miércoles, 8 de julio de 2015

Cuento triste…




I
Rodeando la mesa de la cocina sorbían el café de sus pocillos las tres mujeres mientras hablaban con voces casi apagadas conteniendo las lágrimas y el miedo. La comadre, invitada por sí misma rompió el prolongado silencio en el que tras muchas conclusiones habían caído:

 -Te lo van a matar comadre, te lo van a matar. No será hoy o mañana, pero te lo van a matar…

Ella lo sabía, al fin y al cabo las madres siempre saben de esas cosas. Con un sorbo de café se tragó también el nudo de la garganta y miró a la joven nuera embarazada que desde hacía un par de años vivía con ella.
Una criaturita que se desperezaba llegó a la cocina solicitando atenciones y así puso fin a la reunión…

II
-¡Hay una mala atmosfera. Alguna vaina mala va a pasar!- rezongó la vieja regordeta sentada en el porche de la casa. La hija, santiguándose ripostó: ¡María Purísima! No digas eso mamá que me da miedo.

-No seas pendeja mijita. Todo te da miedo- repuso la doña mientras bebía su café y miraba hacia el camino que une a su casa con la carretera.

-Anoche andaban tres hombres que no son de por aquí. Uno me preguntó que si sabía dónde vendían cigarros. Yo le dije que fueran para que Juanita… Me parecieron raros- dijo la hija.

-¿Viste? No son vainas mías. Algo malo va a pasar  -insistió la vieja-

III
-Bueno, yo lo único que supe fue que se metieron tres tipos en su casa, le cayeron a coñazos y se lo llevaron- dijo el señor de la bodega detrás del mostrador.

-Parece que hasta desnudo se lo llevaron- opinó un paisano. -¡No, el hermano le tiró un pantalón para que se lo pusiera- aclaró una señora.

-Ese muchacho hace tiempo que andaba buscándose una mala hora- sentenció el señor de la bodega.

-Por ahí aparecerá muerto, no les extrañe- afirmó con aire resignado el mismo paisano. –¡Ya verán!-


Y cayó la tarde y vino la noche, y en una humilde vivienda llena de gente y de miedo, de lástima y resignación; una mujer lloraba a gritos la pérdida del hijo que ya estaba perdido antes de morir, mientras en otra casa una vecina decía a su hija:

-Te lo dije esta mañana: una vaina mala iba a pasar-


CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR
(Inspirado en un hecho noticioso de marzo de 2015)


jueves, 18 de junio de 2015

CUENTO CORIANO: El hojalatero



Dedicado a Ángel Domingo Jiménez, alma de este relato.

I
A ciencia cierta, nadie podía afirmar de dónde había venido. Tampoco podía asegurarse desde cuándo se había instalado en aquella casita vieja. Rodeado de unos pocos muebles y con una mugrosa cama por lecho, el hojalatero parecía sobrevivir más que vivir.
¡Tin, tin, tin! ¡Tan, tan, tan!
Grandes latas de aceite o de manteca vegetal y modestas latas de leche perdían sus formas originales y cobraban nuevas apariencias y se prestaban a nuevos usos bajo el implacable martilleo del hojalatero.
¡Tan, tan, tan! ¡Tin, tin, tin!
No había llegado todavía la revolución del plástico y el hojalatero era necesario para fabricar medidas y embudos. Todo se compraba por galones. Todo venía a granel. Detallar aceite, granos, especies y polvos, requería de echar mano a una pequeña medida metálica o a un embudo. Tales artilugios artesanales eran obra del humilde hojalatero.
No había llegado todavía la revolución del plástico…
¡Tin, tin, tin! ¡Tan, tan, tan!

II
Pero vino el plástico…
El aceite vegetal comenzó a llegarnos en presentaciones variadas: un litro, medio litro, un cuarto de litro; los granos llegaban empacados, las especies y polvos en papeletas. De a poco, embudos y medidas ya no hacían falta…
Un día, el humilde hojalatero decidió poner pies en polvorosas y tomar las de Villadiego; pero antes era menester deshacerse de la ristra de embudos que colgaban de su techo recordándole que su arte ya no era necesario.
La suave brisa de cuando en cuando mecía el curioso guindalejo que a ratos tintineaba como diciéndole: aquí estoy por si no me has visto.
Juntó lo poco que tenía en una pequeña maleta y se asombró de poseer tan pocas cosas. Pensando en ganar apenas lo justo para costearse el pasaje de vuelta a su tierra enfiló sus pasos hacia la bodega de Monchito Ruiz:
-No chico, no puedo comprártelos. Ya nadie usa esas cosas- dijo el bodeguero.
El hojalatero no insistió. Con el sonoro colgajo al hombro, nuevamente  se enrumbó a su casa pensando, pensando, pensando…

III
El hojalatero tuvo una idea. Hurgó a tientas sus bolsillos y halló en él varias monedas de cinco céntimos de bolívar. Sentado en un cajón a la puerta de su casa esperó el momento oportuno para fabricarse un cómplice inocente.
-Mirá muchachito- le dijo a un niño que pasaba.
-¿Querés comprar un “cobre” de caramelos?- y los ojos del niño se pusieron como platos al comprobar que el hojalatero le extendía una cetrina moneda.
-Pero tenés que comprarlos a que Monchito Ruiz- observó el generoso donante.
-Eso si… le preguntás primero si tiene embudos-
Asintiendo, el niño tomo el “cobre” y a toda prisa marchó a cumplir su cometido. Tras la pregunta inicial al bodeguero, compró diez caramelos por un “cobre”. Y al día siguiente, otro “cobre” y otro niño por la mañana, otro “cobre” y otro niño por la tarde. La calle ponía los niños y los bolsillos del hojalatero ponían los “cobres” que por unos días estuvieron llegando a la bodega de Monchito Ruiz preguntando por embudos y comprando caramelos.
IV
Con descuido y con cuidado -al decir de los corianos- el hojalatero pasó frente a la bodega del Señor Ruiz una tarde cualquiera. Monchito encontró providencialmente apropiada aquella ocasión:
-¡Hey!- gritó al artesano de los metales -Vení acá-
Llegado el hojalatero a la bodega, Ruiz no perdió tiempo en saludos ni conversaciones:
-¿Tenés embudos en tu casa?- preguntó
-Tal vez me queden unas tres docenas- respondió el hojalatero, mientras se rascaba tras la oreja derecha con ademán desinteresado.
-Traemelas que yo te las pago bien- aseveró el bodeguero
Y una vez acordado el precio cerraron el trato.
Hecha la transacción el hojalatero regresó a su tierra y en pocas semanas ya nadie recordaba siquiera su nombre. Nunca nadie más supo de él…
V
Al cabo de varias semanas de estar notando que nadie había vuelto a preguntar por los dichosos embudos Monchito comprendió el timo del que había sido objeto. Con el paso del tiempo la herrumbre vistió de hábito pardo los alguna vez brillantes aparatos…
Muchos años después, sentado a la puerta de su casa Monchito recordaba con un vecino amigo mejores días. Uno al lado del otro evocaban nombres de mujeres, apellidos de familias, bares extintos, calles rebautizadas. Y así, sin querer, nombraron cierta calle de la ciudad. El amigo interlocutor inquirió: -¿Vos te acordás de que por ahí vivía un hombre que era hojalatero?-
Monchito, de soslayo, como pitcher que mira a segunda base, dijo al vecino:
-¡No me hagás acordar de ese hombre, haceme el favor!-
Y no se habló más…

Calixto Gutiérrez Aguilar/Marzo de 2015