domingo, 17 de mayo de 2020

Un astuto bandolero...

Cuando apenas tuvo conciencia de que había fracasado en su intento de invadir al país por la costa falconiana el “bandolero” tomó el rumbo de La Sierra evitando las cabeceras de distrito para no caer en manos de las fuerzas militares que se habían lanzado en su persecución. El Benemérito General Restaurador de La República hizo multiplicar inmediatamente los bandos con su retrato y redobló la recompensa que se ofrecía por su captura. Pero en La Sierra, el bandolero y su causa tenían muchos amigos, muchos…
De día dormía y de noche caminaba o se arrastraba de un lugar a otro. No llevaba más equipaje que una carabina Máuser y el infaltable revólver de seis tiros. 
Casi caía la noche cuando logró llegar hasta una casucha, donde una familia amiga lo hospedaba al resguardo de los ojos curiosos y de las lenguas que padecían de afán informativo.
-¿Y usted que piensa hacer ahora? –preguntó el anfitrión- ¡Porque la cosa está muy alborotada! ¡Imagínese que trajeron a un capitán con setenta diablos que ni hablan pero que no mascan para voltearle a uno la casita y el conuco!
-¡Qué buena vaina! –dijo el bandolero- ¡Yo me voy para Churuguara y de allí me paso a Barquisimeto en un dos por tres!
-¿Churuguara? ¡Jum! Tenga cuidado por el camino. En la casa de su compadre Carmelo ya he visto yo dos veces al capitán ése. Ellos conversan en el conuco, nunca por el frente de la casa –advirtió el anfitrión-
-¿Así es la cosa? ¡Vean pues a Carmelito! –sonrió el bandolero-
Al rescoldo del fogón departieron otro tanto los amigos y el bandolero resolvió que aquella noche no viajaría pese al riesgo que implicaba detenerse, pues debía pensar con mayor claridad la estrategia a seguir. Cuando se despedían para dormir, señaló a su anfitrión:
¡No tenga miedo, que algo va a pasar que me ayude a salir con bien de todo esto! Por el capitancito ése no se preocupe. Mire, si usted pone a un capitán a elegir entre salvar el honor y salvar el pellejo… ¡Se deshonra el mismo! – y celebró la ocurrencia con una sonora carcajada-
Muy de mañana el anfitrión conversaba a la puerta de la casa con el negro Santiago. El bandolero escuchaba tras una de las ventanas. Cuando el anfitrión entró a la casa el bandolero le preguntó:
- ¿De qué madera es esa que estabas hablando con el negro?
- Unos estantillos que el negro Santiago está cortando para Don Expedito, el de la hacienda “Mi porvenir”. Por aquí nadie como el negro Santiago para cortar palos tan derechitos y de buen largo… Dijo que ya por la tarde me los debe traer. Doce burros con cuarenta y ocho estantillos cada uno. Saque usted la cuenta… ¡Es que ése negro es un comején, carajo!
La cara del bandolero se iluminó con una idea. En apenas segundos fraguó un plan y resolvió seguir esa misma noche con su marcha no sin antes dispensarle una gentil visita a su compadre Carmelo, quien ahora estaba de tan buenas migas con el capitán de los setenta diablos que venían mordiéndole los talones.
Por la tarde hizo su llegada el negro Santiago y uno por uno comenzó a descargar los burros y a contar con el anfitrión el total de los estantillos encargados. Cuando hubo terminado y se disponía a marchar, un raído trapo que presumía de cortina se levantó de repente y el bandolero, revólver en mano, salió del cuarto donde se ocultaba:
-¡Negro Santiago Pereira, caracha! Igualito a tu padre que en paz descanse…
Recuperado de la primera impresión y pálido aun a causa del susto, Santiago no necesito que le presentaran al bandolero y rápidamente se quitó el sombrero que ya se había calado.
La conversación fue muy rápida pues se avecinaba la noche y el negro convino sin mayores rodeos en alquilarle al bandolero la mitad de los burros y la mitad de la madera. Sería sólo por unos días. Ya después podría ir a Churuguara a retirar las bestias y los palos junto con el dinero del alquiler.
Y sin luna se cerró la noche serrana…
Al sentir que una mano le apretaba nariz y boca Carmelo se despertó sobresaltado cuando faltaba muy poco para la media noche. Una voz conocida le susurró al oído:
-Párese compadre, párese que nos vamos para Churuguara. Aliste unas poquitas cosas nomás que lo espero afuera.
Carmelo reconoció la voz y descontroló su vejiga al temer lo peor. La sombra, que ya lo había soltado rayó, un fosforo y encendió una lámpara de keroseno, acercó la lámpara al chinchorro y preguntó entre murmullos:
- ¿Te measte compadre? ¿Qué vaina es esta?
- ¡Coño, compadre! No es para menos –respondió Carmelo- mientras pensaba en cómo librarse de aquel predicamento en que se encontraba.
Una vez fuera de la casa, los dos hombres continuaron murmurando su diálogo. Carmelo se quedó paralizado al ver las bestias de carga y los bultos que llevaban, cubiertos de grandes lonas, y atados con sumo cuidado. El bandolero hacía como que revisaba las amarras y paseaba entre los jumentos el candil que finalmente entregó a Carmelo. En el umbral de su casa, Carmelo preguntó:
-¿Compadre? ¿Qué vaina es esta? ¿Qué carga usted ahí?
El bandolero fue hasta el último de los burros seguro de que la luz no lo alcanzaba pese a los esfuerzos de Carmelo, hizo como que soltaba las cuerdas y regresó con el revólver en la mano:
-¡Setenta y dos bichos de estos! –dijo mientras lo blandía ante su atónito compadre-
Luego corrió hasta el primero de los asnos cargados, al cual ni siquiera llegaba el reflejo de la lámpara, y repitiendo el ademán, regresó a la puerta donde tembloroso esperaba Carmelo:
-¡Cinco burros a cuarenta y ocho máuseres cada uno, saque la cuenta! –dijo mientras sostenía su única carabina delante del compadre-
¡Vámonos compadre Carmelo, coja el monte conmigo que ahora si cae el gobierno! ¡A mí me están esperando en Churuguara con esta carga que era el resto del parque que faltaba! -dijo el bandolero-
Hecho un millón de excusas, Carmelo rechazó la oferta y despidió a su compadre.
El día y el capitán de los setenta diablos lo encontraron en el umbral donde había quedado la noche anterior. A buen seguro, su compadre estaría en Churuguara desde hacía mucho rato. Inmediatamente pasó al conuco a conferenciar con el comandante.
Tras breves minutos, el militar salió de la casa y volvió a su montura, desde la cual con elegante aire marcial anunció:
¡Compañía! No se tienen noticias del criminal que buscamos y las informaciones que lo ubicaban por estos predios no resultaron más que infundios tal vez urdidos por el mismo bandolero para desviarnos del verdadero rastro que puede llevarnos a él… ¡Atención! ¡Media vuelta!
Unos cuantos metros más allá, en el espeso monte, un hombre que sostenía una carabina Máuser y llevaba un revolver a la cintura, sonreía pensando en que al final es más fácil recuperar el honor que el pellejo.
Esa noche, aunque él no estaba ahí, se quemó la casa de Carmelo…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR…