martes, 22 de febrero de 2022

BOCHORNO…

 Los días de agosto nos resultaban particularmente pesados por lo calurosos. Con todo, en las primeras horas de la tarde salíamos al patio a buscar un poco de frescura bajo los mangos, los tamarindos, los guayabos y almendrones que papá había ido plantando a lo largo de los años. Con gran amor, mamá cultivaba cayenas, crotos, rosas, amapolas y qué sé yo cuántas plantas más, y así, nuestro patio en los días de bochorno conservaba un cierto aire de oasis.

Papá siempre ha sido un tanto huraño, si ha de morir a causa de un ataque, supongo que no será un ataque de ternura. Una tarde, recuerdo que mi siesta fue particularmente pesada, fatigosa; salí de la cama y después de cepillar mis dientes y lavar mi rostro me fui al patio. Al pasar frente a la cocina vi que mamá comenzaba a servir el café. Papá ya estaba sentado afuera.

Un incomprensible alboroto de pájaros iba y venía de las ramas de un árbol a otro. Unas palomitas, habituadas a ver humanos, picoteaban en la tierra o tomaban agua de los surcos inundados que mamá había abierto para irrigar el patio. Distinguí unos azulejos, unos cucaracheros, unos canarios y hasta un par de pericos. Mientras mamá nos servía comencé un largo monólogo acerca de los muchos inconvenientes que tiene el hecho de ser pájaro. Estuve perorando un rato sobre lo aburrida que debe resultar la existencia del ave, de las incomodidades del clima, la crueldad de los elementos, los riesgos de muerte a cada instante y por la menor cosa; los peligros de la intemperie, los múltiples depredadores al acecho, las dificultades para el apareamiento pacífico y exitoso. Recordé que hay pájaros extremadamente territoriales y por tanto, competitivos y feroces contra sus iguales.

Sentí que tenía la atención de mamá pero noté en su mirada una cierta compasión. Cuando miré a papá me pareció percibir que se asqueaba de mí, me miraba como a punto de gritar algo. Osado, fui más allá, acerqué mi taza a la boca y antes de sorber, encogiendo mis hombros pregunté retóricamente:

-¿Qué ventajas puede tener el hecho de ser un pájaro?

De un salto, papá se puso en pie para entrar a la casa, pero antes me espetó:

-¡Ellos tienen alas y tú no! ¡Huevón!           

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR        

domingo, 20 de febrero de 2022

LOS MUÑEQUITOS ESOS...

Cuando cumplí ocho años mi abuelo dijo que ya podía hacer mandados porque yo era un hombrecito. Aquello, inflamó de orgullo mi pecho infantil a tal punto que decidí usar únicamente pantalones largos cuando me tocara ir a cumplir algún encargo fuera de la casa. Consideré también que podría visitar a Vanesa Elena y besarla en la boca como hacían los novios en las telenovelas porque, a fin de cuentas, de “hombrecito” a “hombre” la diferencia debía ser muy poca. No me importaba que por aquella época ella rondara los diecisiete.

Abuelito era un hombre de rituales. Cerca de las cuatro de la tarde se bañaba, iba por leche y pan, y luego de merendar se sentaba al frente de la casa hasta la hora de la cena. Yo siempre le acompañé a la panadería que estaba a cuadra y media. El dueño, un tipo muy amable, trataba de “don” a mi abuelo, y las muchachas, le decían “señor” pero lo trataban con gran cortesía. Conmigo, las muchachas se deshacían en atenciones y halagos, que si “hola papi”, que si “hola mi amor”, que si “hola mi niño”

Abuelito siempre compraba lo mismo, un litro de leche “Del lago” y diez panes salados. Abuelito era un hombre de rituales.

No recuerdo claramente mi primera incursión fuera de la casa para ir a la panadería, pero de lunes a domingo estuve asistiendo cumplidamente por varios meses a realizar mi encargo de un litro de leche “Del lago” y diez panes salados. Una tarde, el dueño salía de la panadería y al notarme sostuvo la puerta para que yo entrara:

-¡Pase adelante, caballero!

Y como las muchachas ya no me decían “papi” o “mi niño” la convicción de que era un hombre se afianzaba cada vez más en mí. Qué vaina. No sé cómo no me fui a casa de Vanessa Elena para besarla en la boca como hacían los novios en las telenovelas.

El caso es que una tarde, al entrar en la panadería algo llamó mi atención: una marca extranjera anunciaba que por la compra de un litro de leche te obsequiarían un muñequito. En realidad, las figuritas representaban a unos niños disfrazados de animales. Cuando me dirigí al mostrador, ahí estaban, brillantes, hermosos, incitantes, llamativos, convocantes y provocadores los muñequitos. Era de esperarse, ipso facto, cambié de marca y me llevé un litro de aquella leche y diez panes salados. Pensaba que al final todas las leches saben igual.

Noté a mi abuelito un tanto contrariado en cuanto vio la leche. Pero yo tenía en mi bolsillo al pequeño león y soñaba ya con el tigre, el panda, el elefante, la cebra y otros tantos animales como pudiera conseguir para el copete de mi cama. Al siguiente día, volví a la panadería, traje los panes, la leche de aquella marca y un oso panda en mi bolsillo que rápidamente fue a parar al copete de mi cama junto al león.

Cuando salí de mi cuarto me esperaba abuelito en la sala con una taza en la mano y la leche aquella aun sin abrir. A su orden, me senté frente a él, abrió la leche, colmó la taza y me la extendió. Ni bien me bebí la taza de leche, volvió a colmarla y me la extendió. La tomé pero con más pausa, y, cuando hice ademán de levantarme, abuelito me conminó y tuve sentarme de nuevo.

-¡Se la va a tomar toda, carajo! ¡Usted trae esta leche porque es la que le gusta! ¡Entonces se la toma toda!

La tercera vez que mi abuelo sirvió la taza no alcancé a tomarla toda porque me sobrevino el vómito. Tras el vómito, el llanto copioso de mi niño de ocho años, la intervención de mi madre, la defensa de mis tías, y el regazo generoso de mi abuela que me consolaba.

La basura que se acumulaba en un terreno baldío detrás de nuestra casa sumó aquella noche un pequeño león y un osito panda que yo hice volar por los aires.

La tarde siguiente volví a la panadería, y allí estaban cerca del mostrador, burlones, afeados, sarcásticos, despreciables y más plásticos que nunca, los muñequitos esos.

Con firme voz ordené leche “Del lago” y diez panes salados.

Ya en la calle, una vez traspuesto el cristal de la puerta, y muy seguro de que ellos me escucharían, grité a todo pulmón, como solamente un hombre de ocho años podría hacerlo:

-         ¡Muñequitos de mieeeeeerda!

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR