Siempre
que pude traté de huir de dos cosas y por la misma razón: del contacto con
cadáveres y de la cólera de mi tío Ibrahim. En ambos casos la razón era la
misma: el miedo. Pero no se crea usted que aquello era un simple miedo básico,
primitivo, común, explicable. No, no, el mío era un miedo paralizante,
enfermizo; patológico que llaman algunos.
Mi
tío Ibrahim no era propiamente mi tío sino que lo era de mi papá. Era el último
hijo de mi bisabuelo y familiarmente se lo conocía como “Tío Baíncho”
“Tío
Baíncho” era famoso por sus rabietas, por sus accesos de ciega ira destructiva.
Se decía además que era iniciado en malas artes de hechicería y magia negra.
Contrariarlo suponía hacer estallar aquella “cólera homérica” de imprevisibles
consecuencias. ¿No iba yo a temerlo?
Pero
a mis diecisiete años, y ya de novio con Marisela, me planteaba yo el hecho de
que si podía ir de cacería o de pesca, si bien podía escaparme con Marisela por
esas oscuranas del monte para hacer cosas de jóvenes enamorados; y todas éstas
son cosas que entrañan peligros reales ¿por qué no podía hacer frente a mis
temores?
Y me
llegó la hora de mostrar valentía cuando menos lo esperaba…
Mi
tía Rosario, ya centenaria, tras una larga agonía murió en la tarde de un
veinticuatro de diciembre. Tía Charito, como le decíamos, se había ido
reduciendo en su cama hasta quedar convertida en cuerpo chiquito y seco que
seguramente no pesaba mucho. Aclaro que tía Charito no era propiamente mi tía
ni tía de mi papá, en realidad, de quien sí era tía, era del tío Baíncho.
Armado
de valor fui con Marisela hasta la casa donde muchas mujeres comenzaban los
preparativos para el velorio. Impelido por mi novia entré en la habitación
donde la diminuta anciana yacía con los brazos a los lados del cuerpo y con una
pañoleta atada para sostener su quijada. Hecho el valiente me introduje a la
pieza y me paré en un rincón del cuarto a enterarme con todos mis sentidos de
que estaba delante de un muerto mientras mi mente me aseguraba que aquel cuerpo
inerte era incapaz de hacerme algo.
Admito
que a ratos me parecía que tía Charito repentinamente se sentaría o gritaría.
Creía entrever su respiración agitada y me daba la impresión de que de golpe
abriría los ojos y con voz de ultratumba pronunciaría mi nombre. Yo me estaba
cagando de miedo.
Pero
lo malo nunca anda solo…
Un
ruido de mueble torpe invadió la casa y la atronadora voz del tío Baíncho fue
llenando cada rincón de las estancias.
-¡Coño
e la madre Charito! No pudites coger otro día pa morite…
El
aroma del ron trasegado llenó el cuarto de la muerta de donde en un santiamén
salieron las mujeres sin que yo tuviera tiempo de reaccionar. Torpemente, tío
Baíncho descargó en el suelo un rústico cajón que habría de servir de ataúd. Yo
estaba paralizado en mi rincón, entumecido, acalambrado y a punto de gritar
como un loco. Me habría salido corriendo si el corpulento tío Baíncho con su
cajón no hubiera estado atravesado en la puerta del cuarto. Miré hacia el
ventanuco encima de la cama y juzgué imposible salir por ahí sin tener las
habilidades y el cuerpo de un felino.
Todo
sucedió muy rápido: el tío se dirigió hacia la cabeza de la muerta para tomarla
por los hombros y con firmeza me ordenó que la tomara yo por los pies para
meterla al cajón. A la orden del tío me moví hacia el cuerpo y la tomé un poco
por encima de los tobillos para levantarla.
Aquella
frialdad del cadáver me subió por los brazos y me llegó a la cabeza en un dos
por tres, luego comenzó a invadirme todo el cuerpo y perdí el sentido víctima
de un desmayo.
Lo
demás son recuerdos muy vagos de aquella hora, imprecaciones de tío Baíncho,
gritos de Marisela, olores de alcohol, abanicar de cartones y después yo
sentado en la acera de enfrente sin saber muy bien qué había pasado y mamá
diciéndome que nos fuéramos a casa para cambiarme de ropa.
Pasado
un tiempo nos fugamos y nos vinimos a vivir a esta ciudad donde he sabido que
por fin murió tío Baíncho tan viejo como estaba tía Charito en su momento.
Marisela
se fue ayer para los actos de velorio y enterramiento.
Yo
no he querido ir por quedarme escribiendo esto y así vencer de una vez por
todas el miedo que le tengo a los cadáveres y a la cólera de tío Baíncho, un
viejo muy capaz de sentarse aún después de muerto, abrir los ojos y pronunciar
mi nombre con voz de ultratumba por el puro placer de ver cómo me desmayo y me
cago del miedo…
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