Recuerdo
que una vez escuché en un programa de
televisión norteamericana “hace falta todo un pueblo para criar un hijo” y creo
que esto debe traducir algo así como que los padres solos no nos bastamos para hacerlo. Y puede ser verdad que a veces los padres no
seamos suficientes.
Claro,
hay hijos de hijos. Mi padre, que en paz descanse, solía decir “Muchacho que no
echa vaina está enfermo” y esto, por supuesto, para indicar que con los hijos
nunca se sabe. Sí, eso es lo peor, nunca se sabe.
Y
yo pienso en silencio todas estas cosas mientras bordeo el edificio donde tiene
su sede regional el Cuerpo Técnico de Policía Judicial, guiado por un
funcionario con ademanes de aburrimiento que denotan cuán acostumbrado está él
a estas cosas.
Ahora
recuerdo que una vez, al pasar por la avenida que está al frente, le dije a
Miguel: --Espero que nunca me hagas venir aquí. A cualquier parte iría a
buscarte, pero espero que no me hagas venir aquí por ti…
Miguel
siempre ha sido muy inquieto, de los tres, es el que más dolores de cabeza me
ha dado. Es un muchacho brillante. Con apenas veintiún años terminó la
universidad Cum Laude, y como
cualquier muchacho salió a celebrarlo con sus compañeros. Por cierto, algunos
de ellos me vieron llegar e intentaron hacerse los invisibles. Estuvo mejor que
no se me acercaran.
El
problema con Miguel es que ha sido siempre muy despierto, a todo se adelanta.
Por eso sus profesores no lo entienden. Nunca lo entendieron en bachillerato.
Me citaron tantas veces a su colegio que un día le dije:
-¡Coño,
Miguel Eduardo! Vengo tan seguido al colegio que ya van a creer que estudio
aquí…
Ahora
que sigo en pos de este hombre que me guía diviso por el rabillo del ojo a mi
hija María Eugenia y a mi hermano Roberto con otros parientes a la sombra de
unos árboles, pero, en un gesto que agradezco, no se me acercan.
Por
fin, ingresamos al recinto a donde me lleva este funcionario y no sé si tengo
ganas de ir al baño o ganas de vomitar. Me cuesta identificar esta sensación
que es como de mareo y dolor de cabeza, zumbido y dolor de muelas, vacío del
estómago y temblor de las manos. Ya sé lo que tengo: quiero llorar.
Pero
el agente se detiene, rodea la camilla, levanta la sábana y yo- sintiendo que
Dios me odia- alcanzo a decir:
-¡Sí,
es mi hijo!
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR