jueves, 30 de diciembre de 2021

MEMORIAS, ROCKOLA Y PENA…

 

A Emilis González O. 

A Elwis Mendoza G.

Cuando yo salí de San Josesito tenía dieciséis años de edad, tal vez menos, no recuerdo bien. Lo que sí tengo claro es el imperativo de mi padre machacando una y otra vez que yo me tenía que ir del pueblo para poder estudiar y hacerme de una carrera. Que si me quedaba no iba a pasar de ser un agricultor medianamente letrado, dueño de cuatro vacas peludas, que primero reza para que llueva y luego ruega porque escampe. Cuando yo salí de San Josesito ya la señora Eufrasia tenía su negocio.

El negocio de Eufrasia estaba en su casa ubicada en una mediana colina desde donde se dominaba el pueblo y desde donde la vista alcanzaba al río y a la carretera. Y aunque muy rápido lo apodaron “botiquín” no  era sino que ella había dispuesto unas seis mesas y algunos taburetes en su patio de cuatro corredores. ”Facha” como se la conocía en san Josesito, vendía en principio aguardiente de caña de inconfesable procedencia.  Luego dispuso de enfriadores y cerveza. En principio se bastaba ella sola, pero con el paso del tiempo fue contratando cantineros, eso sí, para expender las especies nada más; que para administrar seguía bastándose ella.

No sé en qué año, en un gesto de verdadera osadía comercial, Facha se hizo de un gramófono de esos que operan con monedas, es decir,  una rockola, como se la conoce popularmente. La rockola sirvió para acrecentar las ventas y para extender los horarios de atención a la clientela, al menos mientras fue una novedad.

A buena parte de San Josesito llegaban los ecos del negocio de Eufrasia. La voz de Andrés Cisneros hizo lugar en todas las casas a “La cama vacía”  y  amenazaba con desgracias a la “China hereje” Por supuesto que Julio Jaramillo se colocó entre los más solicitados junto con Las hermanas Calles, el Dueto América, Antonio Aguilar y José Alfredo Jiménez. Puede que alguna vez sonara uno que otro disco de Javier Solís o de Pedro Infante,  y es posible que Gabriel Raymond o Alfonso Ortíz Tirado se dejaran escuchar muy de cuando en cuando.

De Antonio Aguilar solo estaba prohibida una canción: “Por el amor a mi madre” y esto porque Facha decía que no le convenía que alguno se tomase en serio aquello de dejar la parranda y dar un definitivo adiós a las botellas de vino.

La clientela de Eufrasia fue siempre masculina. Ellos desbebían sus aguas en el segundo patio de la casa rodeados de chécheres y mil cachivaches, a cielo abierto y sin más iluminación que la provista por los astros según la hora del día. Esa pared, la que cerraba el segundo patio, podía verse claramente desde mi casa aunque no nos quedara tan cerca. Facha y su negocio eran unos vecinos en relativa distancia.

En San Josesito hubo escuela primaria, jefatura civil, iglesia y botiquín. Éramos pues, un pueblito organizado. Teníamos dos tiendas de quincallería, víveres y géneros diversos. Hubo también un zapatero llamado Antenor quien a la puerta de su casa tenía colocado un anuncio: “Inversiones Antenor, lustre y reparación de calzados en general. Atendido por su propio dueño” pero en un pueblo donde quien no iba descalzo usaba alpargatas el zapatero lo tenía difícil. Solo en diciembre y en marzo le salían trabajos en su especialidad.

Para ayudarse, Antenor hacía mil cosas más y se ofrecía como ayudante de todo. Junto a ello, cultivaba un huerto y era dueño de un pequeño rebaño que jamás alcanzó a tener una docena de cabras. Pero al zapatero nunca le faltaba “su real y medio”

Cuando me gradué de ingeniero volví a San Josesito a instancias de papá quien insistía en exhibirme por el pueblo como una suerte de vaca preñada de gemelos. Aquello de “cum laude” que erizaba la piel de mi padre cada que hablaba de ello nada decía a las buenas gentes de mi lugar natal. En mi ausencia, nada o casi nada había cambiado; con la honrosa excepción de que Antenor se había casado con María Teresa Montero, de quien por más que me daban referencias no alcanzaba yo a tener memoria. Los esposos esperaban ya, su segundo hijo.

Esa noche me senté con papá al frente de la casa mirando hacia el botiquín de Eufrasia desde donde de a poco traía el viento viejas expresiones harto conocidas para mí: “Vencido, con el alma amargada; sin esperanzas, hastiado de la vida… Mi muchachita, no seas cruel”  “Mil kilómetros he caminado buscando el olvido de un cruel sentimiento… no me sigas quitando la vida, no me mates, por Dios, te lo ruego…” “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…” “Si yo muero primero, es tu promesa… con toda el alma llena de sentimiento, la escribiré con sangre…” “Una sota y  un cabaaaallo, burlarse querían mí”

No pude volver por San Josesito en muchos años. Creo que cuando papá y mamá murieron yo estaba en Alemania o en Italia en algún congreso o simposio, no recuerdo, hace ya mucho tiempo.

Pero a comienzos de este año, cuando por darme unas vacaciones de emergencia y arreglar por fin unos asuntos de herencia y reparticiones tuve que volver al pueblo, me asombré al ver que los cambios eran prácticamente imperceptibles. Uno que era viejo ahora es difunto y otro que era joven ahora es viejo, fuera de ello, no mayor cosa.

Recuerdo que mi llegada fue un lunes por la mañana, y que como me dijeron que se necesitarían al menos otros dos días para finiquitar mi asunto, agradecí el tener que quedarme. Y aquella noche, ahora sin papá, mirando hacia el botiquín de Eufrasia me senté al frente de mi casa.

Un ahijado de mi mamá, que había quedado al cuidado de la casa, vino a acompañarme y a ponerme al día de las vidas ajenas con ése enfermizo afán informativo que padecen las gentes de algunos pueblos pequeños. Así llegamos al zapatero  de quien me dijo:

-Hoy debe estar ya bebiendo ahí  en lo de Facha… ¡El nada más que bebe los lunes! ¡Y se emborracha como el carajo!

Me asombré  por dos cosas: porque no creía que aun viviera Eufrasia y porque a Antenor no lo recordaba yo en esos trances de borrachera.

El ahijado me dijo que Eufrasia había muerto hacía tiempo pero que del negocio se había encargado una nieta. Me aclaró que el zapatero no era ni mala persona ni hombre desordenado, sino que desde que la mujer lo había abandonado llevándose a los dos muchachos todavía pequeños, se emborrachaba los lunes. Que ya borracho le daba por llamarla y llorar a gritos, con lo cual, se sabía que había alcanzado la cumbre de la embriaguez, y luego se retiraba dando tumbos rumbo a su casa para no salir hasta el lunes siguiente.

Me asaltaron gratos recuerdo cuando alcancé a escuchar como un eco familiar de mi infancia: “No me sigas quitando la vida, no me mates, por Dios, te lo ruego…” y acto seguido escuché con toda claridad:

-¡Ay María Teresa, no joooda!

El ahijado de mamá me dijo que ése era el zapatero en  el primero de los asaltos de locura sufriente que padecía cuando había llegado al tope de la borrachera:

-¡Ahí está llamando a la mujercita! ¿No te dije? Le faltan dos gritos más pa irse, ya debe estar rascao. Parece que cuando se agarra la paloma es que se acuerda de María Teresa… ¿No ves que el grita nomás cuando sale a mear? ¡Papá decía que cada uno llora su pena por donde más la siente!

Todavía otras cuatro veces escuchamos el eco de la misma canción hasta que de pronto las melodías se cambiaron: “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”

Y de pronto un segundo grito:

-¡María Tereeeeesa, mi amor!

Mi acompañante de aquel momento miró el reloj y al constatar que faltaba poco para las once de la noche me advirtió que al pobre de Antenor el zapatero ya no  le quedaba mucho en el local. Otras cuatro o cinco veces se repitió la sentencia: “Rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”

Y de pronto escuchamos:

-¡Hiiiiija de puuuuuuuta!

Unos minutos después apagaron la rockola. Antenor, según supusimos, iba dando tumbos rumbo a su casa.

El ahijado se levantó para despedirse, guardó su silla y como al volver yo estaba de pie, también recogió la mía sin darme tiempo a decidir si me quedaba otro rato afuera. Yo pensaba en que debe ser muy aburrido vivir en un lugar donde siempre sucede lo mismo, pero él al estrecharme la mano, me espetó:

-¡Qué difícil debe ser vivir en una ciudad donde nunca se sabe qué puede pasar!

CALIXTO GUIÉRREZ AGUILAR

 

domingo, 5 de diciembre de 2021

RUEGA POR NOSOTROS...

 

A unas dos horas de la capital del estado, en la falda  de la sierra ubicada al sur, está el pueblo de san José, cabeza del municipio. Una media hora más adelante, cruzando a la derecha, se puede llegar a  “La Vega de san José” donde vivió y murió la niña Séfora, o la niña Seforita, como también se la conoció.

Era la segunda de los dos hijos que tuvo Misia Remigia, una vieja mandona y rezandera. Benjamín, el mayor de los hijos, ni bien pudo independizarse tomó el rumbo de Caracas y jamás volvió por el pueblo. A Caracas, en aquel tiempo, la rodeaba una niebla de misterio. Y aunque algunos juraban “con la mano derecha puesta sobre un saco de biblias” que sí existía, otros ponían en duda que se tratase de un lugar real.

A Séfora, se le apodó “La niña” ya desde la temprana madurez, porque era cosa atestiguada que jamás se la vio en trato carnal con varón alguno dedicada como estaba al cuidado de su madre quien se postró relativamente joven. El título  de “Niña” expresaba una cierta mezcla de respeto y compasión por aquella mujer hermosa y de maneras dulces poseedora de una gran paciencia.

Al pie de la cama de su madre forjó sus virtudes porque Misia Remigia no era  fácil de tratar. Como su madre, Seforita era amiga de rezos e imágenes, de novenas y velas, de trisagios y lámparas de aceite.

En cierta ocasión en que las visitara una desesperada señora de allá de San José, ambas se comprometieron a rezar fervorosamente por ella a fin de que cesara la razón de su aflicción. La circunstancia, vencida a pesar  de considerársela imposible, hizo que la dama volviera agradecida y dadivosa con aquellas intercesoras. A poco de eso, adquirieron fama de ser muy eficaces al rogar y fueron llegando las gentes de los contornos trayendo toda clase de angustias y hallándose en cualquier clase de predicamentos.

Martín, el de Francisca, hizo  un cartelito de madera muy simple a instancias de Misia Remigia y lo fijó a la derecha de la puerta de la casa: “Aquí se alumbra y se reza” porque es cosa bien comprobada que para hacer eficaces los ruegos se precisa de la luz de las velas.

A partir de entonces, a la puerta de la casa se sucedían diálogos  y situaciones muy interesantes que permitían pulsar el alma de los paisanos: que dice mi mamá que tome aquí para que le alumbre a Las Tres Divinas Personas pa que papaíto vuelva de la guerra esa… Niña Séfora, que dice mi abuela que pa que le alumbre a San Onofre por ver si consigo trabajo ligero… Que dice tío Alberto que le alumbre al ánima de Juan Salazar pa que suelten a Joseíto que se lo llevaron reclutao… Para que por favor me alumbre a  san Ramón Nonato para que saque con bien a Marcelina que está pariendo… Que manda a decir Papabuelo que le alumbre a San Roque porque las cabras cogieron una peste… Vengo por aquí pa que me alumbre a La Mano Poderosa porque puse una bodega y quiero que me vaya bien… Que por favor me alumbre al Justo Juez por ése problema de Arsenio que se lo llevaron preso sin tener culpa…

Los fieles que acudían a Misia Remigia y a su hija daban un modesto aporte metálico, suerte de limosna más bien, que ellas empleaban en comprar velas y en acrecentar las imágenes del cuarto de los santos a cada paso del turco Hassan. Hassan venía mensualmente por el caserío con ropas y quincallerías que dejaba a crédito hasta la próxima visita.  Hassan empezó a traer velas en cajones de veinticuatro unidades que muy pronto se hicieron insuficientes. Por el turco Hassan, llegaron, con un vidrio al frente, un cartón a la espalda y luciendo un modesto marco de cinta para embalar, san Marcos de León, santa Eduviges, santa Marta, santa Helena, san Expedito, san Martín de Loba y un chofer de apellido Sánchez entre muchos otros.

Y es que en el cuarto de los santos compartían altar los bienaventurados de la iglesia católica y los otros, los bienaventurados del pueblo crédulo.

A la muerte de su madre, la niña Séfora se dedicó con más veras a su oficio de sacerdotisa  y en tal ocupación vivió hasta el último de sus días.

Nunca exigía pero siempre aceptó de buen grado los dones que algunos agradecidos le presentaban y por eso nunca sufrió de hambres o pasó necesidades. Cuentan que en cierta ocasión llego a tener poco más de doce cabras.

Solía advertir a cada feligrés cuando aceptaba un encargo de rezo y luz:

-¡Ve que lo que Dios no quiere los santos no lo pueden!

Y con ello se libraba de reclamos si lo que se pedía no se alcanzaba.

Con la práctica, aprendió a advertir ciertas particularidades que tenían los santos y las ánimas a las cuales rogaba. Por ejemplo, para rogar a las ánimas del purgatorio o hacer sufragios por algún difunto, la  noche del lunes resultaba ideal. Para obtener favores de santa Marta, nada como ofrecerle los nueve martes; para rogar al ánima de Juan Salazar debían ofrecérsele además de la consabida luz de una vela, un trocito de arepa y un sorbito de agua, porque aquel soldado Salazar había muerto hambriento y sitibundo en una campaña.

Otra cosa, es que no se debía insistir a los santos para traer al mundo hijos varones y que no se debía pedir novio a san Antonio de Padua porque los que por esta vía llegaban eran hombres maltratadores.

De los más solicitados entre sus contactos del cielo, estaba siempre el célebre san Ramón Nonato, cuyo prodigioso nacimiento –cuatro días después de muerta su madre- lo convertía en el abogado de parturientas y las grávidas en apuros. A santa Rita de Casia y a san Judas Tadeo tampoco les faltaban solicitantes.

A comienzos de un mes de junio la niña Séfora advirtió severamente a Matilde, la hija de Jacintica la de El Alto, porque quería que le alumbrara a san Antonio de Padua con el firme propósito de que el  Musiú Hassan se casara con ella.

-¡No mijita! ¡No sabés lo que pedís! Los maridos que consigue san Antonio son echadores de cuero…

Y no supo más de Matilde hasta cerca del mes de diciembre en que le mandó a pedir que le alumbrara al muy eficaz san Ramón Nonato.

Una noche de primero de febrero, como era costumbre, los habitantes de varios caseríos se acomodaban en el cerro de san José para mirar las ofrendas de fuego en la víspera de La Virgen de Candelaria. Muchos pasaban al raso aquella noche con profusión de música, bocadillos y ron. Aquella reunión espontanea era esperada por los enamorados y por los adúlteros con gran emoción. Desde la cumbre del cerro se divisaban, además de La Vega de san José, El Alto, El Llanito y san Pablo.

La víspera del dos de febrero, aquellas gentes serranas hacían pequeñas fogatas cada uno al frente de su casa a las que llamaban “candelarias” y por eso, en la oscura noche, ver las candelarias de todos los caseríos resultaba un espectáculo para ellos muy bonito. De pronto en La Vega de san José una candelaria comenzó a crecer y a crecer en medio de los aplausos de los que allá lejos la contemplaban, pero de repente, uno gritó:

-¡Eso no es una candelaria! ¡Se quema la casa de la niña Séfora!

Lo siguiente fueron carreras y  atropellos, gritos y tropiezos para bajar del cerro. En poco, las llamas cobraron renovados bríos alentadas por una repentina brisa y rápidamente se consumió la casa. Nada podía hacerse. Convertida en un millón de pavesas, la casa y su única habitante volaron efímeras.

La estupefacción impuso un gran silencio. Una mujer se adelantó hacia el brasero y con un dejo de tristeza exclamo sin aspavientos:

-¡Niña Séfora! ¡Niña Seforita!

Y todos respondieron;

-¡Ruega por nosotros!

Pero estos de ahora son otros tiempos: pocos alumbran, muchos no rezan, nadie cree…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

 

sábado, 20 de noviembre de 2021

En tiempos de La Cunaguara…

 

En tiempos de “La cunaguara” era Santa Ana de Coro un pueblote pretencioso que se creía una ciudad. Y aunque al núcleo central de aquel puñado de casas, casonas y templos,  ya  comenzaba a cercarlo su cordón de barrios populares, la otrora primera capital de Venezuela conservaba al sureste las huertas de familias pudientes, lo que le prolongaba el aire rural.

Irrigaban aquellos cultivos, unas acequias que derivaban las aguas del río Coro, represado en El Malecón de Caujarao por los hijos del mismísimo general Rafael Urdaneta.

La cunaguara y sus hermanas, avecindadas en lo aledaño a las huertas, ya por necesidad o ya por vicio, optaron por abandonar muy temprano la idea de concertarse en alguna casona o de iniciarse en las primeras letras con miras a obtener un oficio decente. Ellas fueron putas, desde jovencitas, así de sencillo.

De la cunaguara y sus hermanas nadie guardó sus nombres, de ellas solo se guardó el recuerdo del oficio que ejercían.

Poseedor de tantas morocotas como años, caminaba Don Manuelito rumbo a su huerta en compañía de un joven ahijado de unos doce  años, de quien sospechaba, ya quería iniciarse en la muy coriana práctica de la zoofilia. Con aire grave, Don Manuelito al pasar frente a la iglesia de San Antonio, se quitó el sombrero y se santiguó solemnemente para dar con ello inicio a la perorata que lo traía por los predios de su huerta un domingo. Esto contra su natural costumbre de descansar en “el día del Señor”

Advertía al pequeño ahijado, quien como a un divino oráculo lo escuchaba, que eso de andar en pos de cabras y marranas, detrás de vacas y burras, era cosa de gente depravada y primitiva. Además, por si fuera poco, eso  iba contra la voluntad de Dios y exponía al perpetrador a contraer enfermedades incurables, existiendo siempre la posibilidad -¡Dios no lo permita!- de engendrar una criatura híbrida como presagio del inminente fin del mundo. Sobre la masturbación no le prevenía, pero le machacó una y otra vez:

-¡Para el hombre, la mujer!

Huir de la zoofilia y del ocio son dos cosas que un hombre decente debería hacer con ahínco. Por dar un ejemplo, en la huerta estaba uno de sus nietos “El catire” trabajando como cualquiera de los peones porque se resistía a estudiar pese a tener también unos doce años. Si no quería ir a la escuela debía trabajar, porque la vagancia, ofende a Dios que dio a los hombres extremidades y fuerzas para conseguirse el pan. Se empieza por ser un holgazán y se termina por ser un delincuente, razonaba Don Manuelito.

Al fin llegaron a la huerta, sin mayor ruido abrieron el portón y entraron. Nadie se veía por los alrededores. Don Manuelito, perspicaz como todos los viejos y desconfiado como todos los ricos, rodeó la casa sin llamar. Nadie andaba por allí.

Se dirigió a  las vaqueras bordeando el estanque y allí estaba “El catire” desnudo, de espaldas a él, y montado sobre una  vaquilla en afán copulador, sudando, bufando  y lanzando exclamaciones en la inocultable proximidad de la eyaculación.

Don Manuelito y el ahijado retrocedieron en silencio para ingresar a la casa. Una vez dentro, Don Manuelito dispuso todo para hacer café, y tomar, con panes y queso, una merienda de media mañana para reponerse y volver a casa.

Oloroso a “Lifebuoy” y bien peinado entró al mucho rato “El catire” disculpándose por no haber venido antes al encuentro del abuelo. Lucía sus ropas limpias de domingo y venía de bañarse. Por eso se había tardado tanto.

La breve refección transcurrió sin sobresaltos hasta que el viejo dio la noticia de volver a casa. El ahijado se adelantó hasta el portón y “El catire” venía tras el abuelo que caminaba  intencionalmente a paso demorado. Traspuesto el portón el ahijado se alejó un poco, pero no tanto como para no ver el momento en que Don Manuelito sacaba una moneda de cinco bolívares:

-¡Tome catire! Agarre ése fuerte  ¡Vaya a coger a La cunaguara! ¡Pero déjeme los animales quietos!

La última parte de la advertencia la acompañó de un poderoso coscorrón que hizo trastabillar al nieto, y hasta el día de hoy, hace reír al ahijado al evocar los tiempos de “La cunaguara” cuando Santa Ana de Coro era un pueblote con pretensiones de ciudad.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

lunes, 16 de agosto de 2021

CORTE PROGRAMADO

 

La compañía nacional de servicio eléctrico hacía transmitir constantemente el boletín donde se anunciaba la suspensión de la electricidad. El anuncio se hacía para que los usuarios pudiesen tomar “todas las previsiones necesarias al respecto” y para que el público en general usara de comprensión para con la compañía eléctrica teniendo en cuenta que “las molestias causadas van encaminadas a producir mejoras a corto plazo”

De este modo, cada cuarenta y ocho horas tocaba en el pueblo un apagón de al menos seis horas continuas, que nunca ocurría en el mismo horario. Una semana tenía lugar por la mañana, la siguiente semana ocurría por la tarde y en la tercera, el apagón tocaba por la noche, y así, sucesivamente. El apagón nocturno comenzaba a medianoche y se extendía  hasta las seis de la mañana del otro día.

Así las cosas, en La Barranca, la poca gente que había quedado se había hecho a la costumbre de los apagones.

Una iglesia un tanto desvencijada, una escuela básica con dos maestros, un puesto de salud llamado “Ambulatorio Rural I” y una comisaría sin policías, era todo cuanto tenían los habitantes de La Barranca.

Celina, la mujer de Manuel P. era conocida por su condición casquivana tanto como por su belleza y simpatía. Su marido jamás la había conseguido en malos trances y por eso la defendía denodadamente cuando alguien le insinuaba algo en contra. Manuel P. trabajaba a destajo en una embarcación que eventualmente se hacía a la mar durante toda la noche para llegar muy lejos en busca de los cardúmenes.

Rogelio Z. criador caprino, agricultor y cazador, era el esposo de una de las dos enfermeras que atendían el puesto de salud.

Una creciente tensión sexual se fue dando entre Rogelio y la mujer de Manuel, y poco a poco fue convirtiéndose en un deseo intenso, vehemente. Pero no podían coincidir nunca en un ambiente seguro para dar cumplido gusto a la pasión que alentaban. A cada encuentro furtivo todo se iba en miradas, susurros, caricias muy discretas  de apariencia inocente y accidental.

Sucedió pues que en la tercera semana de un mes cualquiera de no me acuerdo qué año los astros se alinearon en favor de los frustrados amantes y coincidieron: El apagón de la noche, el viaje de pesca de Manuel P. y la guardia nocturna de la mujer de Rogelio Z.

Apenas ocurrió el “black out” Rogelio se fue escabullendo por entre los matorrales y yerbajos casi a rastras. Muy discretamente tocó por la puerta trasera en la casa de Manuel y al minuto una mujer desnuda le hizo pasar. No había tiempo que perder y sí muchas  ganas a las cuales darle rienda suelta. Estuvieron amándose con tal intensidad que luego de  tres asaltos amorosos se rindieron al sueño. Sin embargo, todavía estaba bastante oscuro cuando el gallo cantó por primera vez. Y Rogelio sobresaltado comprendió que debía huir justo en ese momento.

La mujer le dijo que no podían encenderse ni velas ni linternas porque que algún vecino podría percatarse de las siluetas. Y así, en tinieblas y tanteando, Rogelio vistióse rápidamente y sin ponerse la camisa que llevaba en la mano, regresó a su casa del mismo modo, escabulléndose casi a rastras; pero haciendo esta vez un largo rodeo para llegar a su hogar por la misma ruta que empleaba al ir de cacería.

¡Pero el diablo es puerco y todo lo deja a medias! Ya en casa, y dispuesto a darse un largo baño, ni bien comenzó a desvestirse percatóse de que en lugar de sus habituales calzoncillos traía puestas unas pantaletas.

Sintiendo que el corazón le rasgaría el pecho para salir de su sitio, no atinaba qué hacer con aquella tan irrefutable prueba condenatoria. Pero el sol, que no se asomaba por completo, ya había derrotado a la oscuridad allá afuera y era imposible devolverse. Además, a su mujer le quedaba poco para llegar. Tenía que actuar rápido.

Envuelto en una toalla salió por el patio trasero en dirección a los corrales y casi al final de su propiedad cavó un hoyo para sepultar la prenda.

Tomó un segundo baño para asegurarse de que no traía pegado olor alguno y se dispuso a esperar a su esposa, extrañado de que tardara en llegar. Cerca de las ocho, apareció su mujer y tras los saludos habituales le inquirió sobre la demora.

-¡Es que me llegó una emergencia cuando ya amanecía! Manuel le cayó a carajazos a Celina. Y la pobre mujer llegó muy aporreada…

Rogelio, que ahora sí creía que se moría, se dominó para preguntar:

-¿Y eso por qué mija?

-¿Por qué más iba a ser? –respondió con desgano la mujer- ¡Por puta!

Rogelio que sentía la sangre subir al rostro y padecía de temblores a esta altura, se repuso una vez más y preguntó a su mujer con la más aparente calma:

-¿Tú has visto mis calzoncillos de Superman? ¡Yo creo que me los robaron de la última lavada porque hace más de una semana que no los encuentro!

 

Después les cuento lo que pasó cuando “Doky” el perro de la casa, desenterró las pantaletas. Lo que pasa es que son las 11:58 y ya nos toca el corte programado…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

 

 

martes, 6 de julio de 2021

La Cumbrera: el pueblo de donde no éramos…

 “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra”

José Arcadio Buendía

Parménides Teodoro, el abuelo de mi bisabuelo paterno, pasó a la historia sin apellido alguno. Español, andaluz, para más señas, es reconocido como el legítimo fundador de La Cumbrera. Se lo sabe padre de buena parte de la población inicial y diseñador de la disposición  original del pueblo. De sus obras escritas solo se conservan dos ejemplares, ambos se encuentran en la sección libros y manuscritos raros de la Biblioteca Nacional.  Y esto lo sé porque mi abuelo Néstor decía que él mismo los había visto. Yo, ni siquiera por lo llamativo de sus títulos me he motivado a buscarlos: “De la azarosa vida del famoso desconocido” y “Pormenorizada relación de las cosas que no es necesario conocer”

La Cumbrera, debió su fama al hecho de ser el único pueblo de nuestro país que surgió y se extinguió sin tener sepulturas. Hubo un cementerio, esto ha de aclararse, pero jamás se utilizó en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo. Alguna vez nos llamaron “El pueblo sin muertos” pero tal calificativo no se ajustaba a la realidad porque sí moría la gente, solo que sus cuerpos no llegaban al pueblo por alguna razón. Propiamente, nadie se murió en el pueblo. Nunca. La gente de allá siempre murió fuera.

Innumerables aportes a la cultura nacional tuvieron su origen en La Cumbrera. Por ejemplo, es cosa bien documentada que habida cuenta de su clarísimo conocimiento del comportamiento de la mayoría de los materiales y las substancias; fue Parménides Teodoro quien aconsejó a una  de sus concubinas, María, el introducir la punta del meñique en el centro de  una arepa cruda para traspasarla y crear un agujero. Así, al freír ésta arepa, el aceite podría circular y la arepa se cocinaría mejor. Claro, esto trajo como consecuencia inevitable que en  lo sucesivo aquella María fuera conocida como “María la del  huequito” o simplemente “María huequito”

Ya en la tercera década de su existencia se hizo necesario importar mujeres para formar nuevas familias en La Cumbrera. A estas alturas, todas las uniones sexuales tenían visos de relación incestuosa. Así, los varones se organizaban en “partidas de caza” para asistir a fiestas populares y “sacarse” a  las muchachas de los pueblos y caseríos de alrededor. Pero pronto se convirtieron en los intrusos más odiados y temidos. Dos razones argüían las mujeres para darles mala fama: tenían éstos “una muy buena dotación para la vida” y además eran bruscos al amar. Tan lejos se llegó con esto, que se cuenta que en cierta ocasión cuando un grupo de “cumbreros” se dirigía a unas fiestas patronales en San Juan del Llano, los sanjuaneros los emboscaron en una quebrada y los conminaron a regresar por donde mismo había venido.

Y es que en La Cumbrera, cosa curiosa esta, jamás hubo armas de fuego. Jamás, en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo, se oyó un disparo. Entonces, como los sanjuaneros estaban armados de escopetas y carabinas. Los cumbreros volvieron sobre sus pasos sin chistar.

Ceferino Godoy, desde lo alto de un barranco gritó a los que iban en retirada:

 -¡Si tienen muchas ganas, cójanse entre ustedes mismos, desgraciados!

Cuando se cumplieron los cuarenta años de la fundación de La Cumbrera todo comenzó a ir más rápido. Un hombre bajaba al conuco caminando hora y media y cuando subía por la tarde haciendo el mismo recorrido, encontraba a la mujer envejecida y a los muchachos crecidos. Una mujer se iba a lavar al río llevando una criaturita de pecho y subía a La Cumbrera con la criatura caminando, de la mano.

En cuestión de unos pocos días habían pasado tan rápido los años que así, sin pensarlo mucho, las familias se echaban al monte buscando el rumbo de la ciudad  por detener aquello. Cuanto podían cargar se lo llevaban y en cada amanecer se sabía de un nuevo éxodo producido en la noche anterior.

Mi abuelo Néstor supo que no quedaba ninguna familia en el puedo porque una mañana cualquiera nadie vino a decirle quién se había largado durante la noche. Llegó a la cocina y le dijo a su mujer y a sus hijos:

-¡Mañana, ni bien amanezca, nos vamos de aquí!

Y así, llegó mi familia a esta ciudad donde nos encontramos, un día cualquiera de un año sin importancia, con el cansancio de haber vivido en un lugar donde nadie había para divertirse y ninguno había quedado por quien llorar.

CALIXTO GUITIERREZ AGUILAR


martes, 18 de mayo de 2021

Jardín caribe...

 

No saben del otoño,

que con sus gélidas brisas en tardes grises,

clava flechas de nostalgia en las almas.

Nunca  han visto la nieve,

que con sus heladas sepulta la vida,

y siembra en los corazones anhelos de fuego y calor;

ansias de hogar.

Jamás se han rendido abrasadas por el verano inclemente,

que  a gentes y animales, a hierbas y árboles,

doblega sitibundos…

¡No! ¡Las plantas del jardín mi mamá son todas tropicales!

Las matas de mi mamá, todas gritan ¡Caribe!

Y sin embargo…

O más bien por eso…

¡Cómo entiende de primaveras el jardín de mi casa!

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR





 

 

miércoles, 12 de mayo de 2021

BUCKINGHAM…

 

Marcando mentalmente los compases de “God save the Queen” en la sala de fumar que precede a las alcobas reales, Philip disfrutó de un par de cigarrillos y del consabido té de la noche.

Del cómodo sillón en el cual se encontraba arrellanado, fue surgiendo su gigantesco cuerpo de roble y se encaminó a la habitación, donde ella, cumplidos sus ritos nocturnos, ya debía estar preparada para darle las buenas noches y despedirlo.

Contrariamente a lo que esperaba, Elizabeth en ropas de dormir, permanecía sentada en un pequeño sofá frontero al tálamo real. Le bastó con mirarla para saber que sufría. Se sentó a su lado y permanecieron unos instantes en silencio. Elizabeth se inclinó hacia adelante y cubriéndose el rostro con ambas manos comenzó a llorar.

Ahora lo comprendía, Elizabeth estaba aterrada. Desde los días de la guerra no la recordaba en semejante grado de aflicción.

Sobrepuesta al llanto, se reclinó y puso su mano derecha sobre la pierna izquierda de Philip. Poco duró su restablecimiento, pues, a no mucho de ello, comenzó de nuevo a llorar desconsoladamente.

Una vez calmada, con la mirada dirigida hacia un horizonte vacío más allá de la alcoba real, musitó:

-¡Todo! Todo se vendrá abajo Philip… esa mujer lo acabará todo. Seremos la burla del mundo. El nombre de nuestra casa rodará por las calles… ¡Y todo se habrá acabado!

Ni bien terminó de decir esto, Elizabeth rompió de nuevo a llorar. Philip se conmovió en lo más hondo y la rodeó con sus largos brazos de roble y sus venosas manos de sauce. Si él pudiera evitar el desastre –pensó-

La pesada monotonía de los días que siguieron a aquel episodio fue rota de una manera abrupta por la terrible noticia que procedía de París: ¡Ha muerto La Princesa de Gales!

 

Esta noche, Philip se encuentra solo y en una habitación lejana del inmenso palacio. Fuma y trasiega, uno tras otro, grandes vasos de whisky escocés mientras canta una  y otra vez “God save the Queen”…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

 

sábado, 13 de marzo de 2021

Crónica: 1992 el año de los burros…

                                                                                                Al poeta Inti Clark Boscán, amigo de las letras y la memoria.

Si no recuerdo mal –aclaro esto porque a veces no recuerdo bien- aquel año iba yo a cumplir mis veinte y era por tanto 1992. Gobernaba al estado Falcón el partido COPEI y hallábame yo por aquellos días al servicio de un dignísimo prelado de origen neogranadino que se había asentado en Coro desde la década de 1960.

El clérigo, como la mayoría de ellos entonces, simpatizaba muy abiertamente con los copeyanos y se complacía en aquella gestión de gobierno –nefasta, por cierto- hasta el punto de disculpar las torpezas y atenuar los fracasos de quien por entonces dirigía el poder ejecutivo regional de sarao en sarao al son de un infaltable mariachi.

Así las cosas, crecían los problemas y las razones para protestar se acumulaban. Alguien, sugirió que en vista de que las vías de comunicación hacia La Sierra de Coro estaban tan deterioradas, ir y volver de la serranía a la capital estadal era un viaje que habría de hacerse a lomos de bestia.

¡Pum! Surgió la idea. ¡Haremos la marcha de los burros! ¡Los burros bajarán hasta Coro! ¡Haremos la bajada de los burros! Y así fue…

Sin afanes ocultinos se organizó la llegada de los burros serranos hasta la ciudad en un día de mayo, si no recuerdo mal, aclaro esto porque a veces no recuerdo bien.

Un editor local capitalizó la fuerza de la protesta y se puso al frente de ella. Su periódico lo elevaría después a la categoría de adalid, padre de los huérfanos y protector de las viudas, tal como se dice del Dios de Israel.

En fin,  los hijos de acémila, trotones algunos, macilentos los más, avanzaron por la avenida Manaure desde el sur y fueron poco a poco arribando a la inmediaciones de la sede regional del poder ejecutivo. Nada se hizo por contenerlos ni cerrarles el paso. Claro, tampoco se atendió el reclamo de los habitantes de la serranía falconiana y de “La bajada de los burros” no quedó sino una ingente cantidad de boñiga adornando los predios cercanos a la sede de la gobernación.  

Mientras todo esto pasaba, el prelado al cual ya hice mención, encontrábase en su casa caminando de un lugar a otro como león enjaulado presa de grande angustia. Por una orden suya no se seguían las incidencias del evento a través de la radio o de la televisión.

Como la mayoría de los miembros de mi familia por línea materna, yo era simpatizante del partido Acción Democrática, opuesto a COPEI. Pero eso era antes, cuando ser adeco no causaba vergüenza…

Entonces, he aquí que llego a la casa del sacerdote angustiado en hora cercana al mediodía. Por todo saludo inquirió:

-Calixto ¿Sabes si todavía están los burros en la gobernación?

Muy poco me tomó entrever  la ocasión de meter baza y sacar a relucir mi condición de adeco. Rápidamente respondí:

-¡Sí padre! ¡Y ahí van a seguir mientras que no haya elecciones!

Ni que decir que el cura montó en cólera. Mi madre y mi partido salieron a relucir envueltos en invectivas y denuestos que manaban de la boca del padre como de inagotable surtidor. Y mientras yo me deshacía en muchos “no se ponga así” él se enfurecía más y más, y con un rotundo “fuera de mi casa” puso fin a nuestro encuentro de aquel día.

Una vez afuera me puse a reír recordando mi atrevimiento. Me fui a una panadería de la avenida Pinto Salinas y tomé un café mientras fumaba con grave riesgo de ahogarme, pues no paraba de reír.

Aquel año, el año de los burros, fui por primera vez al territorio indígena de El Tukuko, pero eso es materia para otra crónica…

Calixto Gutiérrez Aguilar

 

viernes, 12 de febrero de 2021

ENTRE DOS AMARRAN UNO...

 

 

Al poeta José del Carmen Barroso.

El viejo empleado del telégrafo llegó a la casa de Dámaso y le extendió la escueta nota conminatoria: CASO URGENTE. PRESENTARSE EN ESTA. COMPADRE JUANCHO.

Al igual que el remitente, Dámaso era faculto en artes curativas y en deshacer ensalmos. Curaba el mal de ojo y combatía denodadamente a los espíritus malignos con oraciones y rituales recibidos en herencia de su abuelo.

Ni bien llegó a la ciudad puso rumbo a la casa del compadre cuando la siesta el viernes recién terminaba. Un conveniente baño y una ligera refección completaron las ceremonias de bienvenida.

Bien informado por el compadre Juancho esperó la llegada de “el hombre del caso” y pasaron al cuarto de los santos en cuanto éste llegó.

El angustiado paciente de aspecto demacrado y nervioso, víctima de un acoso infernal, relató desde el inicio el espantoso sufrimiento que padecía según sus cálculos desde hacía unas diez semanas.

Al principio solo fueron toques a la puerta que se sucedían a medianoche, y aunque él acudía de inmediato a los insistentes llamados, a nadie conseguía. Acechaba los toques para abrir rápidamente y nadie estaba por allí. A esto siguió el ruido de pisadas provenientes del techo y los fétidos olores sulfúricos que en la penumbra invadían toda la casa.

Sobresaltado, una noche lo despertó el horrendo maullido de un gato negro que apareció en la sala sentado y con una mueca de sonrisa.

Percibía en las tinieblas el reptar de interminables serpientes que todo lo tumbaban a su paso. Escuchaba el gruñido de fieras invisibles y, en una ocasión, el doliente balido de una cabra que estuviera como herida o moribunda.

Más recientemente era atormentado por el horroroso graznido de un ave nocturna que metía la cabeza por los respiraderos de la chimenea del fogón en la vieja casona, y hacía resonar su espeluznante eco por todas las habitaciones.

Los facultos escucharon atentamente el doliente relato  de aquel hombre que evidenciaba estar al borde del colapso nervioso. Consolaron e intentaron calmar al paciente y le ofrecieron la seguridad de una solución definitiva que llegaría la noche siguiente.

Juancho intuyó que el fenómeno volvería a suceder en la medianoche del día que precede al domingo y que sería algo intenso y rápido.

Una vez ido el paciente conferenciaron los compadres sobre la urgencia del caso. Convinieron en que era “un trabajo de trece” y que al cabo de tal número de semanas el paciente podría enloquecer definitivamente o morir de manera trágica. Dedujeron que el objetivo de la sañuda maldad era apropiarse de la casa antes que cobrar la vida de su único habitante.

Llegada la tarde del sábado, Juancho y Dámaso tomaron posada en la casa de junto al paciente a quien se cuidaron de no advertir cosa alguna. Tejieron sendas sogas de purísimo y blanco algodón mientras rezaban trisagios a la Santísima Trinidad y luego procedieron a bendecirse  el uno al otro imprecando a San Miguel Arcángel, príncipe de las milicias divinas. Y todo esto es el más absoluto secreto encerrados como estaban en la habitación que  compartirían hasta la hora de su apocalíptica aventura.

Rociaron sus improvisados cabestros con agua y sal bendita para acostarse apenas se hubo ocultado el sol. La anfitriona, previamente advertida y en extremo feliz de hospedar a tan reconocidos personajes, los llamó cuando ya faltaba poco para la medianoche…

¡Y empezó la minúscula versión del Armagedón!

Llegó el pájaro graznador, y ni bien se había posado sobre la techumbre, se dirigió a saltos –algo propio de los carroñeros- hacia los huecos de la chimenea para meter la cabeza y comenzar con los horrendos graznidos que erizaban la piel a cualquier valiente. Con ímpetu juvenil pese a sus años, Dámaso hizo gala de insospechada agilidad y trepando al techo capturó al pájaro, lo ató con su cabestro bendito y lo arrojó al suelo donde esperaba Juancho para darle inicio a una increíble azotaina.

Dámaso soltó al pajarraco y se unió a los azotes. El animal no pudo alzar el vuelo y se fue renqueando por la calle hasta perderse en la oscuridad de un callejón.

II

Cuando un enfermo no podía acudir a la casa de Don Juancho él se ofrecía por modesta suma a consultarlo a domicilio. Y así las cosas, acudió el miércoles a la casa de Julita La Tuerta para auscultar al mayor de sus hijos quien yacía en cama.

Apenas se vieron médico y paciente, el muchacho comenzó a temblar de tal manera que hacia rechinar el catre en que se encontraba de boca abajo únicamente vestido con sus calzoncillos.

El hijo de Julita mostraba marcas de azotes y su madre contaba que unos bandoleros le dieron “una cueriza” para robarlo, dejándolo tendido en un callejón cerca de la casa donde lo hallaron maltrecho  e inconsciente la mañana del domingo.

Don Juancho no pasó al cuarto y le recomendó a Juanita unos guarapos de concha de cedro y unas unturas de árnica.

¿Y no me le va a rezar? –preguntó la acongojada madre-

Juancho, solemne y con los ojos entornados caminó hacia el catre y se inclinó sobre el paciente musitándole al oído:

¡Negro pendejo! Que te sirva de escarmiento y aprendás a no andar echando vaina. Amén…

CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 8 de enero de 2021

It takes a village to raise child…

 

Recuerdo que una vez  escuché en un programa de televisión norteamericana “hace falta todo un pueblo para criar un hijo” y creo que esto debe traducir algo así como que los  padres solos no nos bastamos para hacerlo.  Y puede ser verdad que a veces los padres no seamos suficientes.

Claro, hay hijos de hijos. Mi padre, que en paz descanse, solía decir “Muchacho que no echa vaina está enfermo” y esto, por supuesto, para indicar que con los hijos nunca se sabe. Sí, eso es lo peor, nunca se sabe.

Y yo pienso en silencio todas estas cosas mientras bordeo el edificio donde tiene su sede regional el Cuerpo Técnico de Policía Judicial, guiado por un funcionario con ademanes de aburrimiento que denotan cuán acostumbrado está él a estas cosas.

Ahora recuerdo que una vez, al pasar por la avenida que está al frente, le dije a Miguel: --Espero que nunca me hagas venir aquí. A cualquier parte iría a buscarte, pero espero que no me hagas venir aquí por ti…

Miguel siempre ha sido muy inquieto, de los tres, es el que más dolores de cabeza me ha dado. Es un muchacho brillante. Con apenas veintiún años terminó la universidad Cum Laude, y como cualquier muchacho salió a celebrarlo con sus compañeros. Por cierto, algunos de ellos me vieron llegar e intentaron hacerse los invisibles. Estuvo mejor que no se me acercaran.

El problema con Miguel es que ha sido siempre muy despierto, a todo se adelanta. Por eso sus profesores no lo entienden. Nunca lo entendieron en bachillerato. Me citaron tantas veces a su colegio que un día le dije:

-¡Coño, Miguel Eduardo! Vengo tan seguido al colegio que ya van a creer que estudio aquí…

Ahora que sigo en pos de este hombre que me guía diviso por el rabillo del ojo a mi hija María Eugenia y a mi hermano Roberto con otros parientes a la sombra de unos árboles, pero, en un gesto que agradezco, no se me acercan.

Por fin, ingresamos al recinto a donde me lleva este funcionario y no sé si tengo ganas de ir al baño o ganas de vomitar. Me cuesta identificar esta sensación que es como de mareo y dolor de cabeza, zumbido y dolor de muelas, vacío del estómago y temblor de las manos. Ya sé lo que tengo: quiero llorar.

Pero el agente se detiene, rodea la camilla, levanta la sábana y yo- sintiendo que Dios me odia- alcanzo a decir:

-¡Sí, es mi hijo!

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR