jueves, 18 de junio de 2015

CUENTO CORIANO: El hojalatero



Dedicado a Ángel Domingo Jiménez, alma de este relato.

I
A ciencia cierta, nadie podía afirmar de dónde había venido. Tampoco podía asegurarse desde cuándo se había instalado en aquella casita vieja. Rodeado de unos pocos muebles y con una mugrosa cama por lecho, el hojalatero parecía sobrevivir más que vivir.
¡Tin, tin, tin! ¡Tan, tan, tan!
Grandes latas de aceite o de manteca vegetal y modestas latas de leche perdían sus formas originales y cobraban nuevas apariencias y se prestaban a nuevos usos bajo el implacable martilleo del hojalatero.
¡Tan, tan, tan! ¡Tin, tin, tin!
No había llegado todavía la revolución del plástico y el hojalatero era necesario para fabricar medidas y embudos. Todo se compraba por galones. Todo venía a granel. Detallar aceite, granos, especies y polvos, requería de echar mano a una pequeña medida metálica o a un embudo. Tales artilugios artesanales eran obra del humilde hojalatero.
No había llegado todavía la revolución del plástico…
¡Tin, tin, tin! ¡Tan, tan, tan!

II
Pero vino el plástico…
El aceite vegetal comenzó a llegarnos en presentaciones variadas: un litro, medio litro, un cuarto de litro; los granos llegaban empacados, las especies y polvos en papeletas. De a poco, embudos y medidas ya no hacían falta…
Un día, el humilde hojalatero decidió poner pies en polvorosas y tomar las de Villadiego; pero antes era menester deshacerse de la ristra de embudos que colgaban de su techo recordándole que su arte ya no era necesario.
La suave brisa de cuando en cuando mecía el curioso guindalejo que a ratos tintineaba como diciéndole: aquí estoy por si no me has visto.
Juntó lo poco que tenía en una pequeña maleta y se asombró de poseer tan pocas cosas. Pensando en ganar apenas lo justo para costearse el pasaje de vuelta a su tierra enfiló sus pasos hacia la bodega de Monchito Ruiz:
-No chico, no puedo comprártelos. Ya nadie usa esas cosas- dijo el bodeguero.
El hojalatero no insistió. Con el sonoro colgajo al hombro, nuevamente  se enrumbó a su casa pensando, pensando, pensando…

III
El hojalatero tuvo una idea. Hurgó a tientas sus bolsillos y halló en él varias monedas de cinco céntimos de bolívar. Sentado en un cajón a la puerta de su casa esperó el momento oportuno para fabricarse un cómplice inocente.
-Mirá muchachito- le dijo a un niño que pasaba.
-¿Querés comprar un “cobre” de caramelos?- y los ojos del niño se pusieron como platos al comprobar que el hojalatero le extendía una cetrina moneda.
-Pero tenés que comprarlos a que Monchito Ruiz- observó el generoso donante.
-Eso si… le preguntás primero si tiene embudos-
Asintiendo, el niño tomo el “cobre” y a toda prisa marchó a cumplir su cometido. Tras la pregunta inicial al bodeguero, compró diez caramelos por un “cobre”. Y al día siguiente, otro “cobre” y otro niño por la mañana, otro “cobre” y otro niño por la tarde. La calle ponía los niños y los bolsillos del hojalatero ponían los “cobres” que por unos días estuvieron llegando a la bodega de Monchito Ruiz preguntando por embudos y comprando caramelos.
IV
Con descuido y con cuidado -al decir de los corianos- el hojalatero pasó frente a la bodega del Señor Ruiz una tarde cualquiera. Monchito encontró providencialmente apropiada aquella ocasión:
-¡Hey!- gritó al artesano de los metales -Vení acá-
Llegado el hojalatero a la bodega, Ruiz no perdió tiempo en saludos ni conversaciones:
-¿Tenés embudos en tu casa?- preguntó
-Tal vez me queden unas tres docenas- respondió el hojalatero, mientras se rascaba tras la oreja derecha con ademán desinteresado.
-Traemelas que yo te las pago bien- aseveró el bodeguero
Y una vez acordado el precio cerraron el trato.
Hecha la transacción el hojalatero regresó a su tierra y en pocas semanas ya nadie recordaba siquiera su nombre. Nunca nadie más supo de él…
V
Al cabo de varias semanas de estar notando que nadie había vuelto a preguntar por los dichosos embudos Monchito comprendió el timo del que había sido objeto. Con el paso del tiempo la herrumbre vistió de hábito pardo los alguna vez brillantes aparatos…
Muchos años después, sentado a la puerta de su casa Monchito recordaba con un vecino amigo mejores días. Uno al lado del otro evocaban nombres de mujeres, apellidos de familias, bares extintos, calles rebautizadas. Y así, sin querer, nombraron cierta calle de la ciudad. El amigo interlocutor inquirió: -¿Vos te acordás de que por ahí vivía un hombre que era hojalatero?-
Monchito, de soslayo, como pitcher que mira a segunda base, dijo al vecino:
-¡No me hagás acordar de ese hombre, haceme el favor!-
Y no se habló más…

Calixto Gutiérrez Aguilar/Marzo de 2015