Cuando
cumplí ocho años mi abuelo dijo que ya podía hacer mandados porque yo era un
hombrecito. Aquello, inflamó de orgullo mi pecho infantil a tal punto que
decidí usar únicamente pantalones largos cuando me tocara ir a cumplir algún
encargo fuera de la casa. Consideré también que podría visitar a Vanesa Elena y
besarla en la boca como hacían los novios en las telenovelas porque, a fin de
cuentas, de “hombrecito” a “hombre” la diferencia debía ser muy poca.
No
me importaba que por aquella época ella rondara los diecisiete.
Abuelito
era un hombre de rituales. Cerca de las cuatro de la tarde se bañaba, iba por
leche y pan, y luego de merendar se sentaba al frente de la casa hasta la hora
de la cena. Yo siempre le acompañé a la panadería que estaba a cuadra y media.
El dueño, un tipo muy amable, trataba de “don” a mi abuelo, y las muchachas, le
decían “señor” pero lo trataban con gran cortesía. Conmigo, las muchachas se
deshacían en atenciones y halagos, que si “hola papi”, que si “hola mi amor”,
que si “hola mi niño”
Abuelito
siempre compraba lo mismo, un litro de leche “Del lago” y diez panes salados.
Él era un hombre de rituales.
No
recuerdo claramente mi primera incursión fuera de la casa para ir a la panadería,
pero de lunes a domingo estuve asistiendo cumplidamente por varios meses a
realizar mi encargo de un litro de leche “Del lago” y diez panes salados. Una
tarde, el dueño salía de la panadería y al notarme sostuvo la puerta para que
yo entrara:
-¡Pase
adelante, caballero!
Y
como las muchachas ya no me decían “papi” o “mi niño” la convicción de que era
un hombre se afianzaba cada vez más en mí. Qué vaina. No sé cómo no me fui a
casa de Vanessa Elena para besarla en la boca como hacían los novios en las
telenovelas.
El
caso es que una tarde, al entrar en la panadería algo llamó mi atención: una
marca extranjera anunciaba que por la compra de un litro de leche te
obsequiarían un muñequito. En realidad, las figuritas representaban a unos
niños disfrazados de animales.
Cuando
me dirigí al mostrador, ahí estaban, brillantes, hermosos, incitantes,
llamativos, convocantes y provocadores los muñequitos. Era de esperarse: ipso
facto, cambié de marca y me llevé un litro de aquella leche y diez panes
salados. Pensaba que al final todas las leches saben igual.
Noté
a mi abuelito un tanto contrariado en cuanto vio la leche. Pero yo tenía en mi
bolsillo al pequeño león y soñaba ya con el tigre, el panda, el elefante, la
cebra y otros tantos animales como pudiera conseguir para el cabecero de mi
cama. Al siguiente día, volví a la panadería, traje los panes, la leche de
aquella marca y un oso panda en mi bolsillo que rápidamente fue a parar al
cabecero de mi cama junto al león.
Cuando
salí de mi cuarto me esperaba abuelito en la sala con una taza en la mano y la
leche aquella aun sin abrir. A su orden, me senté frente a él, abrió la leche,
colmó la taza y me la extendió. Ni bien me bebí la taza de leche, volvió a
colmarla y me la extendió. La tomé pero con más pausa, y, cuando hice ademán de
levantarme, abuelito me conminó y tuve sentarme de nuevo.
-¡Se
la va a tomar toda, carajo! ¡Usted trae esta leche porque es la que le gusta!
¡Entonces se la toma toda!
La
tercera vez que mi abuelo sirvió la taza no alcancé a tomarla toda porque me
sobrevino el vómito. Tras el vómito, el llanto copioso de mi niño de ocho años,
la intervención de mi madre, la defensa de mis tías, y el regazo generoso de mi
abuela que me consolaba.
La
basura que se acumulaba en un terreno baldío detrás de nuestra casa sumó
aquella noche un pequeño león y un osito panda que yo hice volar por los aires
con espíritu vengativo.
La
tarde siguiente volví a la panadería, y allí estaban cerca del mostrador,
burlones, afeados, sarcásticos, despreciables y más plásticos que nunca, los
muñequitos esos.
Con
firme voz ordené leche “Del lago” y diez panes salados.
Ya
en la calle, una vez traspuesto el cristal de la puerta, y muy seguro de que
ellos me escucharían, grité a todo pulmón, como solamente un hombre de ocho años
podría hacerlo:
-
¡Muñequitos de mieeeeeerda!
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