jueves, 24 de septiembre de 2020

Que quede entre tú y yo…

 

Te cuento que me encuentro en situación de calle porque así lo quise en su momento. No soy víctima de nada, acaso de mi propia torpeza, pero de nada más. Soy perfectamente consciente  de que uno solamente puede ser feliz cuando vive como quiere. Y como yo vivo como quiero…

No sé cómo habrá sido la vida de otros individuos que voy conociendo en estas misma circunstancias que enfrento día con día. Si algo se aprende rápido, muy rápido, al estar en la calle, es que lo mejor es evitar las indagaciones sobre la vida ajena. Eso no evita toparse eventualmente con algún entrépito o entrépita (complacidos los que insisten en hablar según el género) que quiera compadecerse de uno y qué quiera saber por qué uno terminó deambulando por ahí. Insisto, yo no pregunto, y en parte lo hago para que no me pregunten.

Tuve una casa y una “familia” por así decirlo. Pero un día cualquiera me harté de ellos y de sus normas, de su vida regulada, supremamente normada en la que no se consienten espacios para la libertad individual. ¡Coño! Es que yo no sé ser masa.

Me harté de su “cuidado con los muebles”, “no pases por ahí”, “ven a comer”, “tienes que bañarte”, “esa alfombra es nueva” y entonces hice lo que mi espíritu libre me indicaba: cómo no podía mandarlos todos a la mierda – y si los mandaba no se irían- me fui yo. Todos dormían la siesta de un pesado domingo cuando decidí largarme. No dudo que me buscaron ¡Si hasta carteles hicieron! – ¡Qué gentecita!- pero yo había decidido no volver y más nunca volví.

En materia de reglas, no sigo sino las mías, y cómo éstas contemplan no causar daño a nada  o nadie salvo en el caso de defensa de la propia vida; voy por ahí tranquilamente.

En cuanto a la satisfacción de mis necesidades básicas de alimento y abrigo admito que al principio comer de lo que hallaba en la calle me resultaba muy bascoso, emético; pero uno se acostumbra porque entiende que es comer así o morir de hambre. Para dormir, duermo donde me dé sueño y a la hora que sea. En ocasiones me asocio con otros y entre todos nos cuidamos. Sin embargo, yo me cuido de asociarme muy seguido porque de inmediato surgen reglas, normas y jefes. Y yo prefiero ser de la pandilla pero no del rebaño.

Admito que tengo una inclinación muy marcada en cuanto al placer sexual, de verdad, admito que soy un fornicario irremediable. Por supuesto, como vivo en la calle no tengo tiempo para ponerme de exquisito y atiendo a la que se venga sea de la condición y aspecto que fuere. No tengo reparos.

Es verdad que al principio esto de copular en cualquier parte y ante la vista de otros me producía algún escrúpulo, pero ya superé esa vaina. Cuando la gente me lanza interjecciones o me grita obscenidades por refocilarme en la vía pública sé con toda certeza que no los mueve la salud moral sino la envidia, la más vulgar y cochina envidia.

Admito sí, que esto de tener  que  vaciar mi vejiga o desocupar mis intestinos en la vía pública me costó mucho trabajo al principio –claro, ya les dije que yo alguna vez tuve mi casa- pero también he superado esas convenciones sociales.  Ahora que lo pienso, es curioso que la gente, sabiendo de qué va la cosa, se encierre en espacios reducidos para “oler” sus propias excrecencias. ¡Guácala! yo no hago eso.

Si me sorprende la necesidad, hago mis deposiciones dónde sea y sigo adelante como si nada. Así de simple.

Por otro lado, en cuanto a la religión no me atrevo a declararme abiertamente ateo, no sea que al final sí haya algo o alguien del otro lado de esta vida. Eso sí, aunque tengo muchos parientes católicos yo siempre fui de inclinación protestante. Pero a raíz de mis malas experiencias con dos pastores de origen extranjero (uno de Bélgica y otro de Alemania) decidí que mejor andaba yo por la libre. Porque si algo buscan los pastores es eso a lo que yo me resisto: un rebaño. Y repito que yo para ser del rebaño prefiero ser de la pandilla.

En materia de recibir consejos me cuido mucho. Los atiendo muy poco o no los atiendo, y, en cuanto a darlos, me cuido más. Eso sí, contigo voy a permitirme uno, uno solo:

¡No digas que todo esto te lo contó un perro callejero porque nadie, absolutamente nadie, te lo va a creer!

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

1 comentario:

  1. Excelente historia primo, aunque no siempre es a un perro que le sucede esta forma de vivir, sino que, en la calle hay personas que fueron muy prósperas en algún momento y por alguna situación frustrante que no pudieron superar por diferentes razones, decidieron dejar sus casas y deambular por las calles.

    ResponderBorrar