martes, 23 de abril de 2024

Lo que es no saber...

 

Chuchito y Chichito habían nacido en el más inmediato occidente de la ciudad de Coro, por entonces Distrito Miranda del estado Falcón. Sus vidas apacibles transcurrían monótonas entre las orillas del mar, unos medanales dispersos, la pesca, la crianza de chivos, la cacería de iguanas y conejos; unas pocas gallinas y el comercio de diversos géneros.

Para el comercio se valían de sendos burros de la casa que su padre había dispuesto para ello. Caballeros o caminantes, los hermanos recorrían las aldeas y comarcas haciendo trueque, vendiendo y comprando, informándose e informando, enseñando y aprendiendo.

La Estacaíta, San José, El Recreo, El Limoncito, Las Tasajeras, Turamaco, Santa Rita, El Majagual y otros caseríos de nombre ya perdido conformaban el coto particular de los hermanos.

La vida era buena pero dura. Si estaban en casa el día comenzaba temprano con olor de café, rumor de ordeño y sabor de arepa pelada. Tras las exigentes jornadas la tarde venía cargada de trinos y revuelos: chirritos, chuchubes, cotas y gonzalitos volvían a sus árboles y cardones para pasar la noche. Por supuesto, volvían también los pericos con grande alboroto. Estaban los pericos de cara sucia y unos más pequeños de intenso verde llamados comúnmente “vivitos” La vida era buena pero dura y sin embargo los atardeceres algo tenían de idílicos.

No tenían educación formal y la falta de ella solía notárseles en la atropellada forma de hablar. Eso sí, de su padre habían aprendido a llevar cuentas, cosa fundamental para un comerciante.

Sucedió que en cierta ocasión Chuchito y Chichito, habiendo salido muy de madrugada para la faena comercial no tuvieron tiempo de comer algo. Amanecía ya cuando llegaron a una casa donde debían hacer sus primeras transacciones y como era de esperarse el hambre marcaba la pauta. Una vez hechos los intercambios y las compras les ofrecieron desayuno como muestra de cordialidad tras haber cerrado el trato, y aunque ambos aceptaron sucedió que Chuchito  terminó declinando la invitación a la mesa cuando la joven que los convidaba les dijo:

-¡Ah bueno! Pasen para que se coman un periquito, que eso está muy rápido.

Chuchito, ignorando que la vianda ofertada consistía en un revoltillo aderezado con trocitos de cebolla y tomate, sintió una mezcla de asco y de lástima, de dolor y de asombro cuando oyó aquel nombre que inmediatamente asoció a las ruidosas avecillas que tarde a tarde alegraban el cardonal. Chichito, entendiendo al momento las reservas de su hermano con aire sonriente se puso a la mesa sin aclararle nada.

Chuchito veía y trataba de mantenerse impasible mientras su hermano comía con fruición aquel manjar que él había despreciado por no saber a ciencia cierta en qué consistía.

Un largo trecho anduvieron al dejar aquella casa y cerca de las once de la mañana hicieron parada bajo un frondoso dividive. El penoso silencio en el que habían marchado fue roto por Chuchito que recostado al palo tomó un largo trago de agua:

-¡Coño e la madre Chichito! Lo ques no sabel… porque si yo ha sabío que esa vaina era huevo frito no fuera dicho que no…

Chichito que en ése instante intentaba hidratarse tosió el agua que había ingerido sucumbiendo a un ataque de risa que a su hambriento hermano no le quedó otro recurso que secundar.

El tiempo pasó y ambos hermanos comercian recuerdos, truecan estrellas y caminos en la memoria de sus descendientes que no conocieron aquellas épocas en que la vida era dura pero buena, y algo de idílicos tenían los atardeceres…

CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR.

 

viernes, 12 de abril de 2024

Compasión...

 

No siempre ha de haber ternura en los actos de compasión.

María Teresa vino corriendo y abrió con la llave que se le había dado para los casos de emergencia: con aspecto derrotado, mientras ambos brazos colgaban a cada lado del sillón, presa de un gran dolor lloraba el señor Aníbal. Por el suelo, cerca de él, se observaban varias píldoras de distintos tipos, y un tanto más allá, el vaso roto y el agua derramada.

-¡Ya ni siquiera eso puedo hacer María Teresa! ¡No pude tomar mis medicinas!

El sentimiento de incapacidad que lo invadía le hacía llorar inconsolablemente y acentuaba los temblores que padecía desde poco más de un año a causa del mal de Parkinson.

La preocupada vecina en trance de hija y asistenta intentaba consolarlo. Rápidamente recogió el reguero, fue por otro vaso de agua, secó el piso, y a instancias de él, le proporcionó uno a uno de nuevo los medicamentos.

El llanto inicial fue convirtiéndose en sollozos y poco a poco el señor Aníbal recuperó la calma.

-¿Y ella?

-Ella no se ha levantado. Yo iba a desayunarme para llamarla y asearla.

-¡No hombre! ¡No se preocupe que yo lo ayudo con eso! ¿Y los muchachos?

-Los muchachos no han llegado. Si vienen será más tarde. Hoy es sábado…

Ya en la habitación, el señor Aníbal remeció suavemente el hombro de la esposa mientras María Teresa corría las cortinas para iluminar la estancia. Entre ambos la hicieron sentar en  la cama.

A pesar de la evidente ancianidad, ella conservaba claros rasgos de la belleza ostentada en tiempos pasados. El mal de Alzheimer que había borrado su memoria nada pudo hacer contra su hermosura. Hoy como en otras ocasiones, el pañal no había bastado para contener las micciones nocturnas.

Como mejor pudieron la llevaron al baño y María Teresa la aseó con filial paciencia. El señor Aníbal retiró las sábanas para llevarlas al cuarto de lavado. Cuando ella estuvo lista la llevaron a la cocina para desayunar.

El señor Aníbal se deshizo en gratitudes, lloró al reconocer nuevamente que sin la ayuda de la vecina la vida sería insoportable. Admitió que a estas alturas una muerte rápida sería muestra incontestable de compasión divina.

-No diga eso señor Aníbal. Además, espere un poquito nada más. Hoy es sábado y seguro que los muchachos empiezan a llegar de aquí a un rato.

Cuando ya en su casa puso a cargar por segunda vez la maquina lavadora, María Teresa se extrañó de que el señor Aníbal estuviese tan bien vestido, como en los mejores días; y que insistiese en que a ella la vistieran con aquel vestido azul que le quedaba tan bien.

El recuerdo de unos víveres que faltaban sacó a María Teresa de su abstracción y fue corriendo a comprar lo que le faltaba para el almuerzo.

María Teresa volvía de la tienda y notó a lo lejos la conmoción y el gentío. La consternación tenía consistencia, era palpable en el aire:

-¡Ay María Teresa hija! ¡Ay María Teresa hija! –gritaba la señora Ramona caminando hacia ella.

-Yo oí los dos disparos, uno primero y al ratico el otro… ¡Pero qué me iba a imaginar! –dijo una voz sin rostro ni corazón que brotaba del tumulto.

Ella vestida de azul yacía en la cama con una fuente carmesí del lado del corazón y como dormida. Él estuvo manando dolores, angustias y miedos por la sien derecha pero ahora se lo veía tranquilo.

María Teresa cayó de rodillas sin poder hablar, sin poder llorar, pensando en que era sábado y que los muchachos llegarían tarde, ya muy tarde…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

martes, 5 de marzo de 2024

Un largo día...

 

Como el joven Argimiro era tocayo de su difunto padre, familiares, amigos y relacionados de toda  La Sierra lo llamaban con una forma más larga pero al mismo tiempo diminutiva de su propio nombre: Argimirito.

Monógamo hasta el momento y padre de  media docena de criaturas, Argimirito enfrentaba con igual eficiencia las labores del conuco y las libaciones semanales con los amigos; socios en la penuria de ser un hombre del campo. Lucrecia, su mujer, como la mayoría de sus congéneres, era ama de casa y dedicada a los oficios del hogar. Atendía a los muchachos y al marido lo mejor que podía. Ni bien cumplió los quince años, Argimirito  “se la sacó” y le puso su casita en un alto para ir haciéndole en poco tiempo un faralao de muchachitos.

Madre de seis antes de haber cumplido los treinta años, Lucrecia era una mujer menuda que conservaba sus formas y mostraba en el rostro buena parte de la truncada adolescencia. Firmes las nalguitas y todavía en turgencia los pequeños senos, ejercía un poderoso atractivo en Argimirito quien a causa de ello no se molestaba en buscar por fuera lo que ya tenía en casa.

Un domingo cualquiera que Argimirito amaneció dándose al trago fuerte con tres o cuatro amigos volvía a su casa a eso de las ocho de la mañana. Ni bien coronó la pequeña cuesta de su casa notó que Lucrecia venía de los lados del aljibe: recién se había bañado y traía sobre la cabeza un pequeño canasto de ropa mojada para colgar.  La raída saya se le pegaba al cuerpo a causa del agua y transparentaba sin mezquindades las formas de la mujer. La sola visión de los oscuros pezones, erectos a causa del frio de la atmosfera y el hecho de presentir húmedo y fresco el sexo de la compañera, hizo que Argimirito lograra una inmediata erección y apurara el paso al encuentro de su hembra a la que sabía siempre dispuesta para el combate amoroso.

Apenas comenzaban los primeros besos y escarceos románticos cuando la media docena de carricitos salió rebosante de alegría a recibir a su padre jugando a una especie de ronda en torno de ambos. Ni qué decir que por el momento no se podía hacer otro avance…

Con miradas cómplices y risas entrecortadas entraron los adultos a la casa rodeados de los niños. Hablándose con los ojos acordaron que él saliera hasta el aljibe para tomar su baño antes de venir a desayunar y descansar. Ella iría a llevarle con el jabón la toalla y la muda ropa.

Pero ni porque se lo exigieron ambos padres quiso la tropa de niños quedarse en casa. Antes bien, resolvieron que también se bañarían “con papa”

Parecía que el tan ansiado momento de soledad nunca llegaría antes del almuerzo y Lucrecia se dio a sus labores mientras los niños y su padre fueron, se bañaron y al mucho rato volvieron. 

La sola presencia de su mujer bastaba para encender a Argimirito que ya se encontraba enfebrecido de deseo carnal. Al pasar a su lado la rozaba, la pellizcaba, la invitaba, le hacía sentir su erección y la agonía de ambos -por llamar de alguna manera aquel estado febril- se prolongaba.

Cuando hubieron almorzado él sintió la modorra del trasnocho y supo que debía darse a la siesta aunque fuera un poco. Con los ojos un tanto cargados se fue a la pieza desenrolló el chinchorro que colgaba sobre la cama y se echó en él de boca arriba. En poco, Lucrecia lo alcanzaría y podrían amarse a gusto. La mujer entró y no tuvo tiempo de cerrar la puerta porque la más pequeña de las niñas entró corriendo para ponerse a salvo de uno de sus hermanos que injustamente quería pegarle. La perseguida y el perseguidor terminaron acostados y dormidos al lado de Lucrecia.

“Aturdido y abrumado” como dice la canción, Argimirito se quedó dormido pero despertó sobresaltado cerca de las cuatro de la tarde. Lucrecia estaba en la cocina y hacía el café y el olor de la infusión entraba en todas las estancias de la casa llamando en silencio para la merienda. 

Cuando salió del cuarto se halló con que tres sobrinos suyos se habían unido a la cuadrilla de sus hijos y por lo tanto ahora había más niños en la casa. 

Resignado se sentó en el umbral de la puerta con la mirada en la lejanía. Hasta allí le trajo el café el mayor de sus muchachos mientras que con una sobrinita Lucrecia le hizo llegar un generoso trozo de pan dulce. Mordió el pan, sorbió el café, y calculó que los niños no irían a la cama sino hasta las diez. Sorbió el café nuevamente y dejo salir toda su frustración diciendo:

-¡Coño e su madre! ¡Qué día tan largo, carajo..!

                     CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR