Chuchito
y Chichito habían nacido en el más inmediato occidente de la ciudad de Coro,
por entonces Distrito Miranda del estado Falcón. Sus vidas apacibles
transcurrían monótonas entre las orillas del mar, unos medanales dispersos, la
pesca, la crianza de chivos, la cacería de iguanas y conejos; unas pocas
gallinas y el comercio de diversos géneros.
Para
el comercio se valían de sendos burros de la casa que su padre había dispuesto
para ello. Caballeros o caminantes, los hermanos recorrían las aldeas y
comarcas haciendo trueque, vendiendo y comprando, informándose e informando,
enseñando y aprendiendo.
La
Estacaíta, San José, El Recreo, El Limoncito, Las Tasajeras, Turamaco, Santa
Rita, El Majagual y otros caseríos de nombre ya perdido conformaban el coto
particular de los hermanos.
La
vida era buena pero dura. Si estaban en casa el día comenzaba temprano con olor
de café, rumor de ordeño y sabor de arepa pelada. Tras las exigentes jornadas
la tarde venía cargada de trinos y revuelos: chirritos, chuchubes, cotas y
gonzalitos volvían a sus árboles y cardones para pasar la noche. Por supuesto,
volvían también los pericos con grande alboroto. Estaban los pericos de cara
sucia y unos más pequeños de intenso verde llamados comúnmente “vivitos” La
vida era buena pero dura y sin embargo los atardeceres algo tenían de idílicos.
No
tenían educación formal y la falta de ella solía notárseles en la atropellada
forma de hablar. Eso sí, de su padre habían aprendido a llevar cuentas, cosa
fundamental para un comerciante.
Sucedió
que en cierta ocasión Chuchito y Chichito, habiendo salido muy de madrugada
para la faena comercial no tuvieron tiempo de comer algo. Amanecía ya cuando
llegaron a una casa donde debían hacer sus primeras transacciones y como era de
esperarse el hambre marcaba la pauta. Una vez hechos los intercambios y las compras
les ofrecieron desayuno como muestra de cordialidad tras haber cerrado el
trato, y aunque ambos aceptaron sucedió que Chuchito terminó declinando la invitación a la mesa
cuando la joven que los convidaba les dijo:
-¡Ah
bueno! Pasen para que se coman un periquito, que eso está muy rápido.
Chuchito,
ignorando que la vianda ofertada consistía en un revoltillo aderezado con
trocitos de cebolla y tomate, sintió una mezcla de asco y de lástima, de dolor
y de asombro cuando oyó aquel nombre que inmediatamente asoció a las ruidosas
avecillas que tarde a tarde alegraban el cardonal. Chichito, entendiendo al
momento las reservas de su hermano con aire sonriente se puso a la mesa sin
aclararle nada.
Chuchito
veía y trataba de mantenerse impasible mientras su hermano comía con fruición
aquel manjar que él había despreciado por no saber a ciencia cierta en qué
consistía.
Un
largo trecho anduvieron al dejar aquella casa y cerca de las once de la mañana
hicieron parada bajo un frondoso dividive. El penoso silencio en el que habían
marchado fue roto por Chuchito que recostado al palo tomó un largo trago de
agua:
-¡Coño
e la madre Chichito! Lo ques no sabel… porque si yo ha sabío que esa vaina era
huevo frito no fuera dicho que no…
Chichito
que en ése instante intentaba hidratarse tosió el agua que había ingerido
sucumbiendo a un ataque de risa que a su hambriento hermano no le quedó otro
recurso que secundar.
El
tiempo pasó y ambos hermanos comercian recuerdos, truecan estrellas y caminos
en la memoria de sus descendientes que no conocieron aquellas épocas en que la
vida era dura pero buena, y algo de idílicos tenían los atardeceres…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR.
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