domingo, 23 de junio de 2019

CHAUFFEUR


En memoria de Fay Bravo, quien alguna vez fue chofer de ambulancia.
Cuidadosamente desenrolló el papelito y leyó las instrucciones. Memorizó cada palabra y sacó cuenta en su mente de los horarios y las fechas. El traslado sería la noche siguiente en punto de las nueve. Para ese día tendría guardia y a nadie extrañaría su presencia en el hospital.
Llegado el momento recibió su turno y fue impuesto de las novedades: no había de qué preocuparse para esta noche. Sin embargo, y pese a las consoladoras expectativas del jefe de obreros, él se encontraba agitado. No tenía miedo propiamente, diríase más bien que se hallaba en estado de exaltación. Tanto, que por primera vez había llevado el revólver al hospital. Pensó: los que estamos metidos en esto debemos estar siempre preparados por si algo sale mal, por si acaso una vaina…
Cerca de la hora convenida salió al frente del hospital y vino a sentarse en la acera por la esquina oeste. Alternativa pero pausadamente miraba hacia la Ermita de San Nicolás y hacia el Palacio Mármol. Encendió un cigarrillo y palpó el empaque constatando con asombro que desde las primeras horas de la tarde cuando lo adquirió, casi lo había fumado todo.
¿Cómo iban a hacer para traer al muchacho? ¿Cuál era la señal? Por un momento dudó si se trataba del mismo joven, pues era de dominio público que su padre lo había llevado por Líbano e Inglaterra para enfriarlo un poco y que allá lo había dejado. La idea de que todo aquello fuera una trampa lo hizo levantarse de la acera. Un carro con dos agentes de la DIGEPOL pasó lentamente frente al hospital. El chofer saludó con desgano…
Faltando diez minutos para las nueve fue hasta el garaje y comenzó a revisar los fluidos y a chequear otras tonterías de la ambulancia. Él era el chofer y tal acción de seguro no levantaría sospechas. Los minutos se hacían pesados y parecían haber triplicado la cantidad de segundos que originalmente contenían. Cuando al fin faltaron cinco para las nueve encendió el motor, se acomodó en su lugar y sacó el arma que mediante un apropiado artilugio llevaba ajustada a la pantorrilla izquierda, la sostuvo un segundo y luego decidió ocultarla bajo el asiento.
Una acuciante ansiedad le enardecía los deseos de fumar pero sabía que ya no había tiempo porque la aventura de aquella noche había comenzado.
Sintió como las puertas traseras de la ambulancia se abrían de par en par y escuchó los ajustes con que la camilla era asegurada al piso justo en el espacio central. Una vez cerradas las puertas salió del hospital siguiendo la calle Falcón en dirección Este para luego buscar al Sur el rumbo de La Sierra. No fue requisado en la alcabala de Caujarao y varios kilómetros más adelante abandonó la carretera por un estrecho camino de tierra. Se detuvo y apagó las luces y el motor.
En poco se vio rodeado de algunas sombras que avanzaban hacia él y rodeaban la ambulancia. Tras unos minutos sintió movimiento en la parte posterior del vehículo y el inconfundible sonido de dos puertas que  se abrían. A una señal le permitieron bajar y lo primero que hizo fue encender un cigarrillo. El que había sido trasladado fue recibido con evidentes muestras de alegría. Hubo muchos abrazos y buenos augurios, ofertas de cigarrillo, breves reportes de las últimas acciones, propuestas de combate y festejo. El que comandaba pidió que dejaran que el joven recién trasladado se vistiera con el nuevo uniforme. Con las escasas luces que había, el chofer constató que de verdad aquel era un muchacho apenas.
Se dio la orden de partir enseguida y todos formaron una columna. Antes de partir, el comandante se acercó al chofer:
-¡Gracias, compañero!
El chofer se limitó a asentir. De entre la columna se desprendió el que recién había sido trasladado y extendiendo la mano dijo al chofer:
-Muchas gracias. Mucho gusto, soy Chema…
Y la columna se perdió en la noche de La Sierra coriana, en la noche la historia…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR
JUNIO 2019