Habría
sido mejor distinguir entre dos tocayos usando el apellido de cada uno pero en
mi pueblo las cosas no se hacían así. Siempre que hubo dos o tres hombres con
igual nombre se apelaba al nombre o al apodo de la mamá para discriminarlos.
Eso tal vez siguiendo el principio de que como decía Misia Carmelina “el hijo
es de la madre”
Así,
de los dos “Luis” que yo recuerdo, uno, era Luis el de Petra, y el otro, Luis
el de Ramona. Con los “Juan” sucedía que uno era Juan el de Crisanta y el otro
era Juan el de Natividad. Manuel el de Esmeralda tenía un tocayo en Manuel el
de Jacinta.
Los
“José” representaban un problema mayor porque este nombre es tan común que
siempre hubo muchos con este apelativo. Pero en mi pueblo lo resolvimos del
modo que ya he venido contando.
Ahora
bien, si un hombre llamado Pedro tenía un hijo y le heredaba el nombre, el hijo
pasaba a llamarse automáticamente “Pedrito” y de nuevo el nombre de su mamá
servía para distinguirlo de algún otro en la misma situación.
Cuando
pasó lo que pasó yo no había nacido. Y por esa época había dos “Pedrito” en el
pueblo: uno, el de Marcelina, y otro, el de María Dolores. A ésta última, por si no le hubiesen faltado
achaques a lo largo de una existencia penosa, había que sumarle el carácter
tarambana de su “Pedrito” cuya mejor descripción parecía hallarse en el corrido
de Juan Charrasqueado: borracho, parrandero y jugador…
Pero
Pedrito el de Marcelina era un hombre a carta cabal. Ninguno más responsable y
trabajador, ninguno más pulcramente vestido y ninguno otro con mejores modales;
no digo en mi pueblo solamente sino en varias leguas alrededor. Ya en edad de
amores y pensando en “sentar cabeza” se puso de novio con Mercedes, la nieta de
un viejo español que había sido un próspero comerciante de víveres, agricultor
y criador de numerosos rebaños caprinos. Mercedes, dicen, era preciosa “si
hasta se parecía a la estampa de Santa Cecilia” –afirmaba Misia Carmelina-
Decían
también de Mercedes que era un tanto casquivana y que por ende el compromiso
con Pedrito el de Marcelina trajo no poco contento a su ya preocupada familia.
Ni bien el muchacho se acercó a la casa dejó claras sus intenciones de
matrimonio. Un par de meses después formalizaron el compromiso con el consabido
“cruce de aros” que por entonces se estilaba. La boda se realizaría el
siguiente 22 de noviembre o en fecha muy cercana aprovechando que vendría el
párroco para nuestra fiesta patronal.
Por
el pueblo a mediados de octubre no se hablaba de otra cosa que de la boda en
cuestión, y no faltó quien sugiriese que tal vez, Pedrito el de Marcelina debía
pensárselo mejor porque Mercedes podría haber vuelto a las andadas. Pero usted
ya sabe cómo somos los de pueblo…
El
día en que comenzó la novena a Santa Cecilia se armó el revuelo en casa de
Mercedes cuando se supo que estaba esperando un hijo de Pedrito -como
tímidamente había respondido la muchacha al ser interrogada por su padre-
-¡Bueno! ¡No será la primera ni la última que se case preñada del novio!
–admitió el ofendido suegro.
-No papá, es de Pedrito el de María Dolores –admitió la joven
embarazada.
Por
supuesto que aquello tuvo para ambas familias la magnitud de una vergonzosa
desgracia. La tan comentada boda fue suspendida.
Y
así, Pedrito el de Marcelina parado a la puerta de su casa vio como el carro de
la familia de Mercedes se estacionaba frente a la Jefatura Civil aquel viernes
21 de noviembre –vísperas de Santa Cecilia- como a las diez de la mañana, a cuyas puertas
esperaba el otro Pedrito un tanto descompuesto por la juerga de la noche
anterior.
Pedrito
el de Marcelina entró a su casa y halló a su madre en el patio. Se sentó junto
a ella con el rostro demudado por la cólera que lo consumía. Marcelina no se
atrevió a preguntarle nada, pero el sólo rompió el mutismo en que se hallaba
desde hacía varios días:
-¡Hay que ver que es verdad lo que dicen! ¡Al marrano ciego le guarda
Dios la mejor mierda!
Podría
haber hecho un gran escándalo, pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR
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