Al poeta José del Carmen Barroso.
El viejo empleado del telégrafo llegó a la casa de Dámaso
y le extendió la escueta nota conminatoria: CASO URGENTE. PRESENTARSE EN ESTA.
COMPADRE JUANCHO.
Al igual que el remitente, Dámaso era faculto en artes
curativas y en deshacer ensalmos. Curaba el mal de ojo y combatía denodadamente
a los espíritus malignos con oraciones y rituales recibidos en herencia de su
abuelo.
Ni bien llegó a la ciudad puso rumbo a la casa del
compadre cuando la siesta el viernes recién terminaba. Un conveniente baño y
una ligera refección completaron las ceremonias de bienvenida.
Bien informado por el compadre Juancho esperó la llegada
de “el hombre del caso” y pasaron al cuarto de los santos en cuanto éste llegó.
El angustiado paciente de aspecto demacrado y
nervioso, víctima de un acoso infernal, relató desde el inicio el espantoso
sufrimiento que padecía según sus cálculos desde hacía unas diez semanas.
Al principio solo fueron toques a la puerta que se
sucedían a medianoche, y aunque él acudía de inmediato a los insistentes llamados,
a nadie conseguía. Acechaba los toques para abrir rápidamente y nadie estaba
por allí. A esto siguió el ruido de pisadas provenientes del techo y los
fétidos olores sulfúricos que en la penumbra invadían toda la casa.
Sobresaltado, una noche lo despertó el horrendo
maullido de un gato negro que apareció en la sala sentado y con una mueca de
sonrisa.
Percibía en las tinieblas el reptar de interminables
serpientes que todo lo tumbaban a su paso. Escuchaba el gruñido de fieras
invisibles y, en una ocasión, el doliente balido de una cabra que estuviera
como herida o moribunda.
Más recientemente era atormentado por el horroroso
graznido de un ave nocturna que metía la cabeza por los respiraderos de la
chimenea del fogón en la vieja casona, y hacía resonar su espeluznante eco por
todas las habitaciones.
Los facultos escucharon atentamente el doliente
relato de aquel hombre que evidenciaba
estar al borde del colapso nervioso. Consolaron e intentaron calmar al paciente
y le ofrecieron la seguridad de una solución definitiva que llegaría la noche
siguiente.
Juancho intuyó que el fenómeno volvería a suceder en
la medianoche del día que precede al domingo y que sería algo intenso y rápido.
Una vez ido el paciente conferenciaron los compadres
sobre la urgencia del caso. Convinieron en que era “un trabajo de trece” y que
al cabo de tal número de semanas el paciente podría enloquecer definitivamente
o morir de manera trágica. Dedujeron que el objetivo de la sañuda maldad era
apropiarse de la casa antes que cobrar la vida de su único habitante.
Llegada la tarde del sábado, Juancho y Dámaso tomaron
posada en la casa de junto al paciente a quien se cuidaron de no advertir cosa
alguna. Tejieron sendas sogas de purísimo y blanco algodón mientras rezaban
trisagios a la Santísima Trinidad y luego procedieron a bendecirse el uno al otro imprecando a San Miguel Arcángel,
príncipe de las milicias divinas. Y todo esto es el más absoluto secreto
encerrados como estaban en la habitación que
compartirían hasta la hora de su apocalíptica aventura.
Rociaron sus improvisados cabestros con agua y sal
bendita para acostarse apenas se hubo ocultado el sol. La anfitriona,
previamente advertida y en extremo feliz de hospedar a tan reconocidos
personajes, los llamó cuando ya faltaba poco para la medianoche…
¡Y empezó la minúscula versión del Armagedón!
Llegó el pájaro graznador, y ni bien se había posado
sobre la techumbre, se dirigió a saltos –algo propio de los carroñeros- hacia
los huecos de la chimenea para meter la cabeza y comenzar con los horrendos
graznidos que erizaban la piel a cualquier valiente. Con ímpetu juvenil pese a
sus años, Dámaso hizo gala de insospechada agilidad y trepando al techo capturó
al pájaro, lo ató con su cabestro bendito y lo arrojó al suelo donde esperaba
Juancho para darle inicio a una increíble azotaina.
Dámaso soltó al pajarraco y se unió a los azotes. El animal
no pudo alzar el vuelo y se fue renqueando por la calle hasta perderse en la oscuridad
de un callejón.
II
Cuando un enfermo no podía acudir a la casa de Don
Juancho él se ofrecía por modesta suma a consultarlo a domicilio. Y así las cosas,
acudió el miércoles a la casa de Julita La Tuerta para auscultar al mayor de
sus hijos quien yacía en cama.
Apenas se vieron médico y paciente, el muchacho
comenzó a temblar de tal manera que hacia rechinar el catre en que se
encontraba de boca abajo únicamente vestido con sus calzoncillos.
El hijo de Julita mostraba marcas de azotes y su madre
contaba que unos bandoleros le dieron “una cueriza” para robarlo, dejándolo
tendido en un callejón cerca de la casa donde lo hallaron maltrecho e inconsciente la mañana del domingo.
Don Juancho no pasó al cuarto y le recomendó a Juanita
unos guarapos de concha de cedro y unas unturas de árnica.
¿Y no me le va a rezar? –preguntó
la acongojada madre-
Juancho, solemne y con los ojos entornados caminó
hacia el catre y se inclinó sobre el paciente musitándole al oído:
¡Negro pendejo! Que te sirva
de escarmiento y aprendás a no andar echando vaina. Amén…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR
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