Hace
tres años que llegué a este país como muchos otros de mis connacionales. Me
sirvieron de contacto algunas personas que en mi época de estudiante había
conocido. De mi tierra se huye por muchas razones, pero dudo que mis compañeros
de viaje hayan acertado al sospechar las mías. De alguna manera, yo emigraba
por motivos si no del todo inconfesables, al menos, reservados. Llegué a este
país para ponerme a buen seguro teniendo todo un continente de por medio.
Hace
algunas semanas, sin embargo, me acosa la idea de ser reconocido de un momento
a otro; tal vez porque arrastro conmigo “la vergüenza de haber sido y el dolor
de ya no ser”
Nunca
tuve por costumbre cuidar mucho de mi cabellera. Yo era pelilargo con barba y
bigotes. Pero la misma semana en que llegué aquí cambié mi aspecto. Ahora llevo
el rostro afeitado y un corte de pelo de estilo más bien castrense.
Hace
tres años que llegué a este país, justo ayer se han cumplido.
En
mi tierra, el último destino que tuve fue un remoto caserío insular llamado “La
despedida” bastante lejos de todo, y por ello mismo, propicio para los desmanes
y los excesos, para la impunidad; lar ideal de contrabandistas y amores
furtivos.
Apenas
desembarqué en “La despedida” me informaron que el jefe militar purgaba pena de
arresto por embriaguez y exposición indecente en la vía pública. Supe que el
jefe civil, tras encarcelar al comandante, se fue a tierra firme para ocuparse
de sus negocios de contrabando y trata de blancas. Me dijeron que “una mujer de
esas” de día daba clases a los niños que querían aprender a leer y a escribir
y, que alrededor de unos quince años antes, cerraron el puesto de socorro y
salud.
Mi
llegada pasó desapercibida, y, al menos en los seis primeros meses de mi
estancia, no signifiqué nada para nadie en “La despedida”
Con
el tiempo me integré perfectamente a la vida de la comunidad y en menos de un
año ya era prácticamente un isleño más.
Para
el segundo año, habiendo superado ciertos escrúpulos iniciales, ya me
emborrachaba con los lugareños en la plaza o en el burdel de “La Tigra”.
Poco
después, dormía a crédito con algunas de las muchachas que llegaban nuevas y a
poco de eso, ya ni pagaba.
Al
principio tuve que hacerme de la vista gorda ante los malos manejos y las
marañas en que se entretejían el Comandante y el Jefe Civil. Pero un día, el
Comandante me dijo “donde comen dos, comen tres” y así vine a meterme yo
también en ciertos asuntos de los cuales no estoy orgulloso. Fui muchas veces a
tierra firme para concretar negocios, para hacer compras, para hacer pagos,
para buscar muchachas, para entregar paquetes, para transmitir órdenes; y así,
casi que sin quererlo me vi metido hasta el cuello en la más podrida red de
corrupción.
La
esposa y la hija de Agustín, que así se llamaba el Jefe Civil, me recibían en
tierra firme con las más espléndidas atenciones, inocentes de cuanto sucedía en
“La despedida”
Pero
en mi corrupción, fui desleal con Agustín. No puedo calcular ahora cuál de las
dos traiciones le dolió más.
Tuve
que defenderme de Agustín y pasó lo que pasó. Como era un lunes por la noche y
nadie nos vio, y debido al hecho de que yo los martes muy de mañana iba hasta
tierra firme por un día o dos, dudo que alguien haya sospechado algo hasta que
se dieron cuenta de que desaparecí.
Hace
tres años que llegué a este país, justo ayer se han cumplido. Me agobia la idea
de ser identificado de un momento a otro y debo calmarme. Por eso suelo venir a
este café que no es muy concurrido.
Con
mi factura, la amable camarera me ha entregado un papelito doblado:
-¡Aquí
le envían!
Mejor
me voy y lo leo en casa.
II
Hace
tres años que llegué a este país y hoy hace cuarenta días que no salgo de casa.
Estoy al borde de la paranoia. Voy a comerme este papel. Por última vez lo
reviso, y sí, sí dice lo que todos estos días de encierro he leído una y otra
vez: “Sin barba y sin sotana me costó reconocerlo”
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