jueves, 30 de abril de 2020

EL TÍO LUIS FILIBERTO…


Cuando mi tío Luis Filiberto hubo completado el tercero de los años del bachillerato murió mi abuelo. Mi tío, dado que era el mayor de los hijos, tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a “levantar” a sus tres hermanos. Afortunadamente, el tío había sido un joven muy aplicado y era dueño de una amplísima cultura general derivada de sus muchas lecturas. Además, poseía una envidiable caligrafía y conocía al dedillo las normas ortográficas; por lo que no le fue difícil ocupar la vacante que debido a su muerte había dejado el abuelo como secretario del tribunal municipal de primera instancia.
Entrado en la cuarentena de años, al tío Luis Filiberto se le dio por escribir cuentos. Un editor local los publicaba semanalmente en su diario y así el novel autor muy pronto gozó de cierta fama en su patria chica. A punto de cumplir cincuenta vio luz la primera de sus cuatro novelas por empeño del mismo editor local. El tío, sin embargo, no dejaba de escribir cuentos.
Mi tía Expedita, su mujer, era el contrapeso ideal para aquel hombre inclinado al encierro y enemigo acérrimo de las multitudes. Con todo, la tía lo impelía a participar en concursos literarios y a publicar en otras latitudes sirviéndose del correo tal y como se estilaba entonces.
A lo largo de su vida, el tío resultó ganador de varios certámenes literarios y con mil un pretexto se excusaba de no retirar personalmente los premios a los cuales se hacía acreedor.
-¡No me gusta oír sandeces! Me basta con escribirlas… -decía-
Pero sucedió que en ocasión de su cumpleaños número setenta le fue concedido el premio regional de literatura y se lo denominó “máximo exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del estado”
Y aunque algunos intuimos rápidamente que no asistiría a la investidura, nada pudo prepararnos para su reacción violenta y su rechazo a rajatabla de la mencionada distinción.
-¡Me han pasmado! ¡Me han castrado con mi propio cuchillo! ¡No podré seguir escribiendo lo que me dé la perra gana! -decía furibundo cuando llegué a su casa.
-¡Pero tío! –intervine lleno de miedo- ¡Acepte por favor!
-¡No!¡No! y ¡No! –gritó mientras caminaba hacia mí- ¡Esos homenajes no honran, apresan! ¡No voy a escribir más si lo recibo!
¿Tendré después el derecho a un cuento malo? ¡Noooooooo! Porque luego dirán: ¿Y a este fue a quien le dieron el premio regional de literatura? ¡Nunca necesité vender un libro para comer! ¡Escribo porque quiero y escribo lo que quiero y no tiene por qué gustarle a nadie!
El viejo ya jadeaba de la rabia y yo en un movimiento atrevido intenté una maniobra conciliadora:
¡Pero tío! –dije por lo bajo y en tono casi suplicante- ¡Si usted ya ha recibido premios en varios concursos! ¡No sé cuántos!
¡Concursos! ¡Tú lo dijiste! –gritó- ¡Me los gané, carajo! ¡Me los gané! ¡Y esto es otra cosa!
Se dirigió hasta su cuarto y al poco yo lo seguí. Lo conseguí apoltronado frente a su cama con un vasito de aguardiente en la mano derecha dando muestras de estar calmándose.
Por supuesto, no iba a ser yo quien iniciara un nuevo diálogo si éste se producía, por lo que tomé asiento en una butaca que estaba cerca y decidí estarme quieto y en silencio.
-¡A los escritores y a los artistas no se los debe honrar en vida, hay que esperar a que dejen de producir! –murmuró y bebió- ¡Para nosotros son mejores los homenajes póstumos!
Notando mi desconcierto y suponiendo que yo ya estaba decidido a no preguntar nada, se levantó para ir al baño. Antes de cerrar la puerta me miró y me dijo:
¡Nadie puede cagarla después de muerto!

Y aquí estoy yo, en este caluroso viernes a las once la mañana, recibiendo en representación de mi agradecido tío, “máximo exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del estado” el irrenunciable premio regional de literatura en su única categoría…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


lunes, 27 de abril de 2020

De tocayos y dichos…



Habría sido mejor distinguir entre dos tocayos usando el apellido de cada uno pero en mi pueblo las cosas no se hacían así. Siempre que hubo dos o tres hombres con igual nombre se apelaba al nombre o al apodo de la mamá para discriminarlos. Eso tal vez siguiendo el principio de que como decía Misia Carmelina “el hijo es de la madre”
Así, de los dos “Luis” que yo recuerdo, uno, era Luis el de Petra, y el otro, Luis el de Ramona. Con los “Juan” sucedía que uno era Juan el de Crisanta y el otro era Juan el de Natividad. Manuel el de Esmeralda tenía un tocayo en Manuel el de Jacinta.
Los “José” representaban un problema mayor porque este nombre es tan común que siempre hubo muchos con este apelativo. Pero en mi pueblo lo resolvimos del modo que ya he venido contando.
Ahora bien, si un hombre llamado Pedro tenía un hijo y le heredaba el nombre, el hijo pasaba a llamarse automáticamente “Pedrito” y de nuevo el nombre de su mamá servía para distinguirlo de algún otro en la misma situación.
Cuando pasó lo que pasó yo no había nacido. Y por esa época había dos “Pedrito” en el pueblo: uno, el de Marcelina, y otro, el de María Dolores.  A ésta última, por si no le hubiesen faltado achaques a lo largo de una existencia penosa, había que sumarle el carácter tarambana de su “Pedrito” cuya mejor descripción parecía hallarse en el corrido de Juan Charrasqueado: borracho, parrandero y jugador…
Pero Pedrito el de Marcelina era un hombre a carta cabal. Ninguno más responsable y trabajador, ninguno más pulcramente vestido y ninguno otro con mejores modales; no digo en mi pueblo solamente sino en varias leguas alrededor. Ya en edad de amores y pensando en “sentar cabeza” se puso de novio con Mercedes, la nieta de un viejo español que había sido un próspero comerciante de víveres, agricultor y criador de numerosos rebaños caprinos. Mercedes, dicen, era preciosa “si hasta se parecía a la estampa de Santa Cecilia” –afirmaba Misia Carmelina-
Decían también de Mercedes que era un tanto casquivana y que por ende el compromiso con Pedrito el de Marcelina trajo no poco contento a su ya preocupada familia. Ni bien el muchacho se acercó a la casa dejó claras sus intenciones de matrimonio. Un par de meses después formalizaron el compromiso con el consabido “cruce de aros” que por entonces se estilaba. La boda se realizaría el siguiente 22 de noviembre o en fecha muy cercana aprovechando que vendría el párroco para nuestra fiesta patronal.
Por el pueblo a mediados de octubre no se hablaba de otra cosa que de la boda en cuestión, y no faltó quien sugiriese que tal vez, Pedrito el de Marcelina debía pensárselo mejor porque Mercedes podría haber vuelto a las andadas. Pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
El día en que comenzó la novena a Santa Cecilia se armó el revuelo en casa de Mercedes cuando se supo que estaba esperando un hijo de Pedrito -como tímidamente había respondido la muchacha al ser interrogada por su padre-
-¡Bueno! ¡No será la primera ni la última que se case preñada del novio! –admitió el ofendido suegro.
-No papá, es de Pedrito el de María Dolores –admitió la joven embarazada.
Por supuesto que aquello tuvo para ambas familias la magnitud de una vergonzosa desgracia. La tan comentada boda fue suspendida.
Y así, Pedrito el de Marcelina parado a la puerta de su casa vio como el carro de la familia de Mercedes se estacionaba frente a la Jefatura Civil aquel viernes 21 de noviembre –vísperas de Santa Cecilia-  como a las diez de la mañana, a cuyas puertas esperaba el otro Pedrito un tanto descompuesto por la juerga de la noche anterior.
Pedrito el de Marcelina entró a su casa y halló a su madre en el patio. Se sentó junto a ella con el rostro demudado por la cólera que lo consumía. Marcelina no se atrevió a preguntarle nada, pero el sólo rompió el mutismo en que se hallaba desde hacía varios días:
-¡Hay que ver que es verdad lo que dicen! ¡Al marrano ciego le guarda Dios la mejor mierda!

Podría haber hecho un gran escándalo, pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR






miércoles, 22 de abril de 2020

IN ILLO TEMPORE…


La feliz iniciativa del señor cura de la catedral por fin se había cristalizado en un colegio. Luego, el señor obispo destinó la nueva institución al cuidado de una congregación religiosa que lo atendiera y un pequeño rebaño de sacerdotes educadores llegó a la ciudad. Corría la década de 1950 y había entonces otra manera de hacer las cosas en el ámbito educativo. Por ejemplo, la memorización era fundamental. Eran los tiempos del “caletre”
Un cierto sacerdote de origen alemán se ocupaba de las clases de biología, y en el colegio, inicialmente para varones, “juambimbas” y “patiquines” hacían los primeros experimentos de igualdad democrática, aunque posiblemente “la palmeta” no se distribuyese entre los infractores con el mismo criterio.
Pero es el caso de que el consabido cura profesor de biología era como ninguno otro un defensor del caletre partiendo tal vez de aquel principio de que “si no lo recuerdas, no lo sabes”
Los exámenes orales eran particularmente rigurosos en aquel entonces, pero –nunca falta un pero- el padre que daba biología tenía además de su origen teutón otra interesante particularidad: era sordo, casi tan sordo como un tapia.
Habiendo llegado al tema de la clasificación de los insectos anticipó el consabido sacerdote un examen oral para la siguiente clase. El examen, consistiría en nombrar uno a uno los tipos de insectos según su clasificación. Los alumnos temblaban pues el padre además de alemán, profesor y sordo, era en extremo irascible y por ende intolerante con los alumnos negligentes.
Y llegó el día del examen. Por los pasillos del colegio, los angustiados alumnos hacían sus repasos de última hora. En algunos rostros el terror era evidente. De aquella veintena de adolescentes solamente uno se mostraba confiado. Este alumno era un vivaracho –nunca falta un vivaracho- que muy poco se había ocupado de los tales órdenes en que se clasifican los insectos. No había dudas, algo tramaba.
Entre los pupilos se escuchaba el murmullo de la clasificación de los insectos repetido casi como un rezo: odonatos, ortópteros, isópteros, hemípteros, lepidópteros, dípteros, himenópteros y coleópteros… y cómo no, alguno hubo que entró a la modesta capilla para repasar a los pies del “padre y maestro de la juventud”
Sonó el timbre que señalaba el fin del receso y los muchachos volvieron al aula para el examen de biología que ya dije en qué consistía. El padre alemán, demudado el rostro, gritaba como un loco cada vez que un alumno fallaba al no recordar el orden de la clasificación o al olvidarse de alguna de las categorías. La cólera del profesor no ayudaba a los alumnos que faltaban por pasar a escrutinio y solo el vivaracho se mantenía incólume.
A su turno, se puso en pie, el padre ya respiraba agitado previendo un nuevo fracaso, el alumno dijo en voz fuerte y clara:
-¡Odonatos!
Y levantó su mano derecha a la altura del rostro mientras extendía el meñique en ademán de contar. Acto seguido, extendió el anular y bajando un poco la voz murmuró:
-¡Coleópteros!
Poniendo énfasis en las dos últimas sílabas de la palabra. Luego extendió el dedo medio y repitió:
-¡Coleópteros!
Mientras de nuevo murmuraba al inicio de la palabra y subía el tono de voz en las dos últimas sílabas.
Y así, ante sus asombrados compañeros y su engañado profesor completó siete de las ocho categorías. Cuando iba a sentarse el padre le espetó.
-¡Falta una categoría!
Y con el mayor descaro se puso en pie y dijo a voz en cuello:
-¡Coleópteros!
Entonces el padre entre orgulloso y aliviado se levantó de su asiento aplaudiendo y voceando:
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

Eran los tiempos del caletre y en aquel tiempo las cosas se hacían de otra manera…

CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR