martes, 9 de enero de 2018

ACELDAMACH... (Re-editado)


El Doctor Segismundo Ilarreta May, natural de Santa Ana de Coro, Estado Falcón, se encontraba  totalmente convencido de la existencia de un apócrifo manuscrito llamado  “La maldición de Kerioth”  que mencionaban varios historiadores cristianos alrededor de los siglos tercero y cuarto. El tal manuscrito relacionaba cómo habían sido tratadas las treinta monedas de plata que recibiera Judas  Iscariote por la traición de Cristo.
En el rollo –una obra más bien breve- se hallaban una serie de consideraciones esotéricas ligadas a ciertas supersticiones de los primeros cristianos y una relación detallada de los propietarios de al menos veintinueve de las treinta  piezas que podían rastrearse hasta el año 372 más o menos.
En una suerte de apéndice “La maldición de Kerioth”  ofrecía las instrucciones para recibir y  pasar las monedas sin contraer la maldición que ellas contenían. Esto último consistía fundamentalmente en no tomarla de la mano de quien la ofrecía, pues la pieza debía ser arrojada al suelo por el donante y de allí levantada por el nuevo propietario repitiendo una serie de fórmulas rituales. Claro está, eso en el caso de que pudiera uno toparse con la trigésima pieza que faltaba en el inventario.
¿Qué tipo de moneda de cambio recibió Judas Iscariote? ¿Qué sucedió con la última de las treinta piezas? Esas eran cosas que ocupaban la inquieta imaginación del doctor Ilarreta May.
II
Aquel enero de 1931 cuando apenas se enteró de la muerte de Ramos, Segismundo Ilarreta se dispuso a viajar a Suiza para averiguar una cadena de rumores que había recibido acerca de los últimos días del poeta. Se malhayó de vivir en Coro porque las noticias llegaban con una cierta pátina de cosa harto sabida por el resto del mundo. Por enésima vez pensó en que su abuelo materno, William May, tuvo mucha razón cuando lo invitó a establecerse en Inglaterra antes de empezar sus estudios de medicina.
Casi finalizaba el mes de  abril cuando recién instalado en su habitación de hotel en Ginebra, el doctor Ilarreta recibió una carta del Real Instituto Británico de Numismática. Ávido de noticias sobre su investigación leyó:
“En cuanto a la suma de treinta piezas de plata que por su traición recibiese Judas Iscariote, deben entenderse concretamente los llamados “siclos” de algo así como 540 g de plata. Conocióse el siclo de plata con el nombre de “shekel de Tiro” porque se acuñó en aquella ciudad fenicia y era la moneda de plata que más circulaba en la Palestina en la época en cuestión”
¡El Shekel de Tiro! –exclamó- ¡El siclo de plata!
Y continuó leyendo con infantil entusiasmo aquella carta que el honorable señor Bowles le había dirigido casi que a título personal debido a la amistad que le unió con el abuelo de Ilarreta May:
“La moneda mostraba al anverso, la efigie de Baal. Es un anverso del tipo anepígrafo, es decir sin fecha. En el reverso, deberían  apreciarse un águila y la letra “Kaph” hebrea. El reverso si tiene leyenda: “Turouieras Kaiasulou”,  lo que traduce “de la ciudad de Tiro, la sagrada”
Ceñifruncido, y con ademán de hombre estudioso, el doctor Segismundo prosiguió su lectura:
“Sobre las equivalencias ha de saber usted que un siclo equivalía a 4 dracmas y que el valor de cada tetradracma era de 4 denarios romanos, por lo que al cambio, Judas obtuvo 120 denarios de plata. Habida cuenta de que en el tiempo de Augusto un muy buen salario mensual eran 20 denarios, Judas fue muy bien pagado por su servicio…”
Obviando los detalles personales que cerraban la misiva, el doctor Segismundo la depositó sobre el pequeño escritorio y se dirigió a la ventana poseído por una especie de escalofrío. Cerró la ventana y sin cambiarse de ropa se recostó y se quedó dormido. A la hora de la cena y en vista  de que no había bajado, un joven camarero tocó a su puerta. Confundido, el doctor Ilarreta apenas podía hallar el interruptor de la luz y por un momento dudó de sobre dónde se encontraba.
Cosa extraña, a él que nada le daba miedo, aquella sensación  de incertidumbre momentánea, lo aterró…
III
Segismundo Ilarreta no quiso salir temprano a conocer entre otros atractivos la catedral de san Pedro, pensaba el doctor Ilarreta que la silla de Juan Calvino nada tendría de extraordinario y que su abuela le habría dicho: “¿Venir de Coro a ver una silleta?” – y recordó que sus primos de La Vela de Coro  las hacían muy buenas. Claro que tal vez nunca se habrían posado sobre los muebles de sus primos unas nalgas tan notables como las del ilustre reformador protestante –pensó en ello y sonrió-
A la hora convenida, llegó al vestíbulo del hotel el señor Brel y tras intercambiar cortesías e invitaciones pasaron a un área más discreta en el restaurante para conversar. El tal Brel hablaba con un cierto halo de misterio, y en resumidas cuentas, le informó de un señor de apellido Abenatar residente en Ginebra con quien había compartido escuela en tiempos de mocedad y de quien era cercano colaborador en asuntos de negocio. Abenatar tenía un primo poeta que se había suicidado en Coro y a cuya muerte fueron recogidas ciertas pertenencias (muy pocas en realidad) y distribuidas entre los parientes más cercanos. La mención del poeta coriano hizo erizar la piel de Ilarreta.
El señor Brel le contó que estando Abenatar en Nueva York, recibió a través de “La Casa S” un paquete que contenía cosas del primo suicida: un kipá, un librito en latín y un pequeño estuche de nácar donde podía leerse ACELDAMACH. Como eran cosas de un muerto Abenatar no puso mayor cuidado a aquello del paquete y partió a Suiza llevándolo consigo.
Según Brel, Abenatar puso aquel paquetito en su caja fuerte por un tiempo. Pero en ocasión de ofrecer un agasajo a funcionarios diplomáticos en  julio de 1930 lo regaló a un poeta que era también traductor quien se sintió halagado porque ya conocía al poeta coriano de trágico final. Días después, ese poeta traductor se comunicó con Abenatar para decirle que había comenzado la lectura del librito pero que el estuche de nácar contenía una moneda que a él se le antojaba antigua y por ende valiosa. Abenatar no quiso saber más por algo que el poeta le dijo sobre una cierta maldición que se describía en el librito. Eso sí, le adelantó el traductor, que ACELDAMACH es una forma latinizada que debe entenderse como AGER SANGUINIS o “Campo de Sangre” en español.
Según Brel, un día cualquiera, Abenatar lo llamó para decirle que aquel  poeta traductor se había suicidado allí en Ginebra el mismo día en que cumplía cuarenta años. Abenatar, con permiso de los familiares recogió de nuevo el paquete pero ya no estaba el librito, solo el estuche con la moneda y lo llevó a un banco.
Brel se lamentó de no llevar a Ilarreta May con Abenatar, pero de aquel no había vuelto a saberse. Eso sí, el señor Brel se encargaba de todos los asuntos de Abenatar y hacía las veces de su  apoderado, por lo que al día siguiente irían al banco para sacar el estuche con la  moneda.
IV
-¡Siempre existirá esa duda sobre si Allan Poe se suicidó –dijo el profesor Smith- Hay que recordar que un año antes tuvo una sobredosis de láudano y que en torno a su muerte nadie aclaró muchas circunstancias, ni siquiera el médico que lo asistió al final..!
La conversación con Smith era algo que el doctor Ilarreta había buscado insistentemente apenas volver a Coro.
Halando los recuerdos, el anciano profesor Smith, prosiguió: -Yo tenía dieciséis años cuando trabajé para la “La Casa S” y  recuerdo que unos judíos de Baltimore le enviaron a Elías David un paquete pequeño con algunas cosas personales de Poe que se subastaron en 1909 al conmemorar los sesenta años de su muerte… Elías David sentía fascinación por Allan Poe - concluyó-
Y el profesor Smith se levantó para ir a sus aposentos. Un par de minutos después volvía con una vieja libreta. La puso sobre la mesa y la fue hurgando hasta dar con una hojita suelta, amarillenta, corroída en un extremo; la extendió a Ilarreta y éste leyó:
“Oh tú, la maldita. Oh nosotros, que no pudimos ser parte del tesoro del templo. Malditos tú y yo…”
Esto –dijo Smith- fue lo único que hallamos en la casa de Elías David cuando pudimos entrar el día de su muerte. No había notas de nada… ¡Nada, solo esta nota sin sentido! ¡Y ni siquiera estaba cerca del cuerpo!
El doctor Segismundo Ilarreta se retiró a su casa. Tras hablar con Smith un extraño temor se apoderó de él. Sintió nauseas mientras caminaba. A pocos metros de su puerta sintió desvanecerse y se apoyó en la pared. Ilarreta sudaba y temblaba. Pensaba y se aterraba, pensaba y no dejaba de pensar…
V
-Esta obra, señor Presidente de la República, es el fruto  de años y años de recopilación exhaustiva y de generosas donaciones que fui recibiendo por algo más de cuarenta años. Quiero legarla a Coro y no pude hallar mejores espacios que estos ni mejor nombre para distinguirla y darla a la posteridad –dijo el obispo emérito- -
-¡Museo diocesano! ¡Museo de Coro la ciudad-museo!
Y estallaron los aplausos y los “vivas” mientras el anciano prelado ofrecía a un selecto grupo de asistentes el recorrido inicial por las quince salas en que se organizó el museo. En la sala “Platería y objetos diversos” alguien del grupo preguntó:
-¿Y esa moneda que está allí, sola?
-No pudimos clasificarla hasta ahora –dijo el obispo- ¡Ni siquiera la familia donante sabe de qué se trata! Dicen que su abuelo la tenía en el bolsillo cuando se ahorcó… ¡Pobre Segismundo Ilarreta!


Afuera, el sol de julio dibujaba en el cielo un crepúsculo hermoso y rojo que asemejaba praderas de un campo. El cielo parecía un campo de sangre…