Un repentino apagón acentuaba las tinieblas. Nadie pudo
ver nada. Nadie quiso. Unos cuarenta y cinco minutos después del suceso llegaron
los funcionarios locales de la Policía Técnica de Investigación Criminal. Los ejecutantes
ya se habían marchado a pie calle abajo en medio de la oscuridad de la noche.
Llegó la luz. Unos pocos vecinos comenzaron a salir y a
agruparse en la acera del frente de la casa. El aire estaba infestado de pólvora
y sangre. La noche olía a diablo como recordó después el viejo Manrique.
A la señora Fina la habían dejado hospitalizada esa misma
tarde. Nada serio, dijo el médico, la dejaron más bien para observarla. Era la
tercera vez que enloquecido por las drogas, su hijo le maltrataba. Pero el
doctor estaba equivocado porque la señora Fina tenía el alma rota y el alma no
sale en las radiografías.
A diferencia de Quito, su único hermano, Pepe se dedicó a
malvivir prácticamente desde la adolescencia. La muerte de su padre les hizo
herederos de una modesta fortuna que él no supo aprovechar y que más bien quizá
le sirviera para perderse. Quito en cambio, con todo y ser el más joven,
siempre fue juicioso, bien portado. A estas alturas de la vida por ejemplo, ya
es comandante de unidad en la Policía Técnica de Investigación Criminal. De seguro
apenas se enterara salía de Caracas para atender a su mamá. Los vecinos
comentaban que a Pepe no le esperaba otro final sino el que había conseguido.
-¡Ah mundo si ése muchacho estaba echando vaina desde que
era una criatura!
-¡Y la pobre comadre Fina, Dios me lo perdone, va a
descansar por fin!
-¡Jesús! Si tenía la casa desvalijá.. ya ni olletas le
quedaban a la señora Fina!
-¡Y tanto coroto bueno que dejó el finao!
-¡Ah mundo Dios, madre es madre… cuanto Pepe estuvo preso
la última vez se le iban a secar las canillitas a la pobre mujer de tanto ir y
venir a llevarle de todo!
-¡Pobrecita la señora Fina! Yo tuve que decirle un día
que ella no había fallado en nada, que Pepe no había salido maluco a nadie. Que
los hijos son como quieren ser…
¡Ah mundo! Y cuando le den el parte al pobre Quito. Ése no
va a esperar a que amanezca bien pa venirse volando…
Pero nadie pudo ver nada, nadie quiso. Ninguno reparó en
los dos hombres que se fueron caminando calle abajo en medio de la oscuridad. El
que cruzó a la derecha se subió a un carro y tomó lugar junto al chofer.
Cuando avanzaron un poco escuchó el llanto de otro que estaba
sentado detrás:
¡Tenga valor! Esto es arrecho. Pero usted sabe que no
había más remedio…
Y Quito se secó las lágrimas, respiró fuerte para
recomponerse y dijo:
-¡Es verdad! No había más remedio…
Ya llegaría él de Caracas al otro día para atender a su
mamá.
CALIXTO
GUTIÉRREZ AGUILAR