jueves, 13 de diciembre de 2018

QUIQUE…



Apenas amanece y Ella camina hacia la cocina. Parece  como si todo el peso de sus años se hubiera acumulado en sus pantuflas durante la noche anterior. A su paso, va trabajando el piso con la lentitud y paciencia de un maestro carpintero. Sonríe pensando en que tal vez de un momento a otro, alguien desde alguna de las habitaciones que aún permanecen cerradas gritará: ¡Coño! ¡Levanta los pies!
Presiente que ya él, vuelto de alguna de sus habituales correrías nocturnas, estará esperándola en la cocina puesto a la mesa. No se equivoca, allí está cuando ella enciende la luz. Por supuesto, él entrecierra los ojos para defender su vista del ataque incandescente de la bombilla. Ella, consciente de que no debe esperar respuestas de él, comienza el soliloquio de chismes, reproches y noticias con que cada mañana inician el día allí en la intimidad de la cocina, mientras se cuela el café y se decide el almuerzo.
-¡Ayer vino el muchachito ese otra vez! Para mí que está enamorado de Ángela.
- El Apamate está florecido como nunca ¿viste el suelo esterado de flores?
-Este café  no es café de verdad. Sabe raro…
-Julio César el de Ramona se va para Ecuador…
Ella enciende la radio, baja el volume. Se acerca a la mesa con su taza de café, toma asiento. Él se levanta y se dirige hacia ella y con suavidad, casi que con lujuria, se frota la  cara en las manos de ella. Ella le nota una pequeña herida cerca del ojo derecho, le agarra la cabeza con las dos manos y lo besa en ese pequeño espacio que se forma entre las dos orejas de él, luego lo interroga:
¡Quique! ¿Por qué no puedes ser solo un buen gato casero?
Pero Quique se suelta y sale al patio, donde el Apamate ha florecido como nunca antes y se puede dormir en el suelo esterado de flores.
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR
Diciembre de 2018

sábado, 1 de diciembre de 2018

NEVER…


Cuando terminaron todas las exposiciones y los argumentos el juez concedió a la audiencia tres horas de receso para deliberar.
El joven Alfredo de traje y corbata lucía mínimo, caricaturesco; las manos esposadas no le sentaban bien definitivamente. La nariz enrojecida a causa del continuo llanto de las últimas horas le acentuaba el  aspecto infantil que pese a sus veintiún años conservaba todavía.
Volvió el juez, y lo condenó a veintinueve años de cárcel no sin antes espetarle: que cada día de cada uno de los años por venir le sirvan para valorar en justa medida el daño que ha causado al desgajar tan cruelmente a una familia que lo recibió en su seno y que lo acogió  como a otro hijo. Que cada día de los años que pasará en presidio lo invierta en recordar su irresponsabilidad. Y recuerde siempre que si he usado de benevolencia con usted, ha sido a causa de la petición elevada por los padres de la víctima, a quienes usted debía venerar como a celestiales benefactores…
Don Hernán Belaunde sentado frente al televisor lloraba en silencio al conmemorar un nuevo aniversario de la muerte de su hijo. Traía a su memoria todas las dolorosas circunstancias que rodearon el caso: el día en que los muchachos se fueron a la casa de la playa, la llamada de madrugada, el velorio, la detención de Alfredo, el entierro de Hernán David, el juicio, la muerte de Carmencita…
II
-No te preocupes ahora por eso Alfredo, esta sigue siendo tu casa… ¿A dónde ibas a venir sino aquí?
Don Hernán y Alfredo se abrazaron en el umbral.
El viejo lo puso al día de lo acontecido a lo largo de los últimos diecisiete años y mientras cenaban le dijo: ¿Recuerdas que yo les contaba a ustedes que allá en la casa de “El Confín” había oro enterrado desde la época de La Independencia? ¡Pues creo que lo encontré! ¡Mañana de madrugada nos vamos!
III
Cerca de las dos de la tarde llegaron sudorosos y agotados al pie del cerro de El Confín. Buscaron la sombra de un arbusto casi sin hojas y allí bajo aquel remedo de oasis tomaron agua de sus cantimploras. El silencio atormentaba. La canícula había hecho callar aun a las cigarras. Don Hernán señaló a poca distancia un montículo de tierra recién excavada y los ojos de Alfredo se abrieron atónitos…
-¿Ya habías estado viniendo? ¿Viniste solo? ¿Quién más lo sabe?
A todo respondió Don Hernán, indicándole además que había llegado a una cierta profundidad donde se había topado con una superficie de madera que suponía la cubierta de algún baúl. Dos baúles más bien, para ser exactos. Le explicó que el hecho de que hubiera salido de la cárcel antes de la fecha que dictaba la sentencia le había venido de maravillas porque había comprendido que él solo no podría hacerse con el botín por el esfuerzo y trabajo que aquello requería.
Caminaron hasta el borde del hueco y Don Hernán se fue hasta unas piedras sin marca aparente de dónde sacó una pala. Alfredo, se apresuró y tomó la pala antes de descolgarse. Tanteó el fondo hincando la pala y se volteó a mirar a Don Hernán:
¡No encuentro nada!
Impasible, Don Hernán lo miraba desde afuera mientras sostenía con firmeza el revolver…
¡Yo nunca pude perdonarte, Alfredo! ¡Nunca!
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR
Diciembre/2018