La feliz iniciativa del señor cura de la catedral por
fin se había cristalizado en un colegio. Luego, el señor obispo destinó la
nueva institución al cuidado de una congregación religiosa que lo atendiera y
un pequeño rebaño de sacerdotes educadores llegó a la ciudad. Corría la década
de 1950 y había entonces otra manera de hacer las cosas en el ámbito educativo.
Por ejemplo, la memorización era fundamental. Eran los tiempos del “caletre”
Un cierto sacerdote de origen alemán se ocupaba de las
clases de biología, y en el colegio, inicialmente para varones, “juambimbas” y
“patiquines” hacían los primeros experimentos de igualdad democrática, aunque
posiblemente “la palmeta” no se distribuyese entre los infractores con el mismo
criterio.
Pero es el caso de que el consabido cura profesor de
biología era como ninguno otro un defensor del caletre partiendo tal vez de
aquel principio de que “si no lo recuerdas, no lo sabes”
Los exámenes orales eran particularmente rigurosos en
aquel entonces, pero –nunca falta un pero- el padre que daba biología tenía
además de su origen teutón otra interesante particularidad: era sordo, casi tan
sordo como un tapia.
Habiendo llegado al tema de la clasificación de los
insectos anticipó el consabido sacerdote un examen oral para la siguiente
clase. El examen, consistiría en nombrar uno a uno los tipos de insectos según
su clasificación. Los alumnos temblaban pues el padre además de alemán, profesor
y sordo, era en extremo irascible y por ende intolerante con los alumnos
negligentes.
Y llegó el día del examen. Por los pasillos del
colegio, los angustiados alumnos hacían sus repasos de última hora. En algunos
rostros el terror era evidente. De aquella veintena de adolescentes solamente uno
se mostraba confiado. Este alumno era un vivaracho –nunca falta un vivaracho-
que muy poco se había ocupado de los tales órdenes en que se clasifican los
insectos. No había dudas, algo tramaba.
Entre los pupilos se escuchaba el murmullo de la
clasificación de los insectos repetido casi como un rezo: odonatos, ortópteros,
isópteros, hemípteros, lepidópteros, dípteros, himenópteros y coleópteros… y
cómo no, alguno hubo que entró a la modesta capilla para repasar a los pies del
“padre y maestro de la juventud”
Sonó el timbre que señalaba el fin del receso y los
muchachos volvieron al aula para el examen de biología que ya dije en qué
consistía. El padre alemán, demudado el rostro, gritaba como un loco cada vez
que un alumno fallaba al no recordar el orden de la clasificación o al
olvidarse de alguna de las categorías. La cólera del profesor no ayudaba a los
alumnos que faltaban por pasar a escrutinio y solo el vivaracho se mantenía
incólume.
A su turno, se puso en pie, el padre ya respiraba
agitado previendo un nuevo fracaso, el alumno dijo en voz fuerte y clara:
-¡Odonatos!
Y levantó su mano derecha a la altura del rostro
mientras extendía el meñique en ademán de contar. Acto seguido, extendió el
anular y bajando un poco la voz murmuró:
-¡Coleópteros!
Poniendo énfasis en las dos últimas sílabas de la
palabra. Luego extendió el dedo medio y repitió:
-¡Coleópteros!
Mientras de nuevo murmuraba al inicio de la palabra y
subía el tono de voz en las dos últimas sílabas.
Y así, ante sus asombrados compañeros y su engañado
profesor completó siete de las ocho categorías. Cuando iba a sentarse el padre
le espetó.
-¡Falta una categoría!
Y con el mayor descaro se puso en pie y dijo a voz en
cuello:
-¡Coleópteros!
Entonces el padre entre orgulloso y aliviado se
levantó de su asiento aplaudiendo y voceando:
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!
Eran los tiempos del caletre y en aquel tiempo las
cosas se hacían de otra manera…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR
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