miércoles, 21 de octubre de 2020

LAS COSAS COMO SON…

 

Si algún evento causaba ansiedad entre los selectos miembros de la alta sociedad de la ciudad era el banquete anual del Colegio de Médicos del Estado. Nada era tan esperado como aquello y no había como aquella otra ocasión para el lucimiento de galas y para el derroche de elegancia y estilo.

Un programa sencillo definido quién sabe por quién y quién sabe cuándo se mantenía en uso desde que los más antiguos miembros del gremio podían recordar: Se daba inicio formal a las ocho de la noche haciendo callar a un grupo de músicos de cámara que tocaban piezas clásicas y tenía lugar la intervención del presidente en ejercicio con unas palabras de salutación.

Acto seguido, el tesorero informaba grosso modo de los ingresos y egresos, luego, se llamaba al médico previamente designado quien con un discurso por regla general muy breve, elogiaba los logros de la directiva y tímidamente señalaba sugerencias o reivindicaciones por alcanzar. Finalmente, a nombre del comité de damas, una copetuda señora invitaba al brindis y al disfrute de la fiesta no sin antes saludar a algún muy raro invitado de cierto renombre, que bien podía ser un venerable prelado, un avinagrado juez, un refulgente comandante del cuartel general y en alguna ocasión hasta un muy mal digerido gobernador.

Una o dos orquestas hacían el marco ideal para las libaciones y los consabidos hartazgos, prohibidos a los pacientes y permitidos a los discípulos de Hipócrates.

Del doctor Méndez U. se rumoraban muchas cosas en torno a su dificultad, aparentemente invencible, para guardar la debida fidelidad conyugal. Dolores, su mujer; “Lolita de Méndez U.” para las amigas, era toda bondad, toda clase, y toda kilos. Últimamente, y esto era lo más comentado, al doctor Méndez U. le había dado por andar con “mujeres de esas” a las que alquilaba para el servicio completo de compañía y cama. Bueno, eso era lo que se decía entonces.

Alguien comentó que en el agasajo al doctor Manrique T. el doctor Méndez U. había tenido el descaro de llevar a una muchacha que bien podría ser su hija, y Merceditas de Marcano P. dijo que era cierto y que además no era la misma “muchacha” que había llevado cuando recibieron a aquel poeta que con  la más grande pompa fue homenajeado por lo más granado de la sociedad.

La verdad era que Lolita de Méndez U. no se merecía ese trato después de tantos años de matrimonio.

Así las cosas, el arribo de tan notable adúltero al banquete fue convirtiéndose en el momento más esperado de la noche por obra del chismorreo de unas cuatro señoras de bien. El galeno infiel no se hizo esperar mucho tiempo, y llegó dejando de boca abierta a cuantos le vieron entrar al salón trayendo del brazo a una caribeña beldad, que embutida en largo traje carmesí de generoso escote, hizo las delicias de cuantos caballeros se hallaban en la fiesta.

La silueta de la muchacha en cuestión, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, nadie, absolutamente nadie habría sabido decir qué era lo que en esa criatura les llamaba la atención. Ya le ofrecían una copa, ya le dirigían un cortés y ceremonioso saludo, ya le acercaban alguna “delicatesse”

La muchacha se mantuvo rodeada de atentos caballeros y amigables vejetes que la halagaban a más y mejor. Alguna conspicua dama hubo que desde su mesa le dirigió una venia cordial.

Cuando a la abrumada muchacha le correspondió ir al servicio de tocador, Merceditas de Marcano P. y otras tres señoras vieron la ocasión de vengar lo que ellas creían que era una afrenta. El grupo de las cuatro señoras entró al baño al tiempo en que la muchacha secaba sus manos y se preparaba para retocar su maquillaje. Una de ellas dijo en tono alto e irónico:

-¡Todo ha cambiado querida Merceditas! Antes, por ejemplo, no se permitía en estos banquetes la presencia de personas de dudosa reputación…

Sabiéndose objeto de la invectiva, la muchacha terminó de usar el lápiz labial y elegantemente lo puso en su bolso. Con ambas manos se ajustó el busto frente al espejo y luego acomodó un poco su cabellera. Giró sobre sus talones y dijo a la dama parlanchina con toda la calma y firmeza del mundo:

-¡Señora! ¡Yo soy puta! Y las cosas como son: si aquí hay una reputación dudosa, no es la mía…

Y salió del baño tan serena como cuando entró a la fiesta dejando en el aire esas incógnitas por las que uno no sabría decir si era la figura, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, o qué era lo que en esa criatura nos llamaba la atención.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

domingo, 11 de octubre de 2020

El coronel Abundio Salvador, jefe civil de La Reforma.

 

Hasta aquel fatídico día en que fue encontrado muerto sobre su escritorio, el coronel Abundio Salvador   había sido el jefe civil de  La Reforma. Pero el coronel no era sino de esos coroneles de retaguardia ascendidos a tal rango a fuerza de contribuir con hombres y vituallas a la revolución en boga o al gobierno de turno según dictara la propia conveniencia.

Luego vino el sacramento que lo hizo compadre del gobernador o presidente de estado, como por entonces se decía, y el compadre  lo hizo jefe civil.

Así pues, el coronel Abundio Salvador por obra de su cartera y de su bragueta impuso su inobjetable autoridad por aquellos cantones. Doquiera que usted posase sus ojos al salir de La Reforma encontraba posesiones del jefe civil. Mejor dicho, en cosa de una década, la primera de su mandato, el coronel se había hecho con haciendas y conucos, potreros y pastizales de tal manera, que el pueblo entero vino a quedar en los predios del coronel Abundio Salvador.

Y es que en materia de terrenos decía: “Si yo lo quiero, ya es mío” fórmula similar a la que aplicaba referida a las mujeres “Yo a la que le pongo el ojo, me la cojo”

Cobraba impuestos en metálico o en especies según le dictara el apetito en cada ocasión. Se cobraba con tierras o cosechas según los sentimientos que le engendrase aquel que compareciese ante él. Inauguró la iglesia, la escuela, la casa del médico y nueve buenos calabozos a los cuáles nunca faltaron inquilinos. Sorteó cinco gobiernos distintos, y si no envejeció en el cargo, fue por aquello que ya sabemos: lo encontraron muerto (asesinado, la verdad sea dicha) la mañana de un lunes cualquiera.

Claro, tampoco es que aquel haya sido “un lunes cualquiera” porque también ese día  murió el maestro Sixto. El maestro Sixto  “Sixtico” para los amigos cercanos, algunos muy cercanos, cercanísimos, íntimos más bien; rindió su alma al creador de todas las cosas a consecuencia de un infarto que dizque estuvo provocado por la traición de un ahijado suyo que de la noche a la mañana dejó la casa cargando con una botija en la cual Sixto atesoraba áureas monedas de tiempos idos.

Habiendo corrido todos a la casa de Sixtico, perdón, del maestro Sixto, nadie admitió después haber escuchado siquiera rumor de los dos tiros que acabaron con la vida del coronel Abundio Salvador. Y esto que el suceso debió ocurrir a eso de las ocho de la mañana cuando todos o la mayoría se encuentran en la plaza, yendo a la escuela o barriendo sus tramos de acera al frente de la casa.

A los pocos días tres detectives llegaron a La Reforma y no dejaron piedra sin voltear en aras de establecer la verdad del suceso, pues desde la capital del estado, clamaba justicia el gobernador por el vil asesinato de tan eximio varón, dechado de virtudes cívicas y cuidado ejemplo del ejercicio de autoridad.

A fin de cuentas no se llegó a nada. Se estableció –eso sí- la certeza de veintisiete hijos en bastardía y se mencionaron otros cuatro individuos que tal vez sí o tal vez no porque uno nunca sabe. Salieron a relucir las pintas en las que podía leerse “Vagabundio” y que con cierta frecuencia aparecían en La Reforma adornando las paredes de la escuela, la botica o la misma iglesia.

Interrogaron al doctor Esteban pero rápidamente fue descartado porque aunque tenía motivos no tuvo ocasión para hacerlo personalmente o medios para intentarlo por encargo. Lo de su hermana Marisela y el coronel tuvo pues que quedarse así.

Hicieron comparecer al padre Sebastián y lo único que quedó en claro fue que las muchachas de Ramonita no eran sus sobrinas  ni Ramonita era su hermana. Pero como el día anterior al suceso el padre se quedó por los lados de La Ciénega en casa de otra hermana con la que tenía un sobrinito igualito a él, fue descartado. De modo que lo del embarazo de la mayor de las sobrinas, atribuido al ahora difunto coronel, debió quedarse así. Eso sí, el padre Sebastián se opuso a las exequias del jefe civil, y Abundio Salvador fue sepultado “sin Dios ni santa María”

A causa de su muerte el maestro Sixto fue exonerado de toda sospecha. Y eso que el coronel le había expropiado el fundo heredado de sus padres alegando impuestos caídos y declaraciones vencidas. Jacinta, la hermana paterna del maestro Sixto, amancebada como estaba con Abundio Salvador, recibió “al cuido” la finca en cuestión, donde el jefe civil iba a refocilarse algunos fines de semana y en las fiestas de guardar.

Fue conminado el abogado Salas, quien hacía de  juez interino eventualmente, porque  no faltó quien lo señalara como posible autor, material o intelectual, por aquella ocasión en que el coronel lo hizo detener por una semana para meterse en su casa y dormir con Amanda, una catirita de Los Juncos que era mujer de Salas. Pero tampoco este hombre tuvo que ver.

No quedó varón en el pueblo y en sus caseríos circundantes que no fuera exhaustivamente interrogado para luego ser descartado.

Y al fin, después de sesenta y tres días de investigaciones y pesquisas los detectives se largaron no pudiendo dar satisfactoria respuesta a sus superiores.

A Marcelina la viuda del coronel la consumió la pena hasta que pudo liquidar todas las propiedades del difunto y juntando su dinero se largó de La Reforma antes de un año.

Mi padre tenía dieciséis años cuando la acompañó hasta la parada de autobuses por cargarle las maletas, y muchos años después, sin especificarme por qué, me aconsejaba lo mismo que según él le aconsejara Marcelina al despedirse:

“¡Pórtese bien, mijo! ¡Pórtese bien! ¡Mire que al más astuto de los hombres lo jode la mujer más pendeja!”

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR