domingo, 15 de diciembre de 2019

Noche de paz...


Aquella conversación, un tanto acalorada, mostraba indicios de estar llegando a su fin. Desde el principio mi padre dio muestras claras de que no iba a ceder; fiel a su estilo, no nos vencería en un duro enfrentamiento sino que nos haría rendir por su terquedad. Mi padre nos cansaría.
Las pocas personas que nos acompañaban, fuera de alguno que otro familiar, se encontraban en una situación verdaderamente incómoda y por ello no opinaban.
Ramón, mi hermano mayor, intentó mostrarse comprensivo:
-Papá, ella no necesita que te quedes aquí…
-¡Por supuesto! –ripostó mi padre- quedarme aquí es algo que necesito hacer yo…
Mi hermana Marianela, la única hembra, quiso hacer gala de su condición de consentida y bastante compungida se acercó a papá para abrazarlo:
-Papi… es Navidad. Vámonos…
Mi papá se soltó suavemente de sus brazos y tomándola de la barbilla le dijo:
-¡Justo por eso, porque es Navidad me quedo con ella!
Correctamente trajeado, un empleado nos advirtió:
-¡Deben decidirse! Son casi las diez de la noche. Aquí solo quedará un vigilante, y eso en las áreas exteriores. Creo que ustedes entienden…
Mi padre hizo caso omiso de todos y caminó de nuevo hacia el fondo de la sala para ocupar su lugar muy cerca del ataúd. Yo hice señas a mi mujer y a mi hijo para que se fueran y me senté junto a papá…
Y por enésima vez me preguntó:
-¿Yo te conté como conocí a tu mamá?
Y entonces lloramos como nunca antes lo habíamos hecho…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

martes, 10 de diciembre de 2019

Epilepsia...

Al poeta César Seco
Me sucede como a los viejos marineros:
adivino en el horizonte la tormenta.
Me aterro, transpiro, me apuro.
Tengo la agitación de un viejo barco:
Todo en mí es arriar de velas y rugir de jarcias.
Todo en mí es grito de espantada tripulación.
Tengo miedo a mi tormenta…

Vivo con una tormenta dentro de mí.
Llevo conmigo una furia de tifón,
me azota una tempestad particular, mía.

Apuro el paso por la calle, advierto la tormenta en mi horizonte interno.
Tengo el tiempo justo para entrar a casa.
Sucumbo…
Oigo o escucho o recuerdo: convulsión, dolor,
graznido, lengua, ataque… ¡Dios mío!
Me poseyó la tormenta…

Me eleva con su fuerza ciclónica:
Miro desde arriba que estoy allá abajo, vuelo en la tormenta…
Cual cetáceo gigante  me engulle la tormenta, soy Jonás.
Desde el vientre oscuro de esta fuerza miro hacia arriba y estoy allá.

Soy hoja frágil en medio del huracán.
Soy también pesado lastre.
El viento no puede conmigo mientras sucede la tormenta.

Y la tormenta pasa, al fin pasa.
Como la tierra, tardo días en recuperarme,
Como la tierra, he quedado herido.
Entonces intento la alabanza,
me niego al reproche y a la invectiva,
y oigo o escucho o recuerdo:
“Elí, Elí…¿Lamá sabactaní?”

Muchos días después, tecleo frente al ordenador:
cauteloso me levanto, busco la cama, transpiro, me aterro;
un ángel compasivo me acompaña, se conduele…
Me sucede como a los viejos marineros: adivino en el horizonte una nueva tormenta…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.


martes, 3 de diciembre de 2019

El señor Peraltica y el gobernador…


Contra sus modos habituales José Joaquín Segundo Peralta abrió abruptamente la pesada puerta de caoba y acero que daba al despacho del gobernador. Treinta  y nueve años de estar al servicio del ejecutivo regional creía que le daban el derecho de  entrar sin aviso.
Tal como lo había previsto en las noches de largas cavilaciones previas a este día, ahí estaba el primer mandatario regional sonriente y bien peinado tras el escritorio entre las banderas del estado y la nación, cruzado el pecho por banda bicolor que al flanco derecho le remataba en un curioso y hasta ridículo adorno redondo.
-¡No se moleste señor gobernador, quédese donde está y escúcheme! –dijo José Joaquín Segundo en un tono casi insolente que desdecía de su natural silencioso y obediente.
-¡Mi padre que en gloría esté –comenzó su muy ensayada perorata- se llamaba José Joaquín y es en razón de ello que llevo su nombre señalado además como Segundo!
Casi sin tomar aire, prosiguió con pose afectada manteniendo la mano izquierda sobre la hebilla del cinturón y elevando el índice de la mano derecha:
¡Cuarenta y tres años, que se dice fácil, cuarenta y tres años sirvió mi padre al estado en estos mismos despachos y desde que la gobernación funcionaba en el antiguo convento del centro! ¡Jamás gobernador alguno tuvo cosa que reprocharle! ¡Jamás cosa alguna tuvo mi padre que sentir  de aquellos a los cuales sirvió! ¡Sí, señor gobernador! 
¡Mi padre y yo descendemos de esos Peralta cuyos nombres aparecen inscritos en el Arco de la Federación, y yo, por el lado de mi madre desciendo de otros tantos hombres de armas y letras que no tengo por qué mencionar delante de usted, pues no es la idea que yo le reproche la ausencia de próceres y notables en su linaje!
Tal como lo había previsto Peralta, el gobernador no respondía, antes bien se mostraba con la mirada fija:
-¡Mire señor gobernador! ¿O debía decir más bien señor gobernado? ¿Se piensa usted que nadie sabe que aquí quien manda es su mujer? ¡No, ingeniero, no es un secreto!
Calibrando la gravedad de lo que acababa de afirmar, Peralta intentó sosegarse y morigerar el tono pero no el discurso:
-¡Me saca de quicio señor, que usted y su esposa, que usted y su séquito me llamen “Peraltica” así a secas, como si ése fuera mi apelativo y como si no fuera yo licenciado! ¿Qué se han creído ustedes? ¿Cómo es posible que hasta su hija adolescente se atreva a preguntarme alguna vez: ¿Cómo amaneció señor Peraltica? ¡Seguro es por mi estatura! 
¡Pero sepa usted que esa no es razón para el uso de tan odioso diminutivo! ¿Ha oído usted decir alguna vez “Napoleoncito” o “Bonapartita”?
De nuevo, la emoción se apoderó de José Joaquín  y con rencor preguntó:
-¿Cómo iban a llamarme si mi apellido fuera Cabezas? ¿Cabecita? ¿Cabecita de qué señor gobernador? ¿Cabecita de queeé?  –y esto último lo dijo colocando el dedo casi en la nariz del magistrado regional.

No había terminado la frase cuando la pesada puerta del despacho se abrió y un sonriente gobernador escoltado por su secretaria y un guardaespaldas entraba a la oficina y preguntaba extrañado:
-¿Y eso Peraltica? ¿Ahora habla usted con mi retrato?

Sangre y vergüenza subieron de golpe al rostro de José Joaquín Segundo Peralta quien  hecho un manojo de nervios musitó mientras salía:
-¡Usted disculpe señor gobernador, no pasará de nuevo!

Pero eso sí, la próxima sería  real. La próxima vez sí le diría al gobernador cuanto sentía. No permitiría José Joaquín Segundo que con éste, sumaran ocho los gobernadores a quienes no había dicho nada…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR.