Con
muchas cosas buenas compensa esta ciudad provinciana el hecho de vivir tan lejos
de la capital de la república. Cierto es que a ésta no la surcan grandes
autopistas y no la pueblan modernos conjuntos residenciales. Es verdad que las
noticias y los avances tecnológicos a veces nos llegan con un cierto sabor
rancio de cosa harto manida, pero bueno; alguna cuota habíamos de pagar por
vivir en sana paz en medio de gentes respetuosas y amables que todavía cultivan
valores perdidos en las grandes metrópolis.
Así
pensaba el doctor Isaías Teruel mientras caminaba hacia la división de salud pública
cuyo moderno edificio de dos plantas contrastaba con los viejos caserones del tiempo
colonial y toda esa circundante arquitectura del tiempo inmediato a las guerras
de independencia. Sabía que por lo bajo, aun sus mismos colegas lo llamaba “el doctor
de las putas” pero eso no le importaba. Había soportado con cierto estoicismo los
chistes malos que le hacían en el “Colegio de Médicos” y toda la guasa que
sobre su oficio se producía. Pero alguien tenía que hacerlo, alguien debía
ocuparse “de las muchachas” como decía él.
A
los pocos meses de haber llegado al servicio de salud pública había organizado
la unidad sanitaria donde se atendía a las trabajadoras sexuales. Él ideó un
formato para el control y la ubicación de cada meretriz que hubiera en la
ciudad y sus inmediatos alrededores. La ficha, que era como se llamaba a la
tarjeta de controles sanitarios, resultó tan exitosa que el ministro de sanidad
la adoptó sin variantes y asumió su elaboración y distribución a nivel
nacional.
El
doctor Isaías Teruel se había establecido en esta ciudad cuando apenas egresaba
de la Universidad Central y llegó hasta aquí atendiendo a una disposición más
bien arbitraria. Elena Vargas conquistó su corazón y con ella se casó a los
pocos meses de noviazgo. Muchos años intentaron tener hijos y no pudieron. Pero
justo cuando ya se habían resignado y Elena frisaba la cuarentena de años, la
vida les dio lo que tanto habían anhelado: una hija. La nombraron María
Inmaculada y todo fue cuidado y primores para la que fuera el único vástago de
los esposos Teruel Vargas.
II
-¿Cómo
es eso de usted no tiene cédula de identidad? -preguntó el médico-
-¡La
mayoría de nosotras no tiene documentos ni más papeles que la ficha, doctor!-
respondió
la interrogada-
-¿Cuál
es su nombre?
-Carmen
Dionisia Contreras
-¿Cuál
es su alias?
- Me
dicen “Estrella”
Las
jornadas de control sanitario agotaban al doctor Teruel y en muchas ocasiones
le causaban gran aflicción. Su trato cortés y respetuoso para con aquellas
mujeres le hacía ganarse sus corazones y terminaba escuchando toda clase de
historias, aconsejando, reprendiendo; y sufriendo…
Muy
pocas admitían un movimiento voluntario que las llevara “al negocio”. La mayoría
se confesaba víctima del engaño o de la pobreza. Muchas habían sufrido inimaginables
abusos en el seno del propio hogar.
-¿Cuál
es su nombre?
-Eleonora
Chacón
-¿Cuál
es su alias?
- Me
dicen “La catira”
Pero
en su esposa encontraba el doctor Teruel su paño de lágrimas y los hombros generosos
con los cuales compartir aquellas historias que escuchaba y que sin dudas se
convertían para él en una pesada carga. Su niña, su María Inmaculada, le daba entonces
todas las alegrías que un padre pudiera esperar
-¿Cuál
es su nombre?
-Jacinta
Chiquinquirá Montiel
-¿Cuál
es su alias?
- Me
dicen “La maracucha”
Aquejado
de hipertensión arterial y con tantos años de servicio el doctor Isaías
reconoció que tal vez se esforzaba mucho
-¡Es
que te puede dar algo! ¡Tienes que bajar el ritmo! –aconsejó su amigo el cardiólogo
-Tenga
cuidado doctor, tenga más cuidado –le indicó un día la señora Encarnación, quien
trabajaba como su secretaria y ayudante.
Cuando
María Inmaculada completó el bachillerato en el colegio de las salesianas resolvió
irse a la capital para estudiar Derecho. Con gran tristeza y lleno de temores su
padre aceptó la decisión y por intermedio de viejas amistades logro hacerse de
un céntrico apartamento en el cual colocarla no muy lejos de la universidad.
Convinieron en que la señora Elena viajaría con cierta frecuencia para ver a la
niña.
III
La
noticia del colapso del doctor Isaías Teruel conmovió tanto a la ciudad que muchísima
gente llegó al hospital apenas se enteró. El diagnóstico fue devastador: el accidente
cerebro-vascular era irreversible, la condición delicada y el pronóstico de vida
muy poco alentador. Se aconsejó a la señora Elena que adelantara los trámites
de la agencia funeraria y que hiciera volver a su hija.
Lo
había encontrado la señora Encarnación. El rostro demudado con el ojo derecho
casi desorbitado, amoratada toda la cara y el brazo derecho contraído sobre el pecho.
Sus pantalones evidenciaban el haber sufrido descontrol de esfínteres y emitía un
sonido gutural suerte de ronquido-aullido. Del ojo izquierdo manaban lágrimas. Todos
aceptaron lo indiscutible: al final, el trabajo le costó la vida. Teruel no descansaba
y eso terminó por agotarlo.
Diez
días sobrevivió al ataque y fue sepultado en medio de gran pompa y con
legítimas muestras de dolor.
A las
dos semanas su oficina fue remodelada y ocupada por un nuevo doctor. Todo fue barrido
y desechado, todo.
Solo
una cosa conservó la señora Encarnación: la ficha de control sanitario que el doctor
había recibido por correo de un remitente desconocido y que ella misma logró sacarle
de la mano cuando lo encontró en el piso aquel fatídico día:
Unidad sanitaria Caracas,
Distrito Federal.
Alias:
Vanessa
Apellidos:
Teruel Vargas.
Nombres: María Inmaculada.
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