martes, 5 de marzo de 2024

Un largo día...

 

Como el joven Argimiro era tocayo de su difunto padre, familiares, amigos y relacionados de toda  La Sierra lo llamaban con una forma más larga pero al mismo tiempo diminutiva de su propio nombre: Argimirito.

Monógamo hasta el momento y padre de  media docena de criaturas, Argimirito enfrentaba con igual eficiencia las labores del conuco y las libaciones semanales con los amigos; socios en la penuria de ser un hombre del campo. Lucrecia, su mujer, como la mayoría de sus congéneres, era ama de casa y dedicada a los oficios del hogar. Atendía a los muchachos y al marido lo mejor que podía. Ni bien cumplió los quince años, Argimirito  “se la sacó” y le puso su casita en un alto para ir haciéndole en poco tiempo un faralao de muchachitos.

Madre de seis antes de haber cumplido los treinta años, Lucrecia era una mujer menuda que conservaba sus formas y mostraba en el rostro buena parte de la truncada adolescencia. Firmes las nalguitas y todavía en turgencia los pequeños senos, ejercía un poderoso atractivo en Argimirito quien a causa de ello no se molestaba en buscar por fuera lo que ya tenía en casa.

Un domingo cualquiera que Argimirito amaneció dándose al trago fuerte con tres o cuatro amigos volvía a su casa a eso de las ocho de la mañana. Ni bien coronó la pequeña cuesta de su casa notó que Lucrecia venía de los lados del aljibe: recién se había bañado y traía sobre la cabeza un pequeño canasto de ropa mojada para colgar.  La raída saya se le pegaba al cuerpo a causa del agua y transparentaba sin mezquindades las formas de la mujer. La sola visión de los oscuros pezones, erectos a causa del frio de la atmosfera y el hecho de presentir húmedo y fresco el sexo de la compañera, hizo que Argimirito lograra una inmediata erección y apurara el paso al encuentro de su hembra a la que sabía siempre dispuesta para el combate amoroso.

Apenas comenzaban los primeros besos y escarceos románticos cuando la media docena de carricitos salió rebosante de alegría a recibir a su padre jugando a una especie de ronda en torno de ambos. Ni qué decir que por el momento no se podía hacer otro avance…

Con miradas cómplices y risas entrecortadas entraron los adultos a la casa rodeados de los niños. Hablándose con los ojos acordaron que él saliera hasta el aljibe para tomar su baño antes de venir a desayunar y descansar. Ella iría a llevarle con el jabón la toalla y la muda ropa.

Pero ni porque se lo exigieron ambos padres quiso la tropa de niños quedarse en casa. Antes bien, resolvieron que también se bañarían “con papa”

Parecía que el tan ansiado momento de soledad nunca llegaría antes del almuerzo y Lucrecia se dio a sus labores mientras los niños y su padre fueron, se bañaron y al mucho rato volvieron. 

La sola presencia de su mujer bastaba para encender a Argimirito que ya se encontraba enfebrecido de deseo carnal. Al pasar a su lado la rozaba, la pellizcaba, la invitaba, le hacía sentir su erección y la agonía de ambos -por llamar de alguna manera aquel estado febril- se prolongaba.

Cuando hubieron almorzado él sintió la modorra del trasnocho y supo que debía darse a la siesta aunque fuera un poco. Con los ojos un tanto cargados se fue a la pieza desenrolló el chinchorro que colgaba sobre la cama y se echó en él de boca arriba. En poco, Lucrecia lo alcanzaría y podrían amarse a gusto. La mujer entró y no tuvo tiempo de cerrar la puerta porque la más pequeña de las niñas entró corriendo para ponerse a salvo de uno de sus hermanos que injustamente quería pegarle. La perseguida y el perseguidor terminaron acostados y dormidos al lado de Lucrecia.

“Aturdido y abrumado” como dice la canción, Argimirito se quedó dormido pero despertó sobresaltado cerca de las cuatro de la tarde. Lucrecia estaba en la cocina y hacía el café y el olor de la infusión entraba en todas las estancias de la casa llamando en silencio para la merienda. 

Cuando salió del cuarto se halló con que tres sobrinos suyos se habían unido a la cuadrilla de sus hijos y por lo tanto ahora había más niños en la casa. 

Resignado se sentó en el umbral de la puerta con la mirada en la lejanía. Hasta allí le trajo el café el mayor de sus muchachos mientras que con una sobrinita Lucrecia le hizo llegar un generoso trozo de pan dulce. Mordió el pan, sorbió el café, y calculó que los niños no irían a la cama sino hasta las diez. Sorbió el café nuevamente y dejo salir toda su frustración diciendo:

-¡Coño e su madre! ¡Qué día tan largo, carajo..!

                     CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

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