domingo, 11 de octubre de 2020

El coronel Abundio Salvador, jefe civil de La Reforma.

 

Hasta aquel fatídico día en que fue encontrado muerto sobre su escritorio, el coronel Abundio Salvador   había sido el jefe civil de  La Reforma. Pero el coronel no era sino de esos coroneles de retaguardia ascendidos a tal rango a fuerza de contribuir con hombres y vituallas a la revolución en boga o al gobierno de turno según dictara la propia conveniencia.

Luego vino el sacramento que lo hizo compadre del gobernador o presidente de estado, como por entonces se decía, y el compadre  lo hizo jefe civil.

Así pues, el coronel Abundio Salvador por obra de su cartera y de su bragueta impuso su inobjetable autoridad por aquellos cantones. Doquiera que usted posase sus ojos al salir de La Reforma encontraba posesiones del jefe civil. Mejor dicho, en cosa de una década, la primera de su mandato, el coronel se había hecho con haciendas y conucos, potreros y pastizales de tal manera, que el pueblo entero vino a quedar en los predios del coronel Abundio Salvador.

Y es que en materia de terrenos decía: “Si yo lo quiero, ya es mío” fórmula similar a la que aplicaba referida a las mujeres “Yo a la que le pongo el ojo, me la cojo”

Cobraba impuestos en metálico o en especies según le dictara el apetito en cada ocasión. Se cobraba con tierras o cosechas según los sentimientos que le engendrase aquel que compareciese ante él. Inauguró la iglesia, la escuela, la casa del médico y nueve buenos calabozos a los cuáles nunca faltaron inquilinos. Sorteó cinco gobiernos distintos, y si no envejeció en el cargo, fue por aquello que ya sabemos: lo encontraron muerto (asesinado, la verdad sea dicha) la mañana de un lunes cualquiera.

Claro, tampoco es que aquel haya sido “un lunes cualquiera” porque también ese día  murió el maestro Sixto. El maestro Sixto  “Sixtico” para los amigos cercanos, algunos muy cercanos, cercanísimos, íntimos más bien; rindió su alma al creador de todas las cosas a consecuencia de un infarto que dizque estuvo provocado por la traición de un ahijado suyo que de la noche a la mañana dejó la casa cargando con una botija en la cual Sixto atesoraba áureas monedas de tiempos idos.

Habiendo corrido todos a la casa de Sixtico, perdón, del maestro Sixto, nadie admitió después haber escuchado siquiera rumor de los dos tiros que acabaron con la vida del coronel Abundio Salvador. Y esto que el suceso debió ocurrir a eso de las ocho de la mañana cuando todos o la mayoría se encuentran en la plaza, yendo a la escuela o barriendo sus tramos de acera al frente de la casa.

A los pocos días tres detectives llegaron a La Reforma y no dejaron piedra sin voltear en aras de establecer la verdad del suceso, pues desde la capital del estado, clamaba justicia el gobernador por el vil asesinato de tan eximio varón, dechado de virtudes cívicas y cuidado ejemplo del ejercicio de autoridad.

A fin de cuentas no se llegó a nada. Se estableció –eso sí- la certeza de veintisiete hijos en bastardía y se mencionaron otros cuatro individuos que tal vez sí o tal vez no porque uno nunca sabe. Salieron a relucir las pintas en las que podía leerse “Vagabundio” y que con cierta frecuencia aparecían en La Reforma adornando las paredes de la escuela, la botica o la misma iglesia.

Interrogaron al doctor Esteban pero rápidamente fue descartado porque aunque tenía motivos no tuvo ocasión para hacerlo personalmente o medios para intentarlo por encargo. Lo de su hermana Marisela y el coronel tuvo pues que quedarse así.

Hicieron comparecer al padre Sebastián y lo único que quedó en claro fue que las muchachas de Ramonita no eran sus sobrinas  ni Ramonita era su hermana. Pero como el día anterior al suceso el padre se quedó por los lados de La Ciénega en casa de otra hermana con la que tenía un sobrinito igualito a él, fue descartado. De modo que lo del embarazo de la mayor de las sobrinas, atribuido al ahora difunto coronel, debió quedarse así. Eso sí, el padre Sebastián se opuso a las exequias del jefe civil, y Abundio Salvador fue sepultado “sin Dios ni santa María”

A causa de su muerte el maestro Sixto fue exonerado de toda sospecha. Y eso que el coronel le había expropiado el fundo heredado de sus padres alegando impuestos caídos y declaraciones vencidas. Jacinta, la hermana paterna del maestro Sixto, amancebada como estaba con Abundio Salvador, recibió “al cuido” la finca en cuestión, donde el jefe civil iba a refocilarse algunos fines de semana y en las fiestas de guardar.

Fue conminado el abogado Salas, quien hacía de  juez interino eventualmente, porque  no faltó quien lo señalara como posible autor, material o intelectual, por aquella ocasión en que el coronel lo hizo detener por una semana para meterse en su casa y dormir con Amanda, una catirita de Los Juncos que era mujer de Salas. Pero tampoco este hombre tuvo que ver.

No quedó varón en el pueblo y en sus caseríos circundantes que no fuera exhaustivamente interrogado para luego ser descartado.

Y al fin, después de sesenta y tres días de investigaciones y pesquisas los detectives se largaron no pudiendo dar satisfactoria respuesta a sus superiores.

A Marcelina la viuda del coronel la consumió la pena hasta que pudo liquidar todas las propiedades del difunto y juntando su dinero se largó de La Reforma antes de un año.

Mi padre tenía dieciséis años cuando la acompañó hasta la parada de autobuses por cargarle las maletas, y muchos años después, sin especificarme por qué, me aconsejaba lo mismo que según él le aconsejara Marcelina al despedirse:

“¡Pórtese bien, mijo! ¡Pórtese bien! ¡Mire que al más astuto de los hombres lo jode la mujer más pendeja!”

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

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