domingo, 5 de diciembre de 2021

RUEGA POR NOSOTROS...

 

A unas dos horas de la capital del estado, en la falda  de la sierra ubicada al sur, está el pueblo de san José, cabeza del municipio. Una media hora más adelante, cruzando a la derecha, se puede llegar a  “La Vega de san José” donde vivió y murió la niña Séfora, o la niña Seforita, como también se la conoció.

Era la segunda de los dos hijos que tuvo Misia Remigia, una vieja mandona y rezandera. Benjamín, el mayor de los hijos, ni bien pudo independizarse tomó el rumbo de Caracas y jamás volvió por el pueblo. A Caracas, en aquel tiempo, la rodeaba una niebla de misterio. Y aunque algunos juraban “con la mano derecha puesta sobre un saco de biblias” que sí existía, otros ponían en duda que se tratase de un lugar real.

A Séfora, se le apodó “La niña” ya desde la temprana madurez, porque era cosa atestiguada que jamás se la vio en trato carnal con varón alguno dedicada como estaba al cuidado de su madre quien se postró relativamente joven. El título  de “Niña” expresaba una cierta mezcla de respeto y compasión por aquella mujer hermosa y de maneras dulces poseedora de una gran paciencia.

Al pie de la cama de su madre forjó sus virtudes porque Misia Remigia no era  fácil de tratar. Como su madre, Seforita era amiga de rezos e imágenes, de novenas y velas, de trisagios y lámparas de aceite.

En cierta ocasión en que las visitara una desesperada señora de allá de San José, ambas se comprometieron a rezar fervorosamente por ella a fin de que cesara la razón de su aflicción. La circunstancia, vencida a pesar  de considerársela imposible, hizo que la dama volviera agradecida y dadivosa con aquellas intercesoras. A poco de eso, adquirieron fama de ser muy eficaces al rogar y fueron llegando las gentes de los contornos trayendo toda clase de angustias y hallándose en cualquier clase de predicamentos.

Martín, el de Francisca, hizo  un cartelito de madera muy simple a instancias de Misia Remigia y lo fijó a la derecha de la puerta de la casa: “Aquí se alumbra y se reza” porque es cosa bien comprobada que para hacer eficaces los ruegos se precisa de la luz de las velas.

A partir de entonces, a la puerta de la casa se sucedían diálogos  y situaciones muy interesantes que permitían pulsar el alma de los paisanos: que dice mi mamá que tome aquí para que le alumbre a Las Tres Divinas Personas pa que papaíto vuelva de la guerra esa… Niña Séfora, que dice mi abuela que pa que le alumbre a San Onofre por ver si consigo trabajo ligero… Que dice tío Alberto que le alumbre al ánima de Juan Salazar pa que suelten a Joseíto que se lo llevaron reclutao… Para que por favor me alumbre a  san Ramón Nonato para que saque con bien a Marcelina que está pariendo… Que manda a decir Papabuelo que le alumbre a San Roque porque las cabras cogieron una peste… Vengo por aquí pa que me alumbre a La Mano Poderosa porque puse una bodega y quiero que me vaya bien… Que por favor me alumbre al Justo Juez por ése problema de Arsenio que se lo llevaron preso sin tener culpa…

Los fieles que acudían a Misia Remigia y a su hija daban un modesto aporte metálico, suerte de limosna más bien, que ellas empleaban en comprar velas y en acrecentar las imágenes del cuarto de los santos a cada paso del turco Hassan. Hassan venía mensualmente por el caserío con ropas y quincallerías que dejaba a crédito hasta la próxima visita.  Hassan empezó a traer velas en cajones de veinticuatro unidades que muy pronto se hicieron insuficientes. Por el turco Hassan, llegaron, con un vidrio al frente, un cartón a la espalda y luciendo un modesto marco de cinta para embalar, san Marcos de León, santa Eduviges, santa Marta, santa Helena, san Expedito, san Martín de Loba y un chofer de apellido Sánchez entre muchos otros.

Y es que en el cuarto de los santos compartían altar los bienaventurados de la iglesia católica y los otros, los bienaventurados del pueblo crédulo.

A la muerte de su madre, la niña Séfora se dedicó con más veras a su oficio de sacerdotisa  y en tal ocupación vivió hasta el último de sus días.

Nunca exigía pero siempre aceptó de buen grado los dones que algunos agradecidos le presentaban y por eso nunca sufrió de hambres o pasó necesidades. Cuentan que en cierta ocasión llego a tener poco más de doce cabras.

Solía advertir a cada feligrés cuando aceptaba un encargo de rezo y luz:

-¡Ve que lo que Dios no quiere los santos no lo pueden!

Y con ello se libraba de reclamos si lo que se pedía no se alcanzaba.

Con la práctica, aprendió a advertir ciertas particularidades que tenían los santos y las ánimas a las cuales rogaba. Por ejemplo, para rogar a las ánimas del purgatorio o hacer sufragios por algún difunto, la  noche del lunes resultaba ideal. Para obtener favores de santa Marta, nada como ofrecerle los nueve martes; para rogar al ánima de Juan Salazar debían ofrecérsele además de la consabida luz de una vela, un trocito de arepa y un sorbito de agua, porque aquel soldado Salazar había muerto hambriento y sitibundo en una campaña.

Otra cosa, es que no se debía insistir a los santos para traer al mundo hijos varones y que no se debía pedir novio a san Antonio de Padua porque los que por esta vía llegaban eran hombres maltratadores.

De los más solicitados entre sus contactos del cielo, estaba siempre el célebre san Ramón Nonato, cuyo prodigioso nacimiento –cuatro días después de muerta su madre- lo convertía en el abogado de parturientas y las grávidas en apuros. A santa Rita de Casia y a san Judas Tadeo tampoco les faltaban solicitantes.

A comienzos de un mes de junio la niña Séfora advirtió severamente a Matilde, la hija de Jacintica la de El Alto, porque quería que le alumbrara a san Antonio de Padua con el firme propósito de que el  Musiú Hassan se casara con ella.

-¡No mijita! ¡No sabés lo que pedís! Los maridos que consigue san Antonio son echadores de cuero…

Y no supo más de Matilde hasta cerca del mes de diciembre en que le mandó a pedir que le alumbrara al muy eficaz san Ramón Nonato.

Una noche de primero de febrero, como era costumbre, los habitantes de varios caseríos se acomodaban en el cerro de san José para mirar las ofrendas de fuego en la víspera de La Virgen de Candelaria. Muchos pasaban al raso aquella noche con profusión de música, bocadillos y ron. Aquella reunión espontanea era esperada por los enamorados y por los adúlteros con gran emoción. Desde la cumbre del cerro se divisaban, además de La Vega de san José, El Alto, El Llanito y san Pablo.

La víspera del dos de febrero, aquellas gentes serranas hacían pequeñas fogatas cada uno al frente de su casa a las que llamaban “candelarias” y por eso, en la oscura noche, ver las candelarias de todos los caseríos resultaba un espectáculo para ellos muy bonito. De pronto en La Vega de san José una candelaria comenzó a crecer y a crecer en medio de los aplausos de los que allá lejos la contemplaban, pero de repente, uno gritó:

-¡Eso no es una candelaria! ¡Se quema la casa de la niña Séfora!

Lo siguiente fueron carreras y  atropellos, gritos y tropiezos para bajar del cerro. En poco, las llamas cobraron renovados bríos alentadas por una repentina brisa y rápidamente se consumió la casa. Nada podía hacerse. Convertida en un millón de pavesas, la casa y su única habitante volaron efímeras.

La estupefacción impuso un gran silencio. Una mujer se adelantó hacia el brasero y con un dejo de tristeza exclamo sin aspavientos:

-¡Niña Séfora! ¡Niña Seforita!

Y todos respondieron;

-¡Ruega por nosotros!

Pero estos de ahora son otros tiempos: pocos alumbran, muchos no rezan, nadie cree…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

 

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