Como
el joven Argimiro era tocayo de su difunto padre, familiares, amigos y relacionados
de toda La Sierra lo llamaban con una forma más larga pero al mismo tiempo
diminutiva de su propio nombre: Argimirito.
Monógamo
hasta el momento y padre de media docena de criaturas, Argimirito enfrentaba
con igual eficiencia las labores del conuco y las libaciones semanales con los
amigos; socios en la penuria de ser un hombre del campo. Lucrecia, su mujer, como
la mayoría de sus congéneres, era ama de casa y dedicada a los oficios del hogar.
Atendía a los muchachos y al marido lo mejor que podía. Ni bien cumplió los quince
años, Argimirito “se la sacó” y le puso su casita en un alto para ir haciéndole
en poco tiempo un faralao de muchachitos.
Madre
de seis antes de haber cumplido los treinta años, Lucrecia era una mujer menuda
que conservaba sus formas y mostraba en el rostro buena parte de la truncada adolescencia.
Firmes las nalguitas y todavía en turgencia los pequeños senos, ejercía un
poderoso atractivo sexual en Argimirito quien a causa de ello no se molestaba
en buscar por fuera lo que ya tenía en casa.
Un
domingo cualquiera que Argimirito amaneció dándose al trago fuerte con tres o cuatro
amigos volvía a su casa a eso de las ocho de la mañana. Ni bien coronó la pequeña
cuesta de su casa notó que Lucrecia venía de los lados del aljibe: recién se había
bañado y traía sobre la cabeza un pequeño canasto de ropa mojada para colgar.
La
raída saya se le pegaba al cuerpo a causa del agua y transparentaba sin mezquindades
las formas de la mujer. La sola visión de los oscuros pezones, erectos a causa
del frio de la atmosfera y el hecho de presentir húmedo y fresco el sexo de la compañera,
hizo que Argimirito lograra una inmediata erección y apurara el paso al encuentro
de su hembra a la que sabía siempre dispuesta para el combate amoroso.
Apenas
comenzaban los primeros besos y escarceos románticos cuando la media docena de
carricitos salió rebosante de alegría a recibir a su padre jugando a una especie
de ronda en torno de ambos. Ni qué decir que por el momento no se podía hacer
otro avance…
Con
miradas cómplices y risas entrecortadas entraron los adultos a la casa rodeados
de los niños. Hablándose con los ojos acordaron que él saliera hasta el aljibe
para tomar su baño antes de venir a desayunar y descansar. Ella iría a llevarle
con el jabón la toalla y la muda ropa.
Pero
ni porque se lo exigieron ambos padres quiso la tropa de niños quedarse en
casa. Antes bien, resolvieron que ellos también se bañarían “con papa”
Parecía
que el tan ansiado momento de soledad nunca llegaría antes del almuerzo y Lucrecia
se dio a sus labores mientras los niños y su padre fueron, se bañaron y al mucho
rato volvieron.
La
sola presencia de su mujer bastaba para encender a Argimirito que ya se encontraba
enfebrecido de deseo carnal. Al pasar a su lado la rozaba, la pellizcaba, la invitaba,
le hacía sentir su erección y la agonía de ambos -por llamar de alguna manera
aquel estado febril- se prolongaba.
Cuando
hubieron almorzado él sintió la modorra del trasnocho y supo que debía darse a
la siesta aunque fuera un poco. Con los ojos un tanto cargados se fue a la
pieza desenrolló el chinchorro que colgaba sobre la cama y se echó en él de
boca arriba. En poco, Lucrecia lo alcanzaría y podrían amarse a gusto.
La
mujer entró y no tuvo tiempo de cerrar la puerta porque la más pequeña de las
niñas entró corriendo para ponerse a salvo de uno de sus hermanos que injustamente
quería pegarle. La perseguida y el perseguidor terminaron acostados y dormidos
al lado de Lucrecia.
“Aturdido
y abrumado” como dice la canción, Argimirito se quedó dormido pero despertó sobresaltado
cerca de las cuatro de la tarde. Lucrecia estaba en la cocina y hacía el café y
el olor de la infusión entraba en todas las estancias de la casa llamando en
silencio para la merienda.
Cuando
salió del cuarto se halló con que tres sobrinos suyos se habían unido a la cuadrilla
de sus hijos y por lo tanto ahora había más niños en la casa.
Resignado
se sentó en el umbral de la puerta con la mirada en la lejanía. Hasta allí le trajo
el café el mayor de sus muchachos mientras que con una sobrinita Lucrecia le hizo
llegar un generoso trozo de pan dulce. Mordió el pan, sorbió el café, y calculó
que los niños no irían a la cama sino hasta las diez.
Sorbió
el café nuevamente y dejo salir toda su frustración diciendo:
-¡Coño
e su madre! ¡Qué día tan largo, carajo..!
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