viernes, 8 de enero de 2021

It takes a village to raise child…

 

Recuerdo que una vez  escuché en un programa de televisión norteamericana “hace falta todo un pueblo para criar un hijo” y creo que esto debe traducir algo así como que los  padres solos no nos bastamos para hacerlo.  Y puede ser verdad que a veces los padres no seamos suficientes.

Claro, hay hijos de hijos. Mi padre, que en paz descanse, solía decir “Muchacho que no echa vaina está enfermo” y esto, por supuesto, para indicar que con los hijos nunca se sabe. Sí, eso es lo peor, nunca se sabe.

Y yo pienso en silencio todas estas cosas mientras bordeo el edificio donde tiene su sede regional el Cuerpo Técnico de Policía Judicial, guiado por un funcionario con ademanes de aburrimiento que denotan cuán acostumbrado está él a estas cosas.

Ahora recuerdo que una vez, al pasar por la avenida que está al frente, le dije a Miguel: --Espero que nunca me hagas venir aquí. A cualquier parte iría a buscarte, pero espero que no me hagas venir aquí por ti…

Miguel siempre ha sido muy inquieto, de los tres, es el que más dolores de cabeza me ha dado. Es un muchacho brillante. Con apenas veintiún años terminó la universidad Cum Laude, y como cualquier muchacho salió a celebrarlo con sus compañeros. Por cierto, algunos de ellos me vieron llegar e intentaron hacerse los invisibles. Estuvo mejor que no se me acercaran.

El problema con Miguel es que ha sido siempre muy despierto, a todo se adelanta. Por eso sus profesores no lo entienden. Nunca lo entendieron en bachillerato. Me citaron tantas veces a su colegio que un día le dije:

-¡Coño, Miguel Eduardo! Vengo tan seguido al colegio que ya van a creer que estudio aquí…

Ahora que sigo en pos de este hombre que me guía diviso por el rabillo del ojo a mi hija María Eugenia y a mi hermano Roberto con otros parientes a la sombra de unos árboles, pero, en un gesto que agradezco, no se me acercan.

Por fin, ingresamos al recinto a donde me lleva este funcionario y no sé si tengo ganas de ir al baño o ganas de vomitar. Me cuesta identificar esta sensación que es como de mareo y dolor de cabeza, zumbido y dolor de muelas, vacío del estómago y temblor de las manos. Ya sé lo que tengo: quiero llorar.

Pero el agente se detiene, rodea la camilla, levanta la sábana y yo- sintiendo que Dios me odia- alcanzo a decir:

-¡Sí, es mi hijo!

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR