“Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra”
Parménides Teodoro, el
abuelo de mi bisabuelo paterno, pasó a la historia sin apellido alguno.
Español, andaluz, para más señas, es reconocido como el legítimo fundador de La
Cumbrera. Se lo sabe padre de buena parte de la población inicial y diseñador
de la disposición original del pueblo. De sus obras escritas solo se
conservan dos ejemplares, ambos se encuentran en la sección libros y
manuscritos raros de la Biblioteca Nacional.
Y esto lo sé porque mi abuelo Néstor decía que él mismo los había visto.
Yo, ni siquiera por lo llamativo de sus títulos me he motivado a buscarlos: “De
la azarosa vida del famoso desconocido” y “Pormenorizada relación de las cosas
que no es necesario conocer”
La Cumbrera, debió su
fama al hecho de ser el único pueblo de nuestro país que surgió y se extinguió
sin tener sepulturas. Hubo un cementerio, esto ha de aclararse, pero jamás se
utilizó en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo. Alguna
vez nos llamaron “El pueblo sin muertos” pero tal calificativo no se ajustaba a
la realidad porque sí moría la gente, solo que sus cuerpos no llegaban al
pueblo por alguna razón. Propiamente, nadie se murió en el pueblo. Nunca. La
gente de allá siempre murió fuera.
Innumerables aportes a
la cultura nacional tuvieron su origen en La Cumbrera. Por ejemplo, es cosa
bien documentada que habida cuenta de su clarísimo conocimiento del
comportamiento de la mayoría de los materiales y las substancias; fue Parménides
Teodoro quien aconsejó a una de sus
concubinas, María, el introducir la punta del meñique en el centro de una arepa cruda para traspasarla y crear un
agujero. Así, al freír ésta arepa, el aceite podría circular y la arepa se
cocinaría mejor. Claro, esto trajo como consecuencia inevitable que en lo sucesivo aquella María fuera conocida como
“María la del huequito” o simplemente
“María huequito”
Ya en la tercera década
de su existencia se hizo necesario importar mujeres para formar nuevas familias
en La Cumbrera. A estas alturas, todas las uniones sexuales tenían visos de
relación incestuosa. Así, los varones se organizaban en “partidas de caza” para
asistir a fiestas populares y “sacarse” a
las muchachas de los pueblos y caseríos de alrededor. Pero pronto se
convirtieron en los intrusos más odiados y temidos. Dos razones argüían las
mujeres para darles mala fama: tenían éstos “una muy buena dotación para la
vida” y además eran bruscos al amar. Tan lejos se llegó con esto, que se cuenta
que en cierta ocasión cuando un grupo de “cumbreros” se dirigía a unas fiestas patronales
en San Juan del Llano, los sanjuaneros los emboscaron en una quebrada y los
conminaron a regresar por donde mismo había venido.
Y es que en La
Cumbrera, cosa curiosa esta, jamás hubo armas de fuego. Jamás, en los poco más
de ciento veinte años de existencia del pueblo, se oyó un disparo. Entonces,
como los sanjuaneros estaban armados de escopetas y carabinas. Los cumbreros
volvieron sobre sus pasos sin chistar.
Ceferino Godoy, desde lo
alto de un barranco gritó a los que iban en retirada:
-¡Si tienen muchas ganas, cójanse entre
ustedes mismos, desgraciados!
Cuando se cumplieron
los cuarenta años de la fundación de La Cumbrera todo comenzó a ir más rápido.
Un hombre bajaba al conuco caminando hora y media y cuando subía por la tarde
haciendo el mismo recorrido, encontraba a la mujer envejecida y a los muchachos
crecidos. Una mujer se iba a lavar al río llevando una criaturita de pecho y
subía a La Cumbrera con la criatura caminando, de la mano.
En cuestión de unos
pocos días habían pasado tan rápido los años que así, sin pensarlo mucho, las
familias se echaban al monte buscando el rumbo de la ciudad por detener aquello. Cuanto podían cargar se
lo llevaban y en cada amanecer se sabía de un nuevo éxodo producido en la noche
anterior.
Mi abuelo Néstor supo
que no quedaba ninguna familia en el puedo porque una mañana cualquiera nadie
vino a decirle quién se había largado durante la noche. Llegó a la cocina y le
dijo a su mujer y a sus hijos:
-¡Mañana,
ni bien amanezca, nos vamos de aquí!
Y así, llegó mi familia
a esta ciudad donde nos encontramos, un día cualquiera de un año sin importancia, con el cansancio de
haber vivido en un lugar donde nadie había para divertirse y ninguno había
quedado por quien llorar.
CALIXTO
GUITIERREZ AGUILAR