A
unas dos horas de la capital del estado, en la falda de la sierra ubicada al
sur, está el pueblo de san José, cabeza del municipio. Una media hora más adelante,
cruzando a la derecha, se puede llegar a “La Vega de san José” donde vivió y
murió la niña Séfora, o la niña Seforita, como también se la conoció.
Era
la segunda de los dos hijos que tuvo Misia Remigia, una vieja mandona y rezandera.
Benjamín, el mayor de los hijos, ni bien pudo independizarse tomó el rumbo de
Caracas y jamás volvió por el pueblo. A Caracas, en aquel tiempo, la rodeaba
una niebla de misterio. Y aunque algunos juraban “con la mano derecha puesta
sobre un saco de biblias” que sí existía, otros ponían en duda que se tratase
de un lugar real.
A
Séfora, se le apodó “La niña” ya desde la temprana madurez, porque era cosa atestiguada
que jamás se la vio en trato carnal con varón alguno dedicada como estaba al
cuidado de su madre quien se postró relativamente joven. El título de “Niña”
expresaba una cierta mezcla de respeto y compasión por aquella mujer hermosa y
de maneras dulces poseedora de una gran paciencia.
Al
pie de la cama de su madre forjó sus virtudes porque Misia Remigia no era fácil
de tratar. Como su madre, Seforita era amiga de rezos e imágenes, de novenas y velas,
de trisagios y lámparas de aceite.
En
cierta ocasión en que las visitara una desesperada señora de allá de San José, ambas
se comprometieron a rezar fervorosamente por ella a fin de que cesara la razón de
su aflicción. La circunstancia, vencida a pesar de ser considera imposible,
hizo que la dama volviera agradecida y dadivosa con aquellas intercesoras. A
poco de eso, adquirieron fama de ser muy eficaces al rogar y fueron llegando
las gentes de los contornos trayendo toda clase de angustias y hallándose en
cualquier clase de predicamentos.
Martín,
el de Francisca, hizo un cartelito de madera muy simple a instancias de Misia Remigia
y lo fijó a la derecha de la puerta de la casa: “Aquí se alumbra y se reza” porque
es cosa harto comprobada eso de que para hacer eficaces los ruegos se precisa
de la luz de las velas.
A
partir de entonces, a la puerta de la casa se sucedían diálogos y situaciones
muy interesantes que permitían pulsar el alma de los paisanos: que dice mi mamá
que tome aquí para que le alumbre a Las Tres Divinas Personas pa que papaíto
vuelva de la guerra esa… Niña Séfora, que dice mi abuela que pa que le alumbre
a San Onofre por ver si consigo trabajo ligero… Que dice tío Alberto que le
alumbre al ánima deJuan Salazar pa que suelten a Joseíto que se lo llevaron
reclutao… Para que por favor me alumbre a san Ramón Nonato para que saque con
bien a Marcelina que está pariendo… Que manda a decir Papabuelo que le alumbre
a San Roque porque las cabras cogieron una peste… Vengo por aquí pa que me
alumbre a La Mano Poderosa porque puse una bodega y quiero que me vaya bien…
Que por favor me alumbre al Justo Juez por ése problema de Arsenio que se lo
llevaron preso sin tener culpa…
Los
fieles que acudían a Misia Remigia y a su hija daban un modesto aporte
metálico, suerte de limosna más bien, que ellas empleaban en comprar velas y en
acrecentar las imágenes del cuarto de los santos a cada paso del turco Hassan.
Hassan venía mensualmente por el caserío con ropas y quincallerías que dejaba a
crédito hasta la próxima visita. Hassan empezó a traer velas en cajones de
veinticuatro unidades que muy pronto se hicieron insuficientes. Por el turco
Hassan, llegaron, con su vidrio al frente, su cartón a la espalda y su modesto
marco de cinta para embalar: san Marcos de León, santa Eduviges, santa Marta,
santa Helena, san Expedito, san Martín de Loba y un chofer de apellido Sánchez
entre muchos otros.
Y es
que en el cuarto de los santos compartían altar los bienaventurados de la
iglesia católica y los otros, los bienaventurados del pueblo crédulo.
A la
muerte de su madre, la niña Séfora se dedicó con más veras a su oficio de sacerdotisa
y en tal ocupación vivió hasta el último de sus días.
Nunca
exigía pero siempre aceptó de buen grado los dones que algunos agradecidos le
presentaban y por eso nunca sufrió de hambres o pasó necesidades. Cuentan que
en cierta ocasión llego a tener poco más de doce cabras.
Solía
advertir a cada feligrés cuando aceptaba un encargo de rezo y luz:
-¡Ve
que lo que Dios no quiere los santos no lo pueden!
Y
con ello se libraba de reclamos si lo que se pedía no se alcanzaba.
Con
la práctica, aprendió a advertir ciertas particularidades que tenían los santos
y las ánimas a las cuales rogaba. Por ejemplo, para rogar a las ánimas del
purgatorio o hacer sufragios por algún difunto, la noche del lunes resultaba
ideal. Para obtener favores de santa Marta, nada como ofrecerle los nueve
martes; para rogar al ánima de Juan Salazar debían ofrecérsele además de la
consabida luz de una vela, un trocito de arepa y un sorbito de agua, porque
aquel soldado había muerto hambriento y sitibundo en una campaña.
Otra
cosa, es que no se debía insistir a los santos para traer al mundo hijos
varones y que no se debía pedir novio a san Antonio de Padua porque los que por
esta vía llegaban eran hombres maltratadores. De los más solicitados entre sus
contactos del cielo, estaba siempre el célebre san Ramón Nonato, cuyo
prodigioso nacimiento –cuatro días después de muerta su madre- lo convertía en
el abogado de las parturientas y las embarazadas en apuros.
A
santa Rita de Casia y a san Judas Tadeo tampoco les faltaban solicitantes.
A
comienzos de un mes de junio la niña Séfora advirtió severamente a Matilde, la hija
de Jacintica la de El Alto, porque quería que le alumbrara a san Antonio de
Padua con el firme propósito de que el Musiú Hassan se casara con ella.
-¡No
mijita! ¡No sabés lo que pedís! Los maridos que consigue san Antonio son echadores
de cuero…
Y no
supo más de Matilde hasta cerca del mes de diciembre en que le mandó a pedir que
le alumbrara al muy eficaz san Ramón Nonato.
Una
noche de primero de febrero, como era costumbre, los habitantes de varios caseríos
se acomodaban en el cerro de san José para mirar las ofrendas de fuego en la víspera
de La Virgen de Candelaria. Muchos pasaban al raso aquella noche con profusión
de música, bocadillos y ron. Aquella reunión espontanea era esperada por los
enamorados y por los adúlteros con gran emoción.
Desde
la cumbre del cerro se divisaban, además de La Vega de san José, El Alto, El
Llanito y san Pablo.
La
víspera del dos de febrero, aquellas gentes serranas hacían pequeñas fogatas
cada uno al frente de su casa a las que llamaban “candelarias” y por eso, en la
oscura noche, ver las candelarias de todos los caseríos resultaba un
espectáculo para ellos muy bonito.
De
pronto en La Vega de san José una candelaria comenzó a crecer y a crecer en
medio de los aplausos de los que allá lejos la contemplaban, pero derepente,
uno gritó:
-¡Eso
no es una candelaria! ¡Se quema la casa de la niña Séfora!
Lo
siguiente fueron carreras y atropellos, gritos y tropiezos para bajar del
cerro. En poco, las llamas cobraron renovados bríos alentadas por una repentina
brisa y rápidamente se consumió la casa. Nada podía hacerse. Convertida en un
millón de pavesas, la casa y su única habitante volaron efímeras.
La
estupefacción impuso un gran silencio. Una mujer se adelantó hacia el brasero y
con un dejo de tristeza exclamo sin aspavientos:
-¡Niña
Séfora! ¡Niña Seforita!
Y
todos respondieron;
-¡Ruega
por nosotros!
Pero
estos de ahora son otros tiempos: pocos alumbran, muchos no rezan y ya nadie cree…
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