomo mi teléfono. Activo los datos de navegación y le escribo a María T. un mensaje de buenos días con el consabido muñequito de cara redonda que lanza un  beso. Hago una foto de mi respetable erección y también se la envío. Pero nada, ella me deja en “visto”
Con todo y que le digo cuánto anhelo que estuviera aquí en este momento.
Me levanto y voy al baño, sentado en el inodoro le envío un segundo mensaje: “Amor, estoy…” y le adjunto el respectivo muñequito marrón y sonriente que simula una excrecencia humana. Pero nada, me deja en “visto” nuevamente.
Después de ducharme, me visto únicamente con un calzoncillo. Le escribo una vez más a mi amor para contarle que he reparado en detalles a los cuales nunca antes había prestado atención y que tal vez ella ignora. Le digo cuantas baldosas tiene el piso de la habitación, cuantos pliegues tiene cada una de las cortinas y le pregunto si sabía que en el elástico de mis calzoncillos aparece siete veces la marca del fabricante. Bueno, en realidad son seis veces y media porque de la séptima solo se lee “OOM”.
Pero nada, María T. me deja en “visto”
Ahora que miro por la ventana le envío otro mensaje para imponerla de cosas que de seguro ella no sabe: los del edificio rojo ese que nunca recuerdo cómo se llama, tiene una terraza extraordinaria. En el mueble que hace de biblioteca hay ciento treinta y dos libros, pero no tienen clasificación, están puestos así nomás.
Enciendo el televisor y nada, los canales fueron desactivados.
En un nuevo mensaje le digo que cuando toda esta vaina pase me voy a comprar una casa, que voy a contratar una señal de televisión satelital arrechísima que nunca deje de funcionar, que si ella estuviera aquí estuviéramos haciendo cositas. Le digo también que tengo mucha hambre.
María T. me deja en “visto”
Oigo una licuadora, reconozco los aromas de huevo frito y arepa casi quemada.
Decido ir a desayunar y me encuentro a mi María T. en la cocina que entre indignada y risueña me espeta:
¡Mijo, busca oficio! La cuarentena te lleva loco, de pana…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

sábado, 19 de septiembre de 2020

Casa, calle y espanto....

Al amigo y colega Humberto Zavala G.

La calle fue nombrada en honor del conquistador español que fundó nuestra ciudad. Al sur está la casa y al norte la catedral. Esa casa siempre llamó mi atención, o más bien, la verdad sea dicha, siempre me dio miedo.

Mi abuela y yo solíamos pasar por allí con cierta frecuencia y evitábamos las cercanías de la casa pasándonos a la acera de enfrente. Yo no miraba. Yo siempre cerraba los ojos aunque fuera de día.

Ya de adulto, al pasar frente a aquella casa algo del miedo infantil se avivaba en mí pero ahora no cerraba los ojos. La maleza se había enseñoreado de los jardines, la basura era el principal de los ornatos, las columnas y cornisas gritaban deterioro, las ventanas rotas asemejaban una gran boca desdentada o se me antojaban vacías órbitas oculares por donde asomaban a la calle los espantos de la casa.

Allí vivió un general…

Se dice que hizo vaciar de muebles las habitaciones del piso superior. Se dice –se dicen tantas cosas en esta ciudad- que una pesada verja cerraba el paso al final de la escalera que conducía a la planta alta. Se dice que el general satisfacía sus gustos de sátiro persiguiendo niñas desnudas a las que correteaba por el piso superior hasta darles alcance y poseerlas.

Se dice que en las noches sin luna aún sollozan las criaturitas desvirgadas a la fuerza. Se dice –se dicen tantas otras cosas en esta ciudad- que en noches oscuras una estentórea carcajada del ebrio generalote se escucha en las inmediaciones de la calle nombrada en honor del conquistador español que fundó la ciudad. Se dice que  han visto una niña desnuda de senos incipientes saltar por una ventana hacia el jardín.

Apuro el paso aunque es de día. Rezo en silencio por las niñas y me paso a la acera de enfrente. Juraría que escuché una carcajada…

Y viene entonces  a mi mente el verso de un poeta de mi tierra: “En esta ciudad espantan, por Dios que espantan…”

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


martes, 18 de agosto de 2020

OTRA COSA...

Rosita, la enfermera nueva, consiguió escaparse por un  momento para ir bajo los tamarindos que se encuentran en el último patio.
El personal de  aquel centro, habiendo adecuado un poco las cosas, había convertido aquella zona en su particular “área de fumadores” y Rosita, la enfermera nueva, extrajo de uno de sus bolsillos un cigarrillo maltratado.
Trató de alisarlo, de enderezarlo un poco, y acto seguido lo encendió.
No había alcanzado todavía la mitad del pitillo cuando la licenciada Morela, su coordinadora, llegó al mismo lugar. El sobresalto inicial de Rosita cedió ante la constatación de que la señora Morela venía a lo mismo.
Avezada en todas las situaciones posibles, la coordinadora sonrió a la muchacha y se sentó frente a ella mientras sacaba el encendedor. Aspiró una gran bocanada inicial y permaneció en silencio.
Rosita había llorado, era fácil deducirlo, además; en el primer mes todas lloran, admitió para sí la señora Morela.
Un intenso vaho de creosota les llegaba mezclado con el olor de las excrecencias humanas. Se escuchaba el ruido de las bandejas tratadas sin consideración por el personal del comedor.  Una emisora de radio pugnaba por hacerse oír desde un pequeño aparato.
Palabrotas, carcajadas, ruido de bandejas y cubiertos; olor de creosota…
De un poco más allá, del área de las últimas habitaciones, una mezcla de hondos quejidos, gritos desgarradores, reclamos de urgencia y amenazas de todo tipo llegaban hasta los tamarindos.
Contantemente se podían escuchar los mismos reclamos hirientes:
-¡Mamaaá, ven a buscarme!
-¡Papaaá!
-¡Mamá! ¡Mamaíta!
-¡Papá! ¡Papaíto!
-¡Auxilio! ¡Me quieren matar!
Rosita, la enfermera nueva, terminó su cigarrillo y levantándose se ajustó el uniforme para retirarse porque su turno había concluido. Entonces dijo la señora Morela:
-No te preocupes mija, ya te acostumbrarás…
-Eso sería lo peor que pudiera pasarme –dijo Rosita con dolor-
Y cuando por fin salió a la avenida volteó a mirar el conjunto de letras y leyó: HOGAR  DE ANCIANOS, pero  se dijo a sí misma:
-¡No! ¡Hogar, no, otra cosa!
 
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

martes, 14 de julio de 2020

Julián el escrupuloso...

Cuando apenas amaneció lo atacó de nuevo aquel pensamiento y se dio cuenta de que sería un día de esos en los que se le daba por cavilar profundamente.
Rápido, rechazó la tentación de filosofar y le desagradó la idea de estar prolongando eso que llaman la "crisis de la mediana edad" cuando estaba ya a pocos meses de cumplir sesenta años.
Fue su padre quien lo inició en la empresa familiar que ahora manejaba él como mejor podía.
Alguien debía hacer su trabajo, concluyó para calmarse.
Claro que ganaba dinero con ello, pero ajá, otros también lo hacían. Que pudiera recordar, eran muchas las ocasiones en que había llegado muy lejos en la condescendencia con sus clientes y, dicho sea de paso, siempre trató de mostrarse comprensivo.
Por ello, se reprochaba a sí mismo el dejarse asaltar continuamente por esos repentinos escrúpulos.
En fin, que decidido como estaba se dirigió a la puerta principal para girar el cartel y avisar: "ABIERTO"
Pero un minuto antes de hacerlo entornó la mirada y rezó muy sinceramente mientras se santiguaba: ¡Tú sabes oh Señor que a nadie deseo mal; pero te pido que hoy me vaya bien en mi negocio!
Y entonces sí, Julián abrió las puertas de la funeraria...
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

lunes, 29 de junio de 2020

Un epitafio sincero…


La señora Natividad había nacido un 8 de septiembre, y su padre, fiel a una costumbre ancestral, la nombró así por la referencia que para ese día señalaba el Almanaque de Rojas Hermanos: Natividad de la Virgen María. Sus hermanos y hermanas corrieron idéntica suerte, y al igual que Natividad, heredaron y defendieron la tradición paterna nombrando a sus descendientes según lo que apuntara el calendario que ya mencionamos.
Apenas casada con Remigio, Natividad le impuso de su idea para nominar a los vástagos que vinieran ,y por enamorado, “Remo” aceptó la que hasta entonces le había parecido una costumbre inofensiva.
De donde fuera, año con año la señora Natividad se hacía traer el dichoso almanaque y por él sabía cuándo debían las mujeres cortarse el cabello, cuando plantar o podar, cuando cortar madera. Todo esto siguiendo las fases de la luna.
Por supuesto, por el mismo calendario de marras, aprendió a derivar cuáles eran los días “aciagos” en los que no se debía hacer ni viajes ni negocios. El más temido de los días aciagos era el 1 de agosto si concurría en lunes, puesto que según una vieja leyenda, es el cumpleaños de aquel que con la carne y el mundo constituyen el triunvirato de los enemigos del alma.
El primer “impasse” surgió cuando al nacer el primogénito de los hijos, un rollizo varón, Remigio tuvo que acceder a inscribirlo en el registro civil como MERCEDES porque para aquel 24 de septiembre el almanaque indicaba: N.S. MERCEDES.
Con la señora Natividad no valían argumentos: “Si Dios quiso que naciera en ese día, ése tiene que ser su nombre. Y punto”
Dos años después nació ISIDRA un 15 mayo.  Tres años más tarde ONÉSIMO vino al mundo un 16 de febrero. Y cuando a los dos años nació RAFAELA, era 24 de octubre.
Así las cosas, cuando esperaban su quinto hijo, Remigio se inquietaba por saber cuál sería su suerte al respecto del apelativo que habría de llevar de por vida. Llegado el momento del parto Natividad dio a luz a una niña que como sus cuatro hermanitos había nacido en su casa recibida por una partera de confianza que solía venir de muy lejos.
Apenas pudo reponerse de los estragos del alumbramiento la señora Natividad ordenó que le trajeran de la pared de la cocina el almanaque para ver con qué nombre había resultado agraciada la niña. Pero, ¡Oh contrariedad!, el consabido papelote había desaparecido y nadie lo encontró.
A los ocho días, Remo se encaminó al pueblo acicateado por su esposa a fin de que en alguna casa conocida hiciera la verificación del santoral y presentase a la nueva criatura.
Al día siguiente, Remigio apareció con la partida de nacimiento respondiendo que lo del almanaque le había resultado un encargo imposible de realizar y sentenciando que en honor de su madre y de su suegra había presentado a la niña como ANA TERESA.
Aquello fue la debacle y le costó al pobre Remo la suspensión del débito conyugal por los siguientes veintisiete años que vivió bajo el mismo techo que la señora Natividad, quien lo desterró del tálamo que hasta entonces habían compartido.
Nunca más se tuvo un ejemplar del Almanaque de Rojas Hermanos en la casa y en su lugar se colgaba uno que los evangélicos de la capital municipal le hacían llegar a Remigio con admirable puntualidad.
Para el primer aniversario de la muerte, Ana Teresa inauguró un modesto monumento en la tumba de su padre donde puede leerse todavía la inscripción “con el eterno agradecimiento de su hija Ana Teresa”
Pues ella, encargada de atender al progenitor hasta su última hora, fue quien encontró en un baúl del difunto la desaparecida hoja del almanaque en la que se leía: 03 de marzo, santa Cunegunda de Luxemburgo, emperatriz de Alemania.
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR




domingo, 17 de mayo de 2020

Un astuto bandolero...

Cuando apenas tuvo conciencia de que había fracasado en su intento de invadir al país por la costa falconiana el “bandolero” tomó el rumbo de La Sierra evitando las cabeceras de distrito para no caer en manos de las fuerzas militares que se habían lanzado en su persecución. El Benemérito General Restaurador de La República hizo multiplicar inmediatamente los bandos con su retrato y redobló la recompensa que se ofrecía por su captura. Pero en La Sierra, el bandolero y su causa tenían muchos amigos, muchos…
De día dormía y de noche caminaba o se arrastraba de un lugar a otro. No llevaba más equipaje que una carabina Máuser y el infaltable revólver de seis tiros. 
Casi caía la noche cuando logró llegar hasta una casucha, donde una familia amiga lo hospedaba al resguardo de los ojos curiosos y de las lenguas que padecían de afán informativo.
-¿Y usted que piensa hacer ahora? –preguntó el anfitrión- ¡Porque la cosa está muy alborotada! ¡Imagínese que trajeron a un capitán con setenta diablos que ni hablan pero que no mascan para voltearle a uno la casita y el conuco!
-¡Qué buena vaina! –dijo el bandolero- ¡Yo me voy para Churuguara y de allí me paso a Barquisimeto en un dos por tres!
-¿Churuguara? ¡Jum! Tenga cuidado por el camino. En la casa de su compadre Carmelo ya he visto yo dos veces al capitán ése. Ellos conversan en el conuco, nunca por el frente de la casa –advirtió el anfitrión-
-¿Así es la cosa? ¡Vean pues a Carmelito! –sonrió el bandolero-
Al rescoldo del fogón departieron otro tanto los amigos y el bandolero resolvió que aquella noche no viajaría pese al riesgo que implicaba detenerse, pues debía pensar con mayor claridad la estrategia a seguir. Cuando se despedían para dormir, señaló a su anfitrión:
¡No tenga miedo, que algo va a pasar que me ayude a salir con bien de todo esto! Por el capitancito ése no se preocupe. Mire, si usted pone a un capitán a elegir entre salvar el honor y salvar el pellejo… ¡Se deshonra el mismo! – y celebró la ocurrencia con una sonora carcajada-
Muy de mañana el anfitrión conversaba a la puerta de la casa con el negro Santiago. El bandolero escuchaba tras una de las ventanas. Cuando el anfitrión entró a la casa el bandolero le preguntó:
- ¿De qué madera es esa que estabas hablando con el negro?
- Unos estantillos que el negro Santiago está cortando para Don Expedito, el de la hacienda “Mi porvenir”. Por aquí nadie como el negro Santiago para cortar palos tan derechitos y de buen largo… Dijo que ya por la tarde me los debe traer. Doce burros con cuarenta y ocho estantillos cada uno. Saque usted la cuenta… ¡Es que ése negro es un comején, carajo!
La cara del bandolero se iluminó con una idea. En apenas segundos fraguó un plan y resolvió seguir esa misma noche con su marcha no sin antes dispensarle una gentil visita a su compadre Carmelo, quien ahora estaba de tan buenas migas con el capitán de los setenta diablos que venían mordiéndole los talones.
Por la tarde hizo su llegada el negro Santiago y uno por uno comenzó a descargar los burros y a contar con el anfitrión el total de los estantillos encargados. Cuando hubo terminado y se disponía a marchar, un raído trapo que presumía de cortina se levantó de repente y el bandolero, revólver en mano, salió del cuarto donde se ocultaba:
-¡Negro Santiago Pereira, caracha! Igualito a tu padre que en paz descanse…
Recuperado de la primera impresión y pálido aun a causa del susto, Santiago no necesito que le presentaran al bandolero y rápidamente se quitó el sombrero que ya se había calado.
La conversación fue muy rápida pues se avecinaba la noche y el negro convino sin mayores rodeos en alquilarle al bandolero la mitad de los burros y la mitad de la madera. Sería sólo por unos días. Ya después podría ir a Churuguara a retirar las bestias y los palos junto con el dinero del alquiler.
Y sin luna se cerró la noche serrana…
Al sentir que una mano le apretaba nariz y boca Carmelo se despertó sobresaltado cuando faltaba muy poco para la media noche. Una voz conocida le susurró al oído:
-Párese compadre, párese que nos vamos para Churuguara. Aliste unas poquitas cosas nomás que lo espero afuera.
Carmelo reconoció la voz y descontroló su vejiga al temer lo peor. La sombra, que ya lo había soltado rayó, un fosforo y encendió una lámpara de keroseno, acercó la lámpara al chinchorro y preguntó entre murmullos:
- ¿Te measte compadre? ¿Qué vaina es esta?
- ¡Coño, compadre! No es para menos –respondió Carmelo- mientras pensaba en cómo librarse de aquel predicamento en que se encontraba.
Una vez fuera de la casa, los dos hombres continuaron murmurando su diálogo. Carmelo se quedó paralizado al ver las bestias de carga y los bultos que llevaban, cubiertos de grandes lonas, y atados con sumo cuidado. El bandolero hacía como que revisaba las amarras y paseaba entre los jumentos el candil que finalmente entregó a Carmelo. En el umbral de su casa, Carmelo preguntó:
-¿Compadre? ¿Qué vaina es esta? ¿Qué carga usted ahí?
El bandolero fue hasta el último de los burros seguro de que la luz no lo alcanzaba pese a los esfuerzos de Carmelo, hizo como que soltaba las cuerdas y regresó con el revólver en la mano:
-¡Setenta y dos bichos de estos! –dijo mientras lo blandía ante su atónito compadre-
Luego corrió hasta el primero de los asnos cargados, al cual ni siquiera llegaba el reflejo de la lámpara, y repitiendo el ademán, regresó a la puerta donde tembloroso esperaba Carmelo:
-¡Cinco burros a cuarenta y ocho máuseres cada uno, saque la cuenta! –dijo mientras sostenía su única carabina delante del compadre-
¡Vámonos compadre Carmelo, coja el monte conmigo que ahora si cae el gobierno! ¡A mí me están esperando en Churuguara con esta carga que era el resto del parque que faltaba! -dijo el bandolero-
Hecho un millón de excusas, Carmelo rechazó la oferta y despidió a su compadre.
El día y el capitán de los setenta diablos lo encontraron en el umbral donde había quedado la noche anterior. A buen seguro, su compadre estaría en Churuguara desde hacía mucho rato. Inmediatamente pasó al conuco a conferenciar con el comandante.
Tras breves minutos, el militar salió de la casa y volvió a su montura, desde la cual con elegante aire marcial anunció:
¡Compañía! No se tienen noticias del criminal que buscamos y las informaciones que lo ubicaban por estos predios no resultaron más que infundios tal vez urdidos por el mismo bandolero para desviarnos del verdadero rastro que puede llevarnos a él… ¡Atención! ¡Media vuelta!
Unos cuantos metros más allá, en el espeso monte, un hombre que sostenía una carabina Máuser y llevaba un revolver a la cintura, sonreía pensando en que al final es más fácil recuperar el honor que el pellejo.
Esa noche, aunque él no estaba ahí, se quemó la casa de Carmelo…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR…

jueves, 30 de abril de 2020

EL TÍO LUIS FILIBERTO…


Cuando mi tío Luis Filiberto hubo completado el tercero de los años del bachillerato murió mi abuelo. Mi tío, dado que era el mayor de los hijos, tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a “levantar” a sus tres hermanos. Afortunadamente, el tío había sido un joven muy aplicado y era dueño de una amplísima cultura general derivada de sus muchas lecturas. Además, poseía una envidiable caligrafía y conocía al dedillo las normas ortográficas; por lo que no le fue difícil ocupar la vacante que debido a su muerte había dejado el abuelo como secretario del tribunal municipal de primera instancia.
Entrado en la cuarentena de años, al tío Luis Filiberto se le dio por escribir cuentos. Un editor local los publicaba semanalmente en su diario y así el novel autor muy pronto gozó de cierta fama en su patria chica. A punto de cumplir cincuenta vio luz la primera de sus cuatro novelas por empeño del mismo editor local. El tío, sin embargo, no dejaba de escribir cuentos.
Mi tía Expedita, su mujer, era el contrapeso ideal para aquel hombre inclinado al encierro y enemigo acérrimo de las multitudes. Con todo, la tía lo impelía a participar en concursos literarios y a publicar en otras latitudes sirviéndose del correo tal y como se estilaba entonces.
A lo largo de su vida, el tío resultó ganador de varios certámenes literarios y con mil un pretexto se excusaba de no retirar personalmente los premios a los cuales se hacía acreedor.
-¡No me gusta oír sandeces! Me basta con escribirlas… -decía-
Pero sucedió que en ocasión de su cumpleaños número setenta le fue concedido el premio regional de literatura y se lo denominó “máximo exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del estado”
Y aunque algunos intuimos rápidamente que no asistiría a la investidura, nada pudo prepararnos para su reacción violenta y su rechazo a rajatabla de la mencionada distinción.
-¡Me han pasmado! ¡Me han castrado con mi propio cuchillo! ¡No podré seguir escribiendo lo que me dé la perra gana! -decía furibundo cuando llegué a su casa.
-¡Pero tío! –intervine lleno de miedo- ¡Acepte por favor!
-¡No!¡No! y ¡No! –gritó mientras caminaba hacia mí- ¡Esos homenajes no honran, apresan! ¡No voy a escribir más si lo recibo!
¿Tendré después el derecho a un cuento malo? ¡Noooooooo! Porque luego dirán: ¿Y a este fue a quien le dieron el premio regional de literatura? ¡Nunca necesité vender un libro para comer! ¡Escribo porque quiero y escribo lo que quiero y no tiene por qué gustarle a nadie!
El viejo ya jadeaba de la rabia y yo en un movimiento atrevido intenté una maniobra conciliadora:
¡Pero tío! –dije por lo bajo y en tono casi suplicante- ¡Si usted ya ha recibido premios en varios concursos! ¡No sé cuántos!
¡Concursos! ¡Tú lo dijiste! –gritó- ¡Me los gané, carajo! ¡Me los gané! ¡Y esto es otra cosa!
Se dirigió hasta su cuarto y al poco yo lo seguí. Lo conseguí apoltronado frente a su cama con un vasito de aguardiente en la mano derecha dando muestras de estar calmándose.
Por supuesto, no iba a ser yo quien iniciara un nuevo diálogo si éste se producía, por lo que tomé asiento en una butaca que estaba cerca y decidí estarme quieto y en silencio.
-¡A los escritores y a los artistas no se los debe honrar en vida, hay que esperar a que dejen de producir! –murmuró y bebió- ¡Para nosotros son mejores los homenajes póstumos!
Notando mi desconcierto y suponiendo que yo ya estaba decidido a no preguntar nada, se levantó para ir al baño. Antes de cerrar la puerta me miró y me dijo:
¡Nadie puede cagarla después de muerto!

Y aquí estoy yo, en este caluroso viernes a las once la mañana, recibiendo en representación de mi agradecido tío, “máximo exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del estado” el irrenunciable premio regional de literatura en su única categoría…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


lunes, 27 de abril de 2020

De tocayos y dichos…



Habría sido mejor distinguir entre dos tocayos usando el apellido de cada uno pero en mi pueblo las cosas no se hacían así. Siempre que hubo dos o tres hombres con igual nombre se apelaba al nombre o al apodo de la mamá para discriminarlos. Eso tal vez siguiendo el principio de que como decía Misia Carmelina “el hijo es de la madre”
Así, de los dos “Luis” que yo recuerdo, uno, era Luis el de Petra, y el otro, Luis el de Ramona. Con los “Juan” sucedía que uno era Juan el de Crisanta y el otro era Juan el de Natividad. Manuel el de Esmeralda tenía un tocayo en Manuel el de Jacinta.
Los “José” representaban un problema mayor porque este nombre es tan común que siempre hubo muchos con este apelativo. Pero en mi pueblo lo resolvimos del modo que ya he venido contando.
Ahora bien, si un hombre llamado Pedro tenía un hijo y le heredaba el nombre, el hijo pasaba a llamarse automáticamente “Pedrito” y de nuevo el nombre de su mamá servía para distinguirlo de algún otro en la misma situación.
Cuando pasó lo que pasó yo no había nacido. Y por esa época había dos “Pedrito” en el pueblo: uno, el de Marcelina, y otro, el de María Dolores.  A ésta última, por si no le hubiesen faltado achaques a lo largo de una existencia penosa, había que sumarle el carácter tarambana de su “Pedrito” cuya mejor descripción parecía hallarse en el corrido de Juan Charrasqueado: borracho, parrandero y jugador…
Pero Pedrito el de Marcelina era un hombre a carta cabal. Ninguno más responsable y trabajador, ninguno más pulcramente vestido y ninguno otro con mejores modales; no digo en mi pueblo solamente sino en varias leguas alrededor. Ya en edad de amores y pensando en “sentar cabeza” se puso de novio con Mercedes, la nieta de un viejo español que había sido un próspero comerciante de víveres, agricultor y criador de numerosos rebaños caprinos. Mercedes, dicen, era preciosa “si hasta se parecía a la estampa de Santa Cecilia” –afirmaba Misia Carmelina-
Decían también de Mercedes que era un tanto casquivana y que por ende el compromiso con Pedrito el de Marcelina trajo no poco contento a su ya preocupada familia. Ni bien el muchacho se acercó a la casa dejó claras sus intenciones de matrimonio. Un par de meses después formalizaron el compromiso con el consabido “cruce de aros” que por entonces se estilaba. La boda se realizaría el siguiente 22 de noviembre o en fecha muy cercana aprovechando que vendría el párroco para nuestra fiesta patronal.
Por el pueblo a mediados de octubre no se hablaba de otra cosa que de la boda en cuestión, y no faltó quien sugiriese que tal vez, Pedrito el de Marcelina debía pensárselo mejor porque Mercedes podría haber vuelto a las andadas. Pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
El día en que comenzó la novena a Santa Cecilia se armó el revuelo en casa de Mercedes cuando se supo que estaba esperando un hijo de Pedrito -como tímidamente había respondido la muchacha al ser interrogada por su padre-
-¡Bueno! ¡No será la primera ni la última que se case preñada del novio! –admitió el ofendido suegro.
-No papá, es de Pedrito el de María Dolores –admitió la joven embarazada.
Por supuesto que aquello tuvo para ambas familias la magnitud de una vergonzosa desgracia. La tan comentada boda fue suspendida.
Y así, Pedrito el de Marcelina parado a la puerta de su casa vio como el carro de la familia de Mercedes se estacionaba frente a la Jefatura Civil aquel viernes 21 de noviembre –vísperas de Santa Cecilia-  como a las diez de la mañana, a cuyas puertas esperaba el otro Pedrito un tanto descompuesto por la juerga de la noche anterior.
Pedrito el de Marcelina entró a su casa y halló a su madre en el patio. Se sentó junto a ella con el rostro demudado por la cólera que lo consumía. Marcelina no se atrevió a preguntarle nada, pero el sólo rompió el mutismo en que se hallaba desde hacía varios días:
-¡Hay que ver que es verdad lo que dicen! ¡Al marrano ciego le guarda Dios la mejor mierda!

Podría haber hecho un gran escándalo, pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR






miércoles, 22 de abril de 2020

IN ILLO TEMPORE…


La feliz iniciativa del señor cura de la catedral por fin se había cristalizado en un colegio. Luego, el señor obispo destinó la nueva institución al cuidado de una congregación religiosa que lo atendiera y un pequeño rebaño de sacerdotes educadores llegó a la ciudad. Corría la década de 1950 y había entonces otra manera de hacer las cosas en el ámbito educativo. Por ejemplo, la memorización era fundamental. Eran los tiempos del “caletre”
Un cierto sacerdote de origen alemán se ocupaba de las clases de biología, y en el colegio, inicialmente para varones, “juambimbas” y “patiquines” hacían los primeros experimentos de igualdad democrática, aunque posiblemente “la palmeta” no se distribuyese entre los infractores con el mismo criterio.
Pero es el caso de que el consabido cura profesor de biología era como ninguno otro un defensor del caletre partiendo tal vez de aquel principio de que “si no lo recuerdas, no lo sabes”
Los exámenes orales eran particularmente rigurosos en aquel entonces, pero –nunca falta un pero- el padre que daba biología tenía además de su origen teutón otra interesante particularidad: era sordo, casi tan sordo como un tapia.
Habiendo llegado al tema de la clasificación de los insectos anticipó el consabido sacerdote un examen oral para la siguiente clase. El examen, consistiría en nombrar uno a uno los tipos de insectos según su clasificación. Los alumnos temblaban pues el padre además de alemán, profesor y sordo, era en extremo irascible y por ende intolerante con los alumnos negligentes.
Y llegó el día del examen. Por los pasillos del colegio, los angustiados alumnos hacían sus repasos de última hora. En algunos rostros el terror era evidente. De aquella veintena de adolescentes solamente uno se mostraba confiado. Este alumno era un vivaracho –nunca falta un vivaracho- que muy poco se había ocupado de los tales órdenes en que se clasifican los insectos. No había dudas, algo tramaba.
Entre los pupilos se escuchaba el murmullo de la clasificación de los insectos repetido casi como un rezo: odonatos, ortópteros, isópteros, hemípteros, lepidópteros, dípteros, himenópteros y coleópteros… y cómo no, alguno hubo que entró a la modesta capilla para repasar a los pies del “padre y maestro de la juventud”
Sonó el timbre que señalaba el fin del receso y los muchachos volvieron al aula para el examen de biología que ya dije en qué consistía. El padre alemán, demudado el rostro, gritaba como un loco cada vez que un alumno fallaba al no recordar el orden de la clasificación o al olvidarse de alguna de las categorías. La cólera del profesor no ayudaba a los alumnos que faltaban por pasar a escrutinio y solo el vivaracho se mantenía incólume.
A su turno, se puso en pie, el padre ya respiraba agitado previendo un nuevo fracaso, el alumno dijo en voz fuerte y clara:
-¡Odonatos!
Y levantó su mano derecha a la altura del rostro mientras extendía el meñique en ademán de contar. Acto seguido, extendió el anular y bajando un poco la voz murmuró:
-¡Coleópteros!
Poniendo énfasis en las dos últimas sílabas de la palabra. Luego extendió el dedo medio y repitió:
-¡Coleópteros!
Mientras de nuevo murmuraba al inicio de la palabra y subía el tono de voz en las dos últimas sílabas.
Y así, ante sus asombrados compañeros y su engañado profesor completó siete de las ocho categorías. Cuando iba a sentarse el padre le espetó.
-¡Falta una categoría!
Y con el mayor descaro se puso en pie y dijo a voz en cuello:
-¡Coleópteros!
Entonces el padre entre orgulloso y aliviado se levantó de su asiento aplaudiendo y voceando:
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

Eran los tiempos del caletre y en aquel tiempo las cosas se hacían de otra manera…

CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR



lunes, 30 de marzo de 2020

Abuelo…



Después de que mi abuela murió el abuelo se tornó un hombre hosco y con tendencia a ser ermitaño. Fuera de mí no admitía otras visitas ni compañías. Eventualmente iba a misa y alguna vez se paseaba por la Plaza Bolívar evitando toda socialización con el pretexto “Disculpa, se hace tarde y todavía tengo que hacer un par de cosas”
 A mí mismo en más de una ocasión me salió con ese estribillo y yo entendía entonces que debía irme. Pero ahora las cosas han cambiado y hace casi dos meses que vivo con él. El abuelo se cayó y tuvo una factura de fémur. Me mudé aquí para ayudarlo en lo que pueda porque él no consintió en que mi papá o mi tía Rebeca vinieran a asistirlo. Con mi padre a veces habla por teléfono, pero con mi tía, por motivos que no vienen a cuento, se resiste a tener contacto. No quiere recibirla ni a ella ni a sus hijos: dos varones y una niña. El abuelo jamás habla de por qué esa actitud, al menos, no conmigo. Pero asumo que tiene que ver con una propuesta que hizo mi tía, apenas muerta la abuela, y que tenía que ver con la liquidación de cierta propiedad.
Desde que vivo aquí llevo el teléfono móvil en modo “vibrar” para no disgustar al abuelo con algún timbre que lo irrite. Anoche, cuando ya lo dejaba listo para dormir, un zumbido me hizo revisar mi dispositivo:
- ¿Quién te llama?
- No abuelo, es un mensaje de whatsapp…
- ¿Quién te escribe?
- Mi amigo Rubén. Tú lo conoces. Está en el hospital con su niño que tuvo un accidente…
- ¡Ah carajo! ¿Qué le pasó al niño?
- Nada… que mientras paseaba se rodó del asiento de la bicicleta y se golpeó con el marco en la zona testicular y ahora tiene una suerte de priapismo.
- ¿Y eso qué es?
- Una erección permanente. El médico dice que hay que esperar al menos veinticuatro horas más para intentar algún procedimiento.
- ¡Yo tengo una idea!
- ¡Abuelo! Es un niño de ocho años…
Un par de zumbidos consecutivos me hicieron atender el teléfono celular. Rápidamente leí en silencio los mensajes de mi papá.
- ¿Qué pasó con el muchachito?
-No abuelo, es mi papá que quiere saber cómo estás.
Hizo una expresión de disgusto y casi gruñendo dijo que estaba bien. Yo a mi vez, eso mismo trasmití a mi papá. Otro zumbido, me hizo volver mi atención al teléfono móvil y esta vez era mi mamá.
- ¿Y ahora?
-Es mi mamá para saber cómo te sientes
El abuelo cambió su expresión y esbozó una sonrisa. Le envió a mi madre muchos saludos y varias razones y me pidió recordarle que mañana será domingo. Los domingos, mi mamá viene y le recorta un poco el cabello, le rasura la barba y le revisa las uñas. El abuelo y mi madre siempre se han querido. De hecho, sólo con ella se permite alguna chanza eventualmente. Mi mamá, que lo conoce bien, se permite reprocharle en alguna ocasión su mal genio: ¡Qué feo te ves con esa cara de culo Ernesto! ¡Qué feo te ves!
Cuatro zumbidos consecutivos me llegaron al teléfono mientras hablaba con el abuelo y le escribía a mi madre. De a poco fui leyendo en silencio los largos mensajes que hablaban de reencuentro, perdones, tiempo de reconciliación, familia, muerte, dolor, arrepentimiento y derechos…
- ¿Quién es?
-La tía Rebeca. Me pregunta si podría…
El abuelo, intuyendo una propuesta de visita no me dejó terminar la frase:
- ¡No! ¡Nunca! ¡No me da la perra gana!
Y acto seguido me ordenó retirarme y apagar la luz. Cuando ya me iba me llamó:
- ¡José Ernesto!
-Dime, abuelo…
-Deja abierta la puerta del baño…
Luego, entendiendo que tal vez me había tratado muy bruscamente, endulzó la voz y puso una expresión de picardía para preguntarme:
- ¿Tu amigo no querrá venderme esa bicicleta?
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR