jueves, 30 de diciembre de 2021

MEMORIAS, ROCKOLA Y PENA…

 

A Emilis González O. 

A Elwis Mendoza G.

Cuando yo salí de San Josesito tenía dieciséis años de edad, tal vez menos, no recuerdo bien. Lo que sí tengo claro es el imperativo de mi padre machacando una y otra vez que yo me tenía que ir del pueblo para poder estudiar y hacerme de una carrera. Que si me quedaba no iba a pasar de ser un agricultor medianamente letrado, dueño de cuatro vacas peludas, que primero reza para que llueva y luego ruega porque escampe. Cuando yo salí de San Josesito ya la señora Eufrasia tenía su negocio.

El negocio de Eufrasia estaba en su casa ubicada en una mediana colina desde donde se dominaba el pueblo y desde donde la vista alcanzaba al río y a la carretera. Y aunque muy rápido lo apodaron “botiquín” no  era sino que ella había dispuesto unas seis mesas y algunos taburetes en su patio de cuatro corredores. ”Facha” como se la conocía en san Josesito, vendía en principio aguardiente de caña de inconfesable procedencia.  Luego dispuso de enfriadores y cerveza. En principio se bastaba ella sola, pero con el paso del tiempo fue contratando cantineros, eso sí, para expender las especies nada más; que para administrar seguía bastándose ella.

No sé en qué año, en un gesto de verdadera osadía comercial, Facha se hizo de un gramófono de esos que operan con monedas, es decir,  una rockola, como se la conoce popularmente. La rockola sirvió para acrecentar las ventas y para extender los horarios de atención a la clientela, al menos mientras fue una novedad.

A buena parte de San Josesito llegaban los ecos del negocio de Eufrasia. La voz de Andrés Cisneros hizo lugar en todas las casas a “La cama vacía”  y  amenazaba con desgracias a la “China hereje” Por supuesto que Julio Jaramillo se colocó entre los más solicitados junto con Las hermanas Calles, el Dueto América, Antonio Aguilar y José Alfredo Jiménez. Puede que alguna vez sonara uno que otro disco de Javier Solís o de Pedro Infante,  y es posible que Gabriel Raymond o Alfonso Ortíz Tirado se dejaran escuchar muy de cuando en cuando.

De Antonio Aguilar solo estaba prohibida una canción: “Por el amor a mi madre” y esto porque Facha decía que no le convenía que alguno se tomase en serio aquello de dejar la parranda y dar un definitivo adiós a las botellas de vino.

La clientela de Eufrasia fue siempre masculina. Ellos desbebían sus aguas en el segundo patio de la casa rodeados de chécheres y mil cachivaches, a cielo abierto y sin más iluminación que la provista por los astros según la hora del día. Esa pared, la que cerraba el segundo patio, podía verse claramente desde mi casa aunque no nos quedara tan cerca. Facha y su negocio eran unos vecinos en relativa distancia.

En San Josesito hubo escuela primaria, jefatura civil, iglesia y botiquín. Éramos pues, un pueblito organizado. Teníamos dos tiendas de quincallería, víveres y géneros diversos. Hubo también un zapatero llamado Antenor quien a la puerta de su casa tenía colocado un anuncio: “Inversiones Antenor, lustre y reparación de calzados en general. Atendido por su propio dueño” pero en un pueblo donde quien no iba descalzo usaba alpargatas el zapatero lo tenía difícil. Solo en diciembre y en marzo le salían trabajos en su especialidad.

Para ayudarse, Antenor hacía mil cosas más y se ofrecía como ayudante de todo. Junto a ello, cultivaba un huerto y era dueño de un pequeño rebaño que jamás alcanzó a tener una docena de cabras. Pero al zapatero nunca le faltaba “su real y medio”

Cuando me gradué de ingeniero volví a San Josesito a instancias de papá quien insistía en exhibirme por el pueblo como una suerte de vaca preñada de gemelos. Aquello de “cum laude” que erizaba la piel de mi padre cada que hablaba de ello nada decía a las buenas gentes de mi lugar natal. En mi ausencia, nada o casi nada había cambiado; con la honrosa excepción de que Antenor se había casado con María Teresa Montero, de quien por más que me daban referencias no alcanzaba yo a tener memoria. Los esposos esperaban ya, su segundo hijo.

Esa noche me senté con papá al frente de la casa mirando hacia el botiquín de Eufrasia desde donde de a poco traía el viento viejas expresiones harto conocidas para mí: “Vencido, con el alma amargada; sin esperanzas, hastiado de la vida… Mi muchachita, no seas cruel”  “Mil kilómetros he caminado buscando el olvido de un cruel sentimiento… no me sigas quitando la vida, no me mates, por Dios, te lo ruego…” “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…” “Si yo muero primero, es tu promesa… con toda el alma llena de sentimiento, la escribiré con sangre…” “Una sota y  un cabaaaallo, burlarse querían mí”

No pude volver por San Josesito en muchos años. Creo que cuando papá y mamá murieron yo estaba en Alemania o en Italia en algún congreso o simposio, no recuerdo, hace ya mucho tiempo.

Pero a comienzos de este año, cuando por darme unas vacaciones de emergencia y arreglar por fin unos asuntos de herencia y reparticiones tuve que volver al pueblo, me asombré al ver que los cambios eran prácticamente imperceptibles. Uno que era viejo ahora es difunto y otro que era joven ahora es viejo, fuera de ello, no mayor cosa.

Recuerdo que mi llegada fue un lunes por la mañana, y que como me dijeron que se necesitarían al menos otros dos días para finiquitar mi asunto, agradecí el tener que quedarme. Y aquella noche, ahora sin papá, mirando hacia el botiquín de Eufrasia me senté al frente de mi casa.

Un ahijado de mi mamá, que había quedado al cuidado de la casa, vino a acompañarme y a ponerme al día de las vidas ajenas con ése enfermizo afán informativo que padecen las gentes de algunos pueblos pequeños. Así llegamos al zapatero  de quien me dijo:

-Hoy debe estar ya bebiendo ahí  en lo de Facha… ¡El nada más que bebe los lunes! ¡Y se emborracha como el carajo!

Me asombré  por dos cosas: porque no creía que aun viviera Eufrasia y porque a Antenor no lo recordaba yo en esos trances de borrachera.

El ahijado me dijo que Eufrasia había muerto hacía tiempo pero que del negocio se había encargado una nieta. Me aclaró que el zapatero no era ni mala persona ni hombre desordenado, sino que desde que la mujer lo había abandonado llevándose a los dos muchachos todavía pequeños, se emborrachaba los lunes. Que ya borracho le daba por llamarla y llorar a gritos, con lo cual, se sabía que había alcanzado la cumbre de la embriaguez, y luego se retiraba dando tumbos rumbo a su casa para no salir hasta el lunes siguiente.

Me asaltaron gratos recuerdo cuando alcancé a escuchar como un eco familiar de mi infancia: “No me sigas quitando la vida, no me mates, por Dios, te lo ruego…” y acto seguido escuché con toda claridad:

-¡Ay María Teresa, no joooda!

El ahijado de mamá me dijo que ése era el zapatero en  el primero de los asaltos de locura sufriente que padecía cuando había llegado al tope de la borrachera:

-¡Ahí está llamando a la mujercita! ¿No te dije? Le faltan dos gritos más pa irse, ya debe estar rascao. Parece que cuando se agarra la paloma es que se acuerda de María Teresa… ¿No ves que el grita nomás cuando sale a mear? ¡Papá decía que cada uno llora su pena por donde más la siente!

Todavía otras cuatro veces escuchamos el eco de la misma canción hasta que de pronto las melodías se cambiaron: “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”

Y de pronto un segundo grito:

-¡María Tereeeeesa, mi amor!

Mi acompañante de aquel momento miró el reloj y al constatar que faltaba poco para las once de la noche me advirtió que al pobre de Antenor el zapatero ya no  le quedaba mucho en el local. Otras cuatro o cinco veces se repitió la sentencia: “Rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”

Y de pronto escuchamos:

-¡Hiiiiija de puuuuuuuta!

Unos minutos después apagaron la rockola. Antenor, según supusimos, iba dando tumbos rumbo a su casa.

El ahijado se levantó para despedirse, guardó su silla y como al volver yo estaba de pie, también recogió la mía sin darme tiempo a decidir si me quedaba otro rato afuera. Yo pensaba en que debe ser muy aburrido vivir en un lugar donde siempre sucede lo mismo, pero él al estrecharme la mano, me espetó:

-¡Qué difícil debe ser vivir en una ciudad donde nunca se sabe qué puede pasar!

CALIXTO GUIÉRREZ AGUILAR

 

domingo, 5 de diciembre de 2021

RUEGA POR NOSOTROS...

 

A unas dos horas de la capital del estado, en la falda  de la sierra ubicada al sur, está el pueblo de san José, cabeza del municipio. Una media hora más adelante, cruzando a la derecha, se puede llegar a  “La Vega de san José” donde vivió y murió la niña Séfora, o la niña Seforita, como también se la conoció.

Era la segunda de los dos hijos que tuvo Misia Remigia, una vieja mandona y rezandera. Benjamín, el mayor de los hijos, ni bien pudo independizarse tomó el rumbo de Caracas y jamás volvió por el pueblo. A Caracas, en aquel tiempo, la rodeaba una niebla de misterio. Y aunque algunos juraban “con la mano derecha puesta sobre un saco de biblias” que sí existía, otros ponían en duda que se tratase de un lugar real.

A Séfora, se le apodó “La niña” ya desde la temprana madurez, porque era cosa atestiguada que jamás se la vio en trato carnal con varón alguno dedicada como estaba al cuidado de su madre quien se postró relativamente joven. El título  de “Niña” expresaba una cierta mezcla de respeto y compasión por aquella mujer hermosa y de maneras dulces poseedora de una gran paciencia.

Al pie de la cama de su madre forjó sus virtudes porque Misia Remigia no era  fácil de tratar. Como su madre, Seforita era amiga de rezos e imágenes, de novenas y velas, de trisagios y lámparas de aceite.

En cierta ocasión en que las visitara una desesperada señora de allá de San José, ambas se comprometieron a rezar fervorosamente por ella a fin de que cesara la razón de su aflicción. La circunstancia, vencida a pesar  de considerársela imposible, hizo que la dama volviera agradecida y dadivosa con aquellas intercesoras. A poco de eso, adquirieron fama de ser muy eficaces al rogar y fueron llegando las gentes de los contornos trayendo toda clase de angustias y hallándose en cualquier clase de predicamentos.

Martín, el de Francisca, hizo  un cartelito de madera muy simple a instancias de Misia Remigia y lo fijó a la derecha de la puerta de la casa: “Aquí se alumbra y se reza” porque es cosa bien comprobada que para hacer eficaces los ruegos se precisa de la luz de las velas.

A partir de entonces, a la puerta de la casa se sucedían diálogos  y situaciones muy interesantes que permitían pulsar el alma de los paisanos: que dice mi mamá que tome aquí para que le alumbre a Las Tres Divinas Personas pa que papaíto vuelva de la guerra esa… Niña Séfora, que dice mi abuela que pa que le alumbre a San Onofre por ver si consigo trabajo ligero… Que dice tío Alberto que le alumbre al ánima de Juan Salazar pa que suelten a Joseíto que se lo llevaron reclutao… Para que por favor me alumbre a  san Ramón Nonato para que saque con bien a Marcelina que está pariendo… Que manda a decir Papabuelo que le alumbre a San Roque porque las cabras cogieron una peste… Vengo por aquí pa que me alumbre a La Mano Poderosa porque puse una bodega y quiero que me vaya bien… Que por favor me alumbre al Justo Juez por ése problema de Arsenio que se lo llevaron preso sin tener culpa…

Los fieles que acudían a Misia Remigia y a su hija daban un modesto aporte metálico, suerte de limosna más bien, que ellas empleaban en comprar velas y en acrecentar las imágenes del cuarto de los santos a cada paso del turco Hassan. Hassan venía mensualmente por el caserío con ropas y quincallerías que dejaba a crédito hasta la próxima visita.  Hassan empezó a traer velas en cajones de veinticuatro unidades que muy pronto se hicieron insuficientes. Por el turco Hassan, llegaron, con un vidrio al frente, un cartón a la espalda y luciendo un modesto marco de cinta para embalar, san Marcos de León, santa Eduviges, santa Marta, santa Helena, san Expedito, san Martín de Loba y un chofer de apellido Sánchez entre muchos otros.

Y es que en el cuarto de los santos compartían altar los bienaventurados de la iglesia católica y los otros, los bienaventurados del pueblo crédulo.

A la muerte de su madre, la niña Séfora se dedicó con más veras a su oficio de sacerdotisa  y en tal ocupación vivió hasta el último de sus días.

Nunca exigía pero siempre aceptó de buen grado los dones que algunos agradecidos le presentaban y por eso nunca sufrió de hambres o pasó necesidades. Cuentan que en cierta ocasión llego a tener poco más de doce cabras.

Solía advertir a cada feligrés cuando aceptaba un encargo de rezo y luz:

-¡Ve que lo que Dios no quiere los santos no lo pueden!

Y con ello se libraba de reclamos si lo que se pedía no se alcanzaba.

Con la práctica, aprendió a advertir ciertas particularidades que tenían los santos y las ánimas a las cuales rogaba. Por ejemplo, para rogar a las ánimas del purgatorio o hacer sufragios por algún difunto, la  noche del lunes resultaba ideal. Para obtener favores de santa Marta, nada como ofrecerle los nueve martes; para rogar al ánima de Juan Salazar debían ofrecérsele además de la consabida luz de una vela, un trocito de arepa y un sorbito de agua, porque aquel soldado Salazar había muerto hambriento y sitibundo en una campaña.

Otra cosa, es que no se debía insistir a los santos para traer al mundo hijos varones y que no se debía pedir novio a san Antonio de Padua porque los que por esta vía llegaban eran hombres maltratadores.

De los más solicitados entre sus contactos del cielo, estaba siempre el célebre san Ramón Nonato, cuyo prodigioso nacimiento –cuatro días después de muerta su madre- lo convertía en el abogado de parturientas y las grávidas en apuros. A santa Rita de Casia y a san Judas Tadeo tampoco les faltaban solicitantes.

A comienzos de un mes de junio la niña Séfora advirtió severamente a Matilde, la hija de Jacintica la de El Alto, porque quería que le alumbrara a san Antonio de Padua con el firme propósito de que el  Musiú Hassan se casara con ella.

-¡No mijita! ¡No sabés lo que pedís! Los maridos que consigue san Antonio son echadores de cuero…

Y no supo más de Matilde hasta cerca del mes de diciembre en que le mandó a pedir que le alumbrara al muy eficaz san Ramón Nonato.

Una noche de primero de febrero, como era costumbre, los habitantes de varios caseríos se acomodaban en el cerro de san José para mirar las ofrendas de fuego en la víspera de La Virgen de Candelaria. Muchos pasaban al raso aquella noche con profusión de música, bocadillos y ron. Aquella reunión espontanea era esperada por los enamorados y por los adúlteros con gran emoción. Desde la cumbre del cerro se divisaban, además de La Vega de san José, El Alto, El Llanito y san Pablo.

La víspera del dos de febrero, aquellas gentes serranas hacían pequeñas fogatas cada uno al frente de su casa a las que llamaban “candelarias” y por eso, en la oscura noche, ver las candelarias de todos los caseríos resultaba un espectáculo para ellos muy bonito. De pronto en La Vega de san José una candelaria comenzó a crecer y a crecer en medio de los aplausos de los que allá lejos la contemplaban, pero de repente, uno gritó:

-¡Eso no es una candelaria! ¡Se quema la casa de la niña Séfora!

Lo siguiente fueron carreras y  atropellos, gritos y tropiezos para bajar del cerro. En poco, las llamas cobraron renovados bríos alentadas por una repentina brisa y rápidamente se consumió la casa. Nada podía hacerse. Convertida en un millón de pavesas, la casa y su única habitante volaron efímeras.

La estupefacción impuso un gran silencio. Una mujer se adelantó hacia el brasero y con un dejo de tristeza exclamo sin aspavientos:

-¡Niña Séfora! ¡Niña Seforita!

Y todos respondieron;

-¡Ruega por nosotros!

Pero estos de ahora son otros tiempos: pocos alumbran, muchos no rezan, nadie cree…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR