viernes, 12 de febrero de 2021

ENTRE DOS AMARRAN UNO...

 

 

Al poeta José del Carmen Barroso.

El viejo empleado del telégrafo llegó a la casa de Dámaso y le extendió la escueta nota conminatoria: CASO URGENTE. PRESENTARSE EN ESTA. COMPADRE JUANCHO.

Al igual que el remitente, Dámaso era faculto en artes curativas y en deshacer ensalmos. Curaba el mal de ojo y combatía denodadamente a los espíritus malignos con oraciones y rituales recibidos en herencia de su abuelo.

Ni bien llegó a la ciudad puso rumbo a la casa del compadre cuando la siesta el viernes recién terminaba. Un conveniente baño y una ligera refección completaron las ceremonias de bienvenida.

Bien informado por el compadre Juancho esperó la llegada de “el hombre del caso” y pasaron al cuarto de los santos en cuanto éste llegó.

El angustiado paciente de aspecto demacrado y nervioso, víctima de un acoso infernal, relató desde el inicio el espantoso sufrimiento que padecía según sus cálculos desde hacía unas diez semanas.

Al principio solo fueron toques a la puerta que se sucedían a medianoche, y aunque él acudía de inmediato a los insistentes llamados, a nadie conseguía. Acechaba los toques para abrir rápidamente y nadie estaba por allí. A esto siguió el ruido de pisadas provenientes del techo y los fétidos olores sulfúricos que en la penumbra invadían toda la casa.

Sobresaltado, una noche lo despertó el horrendo maullido de un gato negro que apareció en la sala sentado y con una mueca de sonrisa.

Percibía en las tinieblas el reptar de interminables serpientes que todo lo tumbaban a su paso. Escuchaba el gruñido de fieras invisibles y, en una ocasión, el doliente balido de una cabra que estuviera como herida o moribunda.

Más recientemente era atormentado por el horroroso graznido de un ave nocturna que metía la cabeza por los respiraderos de la chimenea del fogón en la vieja casona, y hacía resonar su espeluznante eco por todas las habitaciones.

Los facultos escucharon atentamente el doliente relato  de aquel hombre que evidenciaba estar al borde del colapso nervioso. Consolaron e intentaron calmar al paciente y le ofrecieron la seguridad de una solución definitiva que llegaría la noche siguiente.

Juancho intuyó que el fenómeno volvería a suceder en la medianoche del día que precede al domingo y que sería algo intenso y rápido.

Una vez ido el paciente conferenciaron los compadres sobre la urgencia del caso. Convinieron en que era “un trabajo de trece” y que al cabo de tal número de semanas el paciente podría enloquecer definitivamente o morir de manera trágica. Dedujeron que el objetivo de la sañuda maldad era apropiarse de la casa antes que cobrar la vida de su único habitante.

Llegada la tarde del sábado, Juancho y Dámaso tomaron posada en la casa de junto al paciente a quien se cuidaron de no advertir cosa alguna. Tejieron sendas sogas de purísimo y blanco algodón mientras rezaban trisagios a la Santísima Trinidad y luego procedieron a bendecirse  el uno al otro imprecando a San Miguel Arcángel, príncipe de las milicias divinas. Y todo esto es el más absoluto secreto encerrados como estaban en la habitación que  compartirían hasta la hora de su apocalíptica aventura.

Rociaron sus improvisados cabestros con agua y sal bendita para acostarse apenas se hubo ocultado el sol. La anfitriona, previamente advertida y en extremo feliz de hospedar a tan reconocidos personajes, los llamó cuando ya faltaba poco para la medianoche…

¡Y empezó la minúscula versión del Armagedón!

Llegó el pájaro graznador, y ni bien se había posado sobre la techumbre, se dirigió a saltos –algo propio de los carroñeros- hacia los huecos de la chimenea para meter la cabeza y comenzar con los horrendos graznidos que erizaban la piel a cualquier valiente. Con ímpetu juvenil pese a sus años, Dámaso hizo gala de insospechada agilidad y trepando al techo capturó al pájaro, lo ató con su cabestro bendito y lo arrojó al suelo donde esperaba Juancho para darle inicio a una increíble azotaina.

Dámaso soltó al pajarraco y se unió a los azotes. El animal no pudo alzar el vuelo y se fue renqueando por la calle hasta perderse en la oscuridad de un callejón.

II

Cuando un enfermo no podía acudir a la casa de Don Juancho él se ofrecía por modesta suma a consultarlo a domicilio. Y así las cosas, acudió el miércoles a la casa de Julita La Tuerta para auscultar al mayor de sus hijos quien yacía en cama.

Apenas se vieron médico y paciente, el muchacho comenzó a temblar de tal manera que hacia rechinar el catre en que se encontraba de boca abajo únicamente vestido con sus calzoncillos.

El hijo de Julita mostraba marcas de azotes y su madre contaba que unos bandoleros le dieron “una cueriza” para robarlo, dejándolo tendido en un callejón cerca de la casa donde lo hallaron maltrecho  e inconsciente la mañana del domingo.

Don Juancho no pasó al cuarto y le recomendó a Juanita unos guarapos de concha de cedro y unas unturas de árnica.

¿Y no me le va a rezar? –preguntó la acongojada madre-

Juancho, solemne y con los ojos entornados caminó hacia el catre y se inclinó sobre el paciente musitándole al oído:

¡Negro pendejo! Que te sirva de escarmiento y aprendás a no andar echando vaina. Amén…

CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR