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Emilis González O.
A
Elwis Mendoza G.
Cuando
yo salí de San Josesito tenía dieciséis años de edad, tal vez menos, no
recuerdo bien. Lo que sí tengo claro es el imperativo de mi padre machacando
una y otra vez que yo me tenía que ir del pueblo para poder estudiar y hacerme
de una carrera. Que si me quedaba no iba a pasar de ser un agricultor
medianamente letrado, dueño de cuatro vacas peludas, que primero reza para que
llueva y luego ruega porque escampe. Cuando yo salí de San Josesito ya la
señora Eufrasia tenía su negocio.
El
negocio de Eufrasia estaba en su casa ubicada en una mediana colina desde donde
se dominaba el pueblo y desde donde la vista alcanzaba al río y a la carretera.
Y aunque muy rápido lo apodaron “botiquín” no
era sino que ella había dispuesto unas seis mesas y algunos taburetes en
su patio de cuatro corredores. ”Facha” como se la conocía en san Josesito,
vendía en principio aguardiente de caña de inconfesable procedencia. Luego dispuso de enfriadores y cerveza. En
principio se bastaba ella sola, pero con el paso del tiempo fue contratando
cantineros, eso sí, para expender las especies nada más; que para administrar
seguía bastándose ella.
No
sé en qué año, en un gesto de verdadera osadía comercial, Facha se hizo de un
gramófono de esos que operan con monedas, es decir, una rockola, como se la conoce popularmente.
La rockola sirvió para acrecentar las ventas y para extender los horarios de
atención a la clientela, al menos mientras fue una novedad.
A
buena parte de San Josesito llegaban los ecos del negocio de Eufrasia. La voz
de Andrés Cisneros hizo lugar en todas las casas a “La cama vacía” y amenazaba con desgracias a la “China hereje” Por supuesto que Julio
Jaramillo se colocó entre los más solicitados junto con Las hermanas Calles, el
Dueto América, Antonio Aguilar y José Alfredo Jiménez. Puede que alguna vez
sonara uno que otro disco de Javier Solís o de Pedro Infante, y es posible que Gabriel Raymond o Alfonso
Ortíz Tirado se dejaran escuchar muy de cuando en cuando.
De
Antonio Aguilar solo estaba prohibida una canción: “Por el amor a mi madre” y esto porque Facha decía que no le
convenía que alguno se tomase en serio aquello de dejar la parranda y dar un
definitivo adiós a las botellas de vino.
La
clientela de Eufrasia fue siempre masculina. Ellos desbebían sus aguas en el
segundo patio de la casa rodeados de chécheres y mil cachivaches, a cielo
abierto y sin más iluminación que la provista por los astros según la hora del
día. Esa pared, la que cerraba el segundo patio, podía verse claramente desde
mi casa aunque no nos quedara tan cerca. Facha y su negocio eran unos vecinos
en relativa distancia.
En
San Josesito hubo escuela primaria, jefatura civil, iglesia y botiquín. Éramos pues,
un pueblito organizado. Teníamos dos tiendas de quincallería, víveres y géneros
diversos. Hubo también un zapatero llamado Antenor quien a la puerta de su casa
tenía colocado un anuncio: “Inversiones
Antenor, lustre y reparación de calzados en general. Atendido por su propio
dueño” pero en un pueblo donde quien no iba descalzo usaba alpargatas el
zapatero lo tenía difícil. Solo en diciembre y en marzo le salían trabajos en
su especialidad.
Para
ayudarse, Antenor hacía mil cosas más y se ofrecía como ayudante de todo. Junto
a ello, cultivaba un huerto y era dueño de un pequeño rebaño que jamás alcanzó
a tener una docena de cabras. Pero al zapatero nunca le faltaba “su real y
medio”
Cuando
me gradué de ingeniero volví a San Josesito a instancias de papá quien insistía
en exhibirme por el pueblo como una suerte de vaca preñada de gemelos. Aquello
de “cum laude” que erizaba la piel de mi padre cada que hablaba de ello nada
decía a las buenas gentes de mi lugar natal. En mi ausencia, nada o casi nada
había cambiado; con la honrosa excepción de que Antenor se había casado con
María Teresa Montero, de quien por más que me daban referencias no alcanzaba yo
a tener memoria. Los esposos esperaban ya, su segundo hijo.
Esa
noche me senté con papá al frente de la casa mirando hacia el botiquín de
Eufrasia desde donde de a poco traía el viento viejas expresiones harto
conocidas para mí: “Vencido, con el alma
amargada; sin esperanzas, hastiado de la vida… Mi muchachita, no seas
cruel” “Mil kilómetros he caminado
buscando el olvido de un cruel sentimiento… no me sigas quitando la vida, no me
mates, por Dios, te lo ruego…” “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que
supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas
verdes…” “Si yo muero primero, es tu promesa… con toda el alma llena de
sentimiento, la escribiré con sangre…” “Una sota y un cabaaaallo, burlarse querían mí”
No
pude volver por San Josesito en muchos años. Creo que cuando papá y mamá
murieron yo estaba en Alemania o en Italia en algún congreso o simposio, no
recuerdo, hace ya mucho tiempo.
Pero
a comienzos de este año, cuando por darme unas vacaciones de emergencia y
arreglar por fin unos asuntos de herencia y reparticiones tuve que volver al
pueblo, me asombré al ver que los cambios eran prácticamente imperceptibles.
Uno que era viejo ahora es difunto y otro que era joven ahora es viejo, fuera
de ello, no mayor cosa.
Recuerdo
que mi llegada fue un lunes por la mañana, y que como me dijeron que se
necesitarían al menos otros dos días para finiquitar mi asunto, agradecí el
tener que quedarme. Y aquella noche, ahora sin papá, mirando hacia el botiquín
de Eufrasia me senté al frente de mi casa.
Un
ahijado de mi mamá, que había quedado al cuidado de la casa, vino a acompañarme
y a ponerme al día de las vidas ajenas con ése enfermizo afán informativo que
padecen las gentes de algunos pueblos pequeños. Así llegamos al zapatero de quien me dijo:
-Hoy
debe estar ya bebiendo ahí en lo de
Facha… ¡El nada más que bebe los lunes! ¡Y se emborracha como el carajo!
Me
asombré por dos cosas: porque no creía
que aun viviera Eufrasia y porque a Antenor no lo recordaba yo en esos trances
de borrachera.
El
ahijado me dijo que Eufrasia había muerto hacía tiempo pero que del negocio se
había encargado una nieta. Me aclaró que el zapatero no era ni mala persona ni
hombre desordenado, sino que desde que la mujer lo había abandonado llevándose
a los dos muchachos todavía pequeños, se emborrachaba los lunes. Que ya
borracho le daba por llamarla y llorar a gritos, con lo cual, se sabía que
había alcanzado la cumbre de la embriaguez, y luego se retiraba dando tumbos
rumbo a su casa para no salir hasta el lunes siguiente.
Me
asaltaron gratos recuerdo cuando alcancé a escuchar como un eco familiar de mi
infancia: “No me sigas quitando la vida,
no me mates, por Dios, te lo ruego…” y acto seguido escuché con toda
claridad:
-¡Ay
María Teresa, no joooda!
El
ahijado de mamá me dijo que ése era el zapatero en el primero de los asaltos de locura sufriente
que padecía cuando había llegado al tope de la borrachera:
-¡Ahí
está llamando a la mujercita! ¿No te dije? Le faltan dos gritos más pa irse, ya
debe estar rascao. Parece que cuando se agarra la paloma es que se acuerda de
María Teresa… ¿No ves que el grita nomás cuando sale a mear? ¡Papá decía que
cada uno llora su pena por donde más la siente!
Todavía
otras cuatro veces escuchamos el eco de la misma canción hasta que de pronto las
melodías se cambiaron: “Tú solita te
fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del
árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”
Y
de pronto un segundo grito:
-¡María
Tereeeeesa, mi amor!
Mi
acompañante de aquel momento miró el reloj y al constatar que faltaba poco para
las once de la noche me advirtió que al pobre de Antenor el zapatero ya no le quedaba mucho en el local. Otras cuatro o
cinco veces se repitió la sentencia: “Rama
seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”
Y
de pronto escuchamos:
-¡Hiiiiija
de puuuuuuuta!
Unos
minutos después apagaron la rockola. Antenor, según supusimos, iba dando tumbos
rumbo a su casa.
El
ahijado se levantó para despedirse, guardó su silla y como al volver yo estaba
de pie, también recogió la mía sin darme tiempo a decidir si me quedaba otro
rato afuera. Yo pensaba en que debe ser muy aburrido vivir en un lugar donde
siempre sucede lo mismo, pero él al estrecharme la mano, me espetó:
-¡Qué
difícil debe ser vivir en una ciudad donde nunca se sabe qué puede pasar!
CALIXTO
GUIÉRREZ AGUILAR
Porqué sólo en Diciembre y Marzo le salían trabajos en su especialidad al zapatero?
ResponderBorrarSolo estaba prohibida una canción, jajajaja " por el amor a mi madre" le iba a correr la clientela !
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