De
todas las cosas con las que soñaba Andrés Genaro desde su adolescencia una descollaba
con especial brillo: él quería tener un reloj. Ajá, sí, un reloj de pulsera; preferiblemente
dorado aunque no necesariamente de oro. Un reloj como el de su padrino Rafael o
como el del padre Ibarra. Él quería tener un reloj, tal como tenía reloj el
turco Hassan.
Y
justo cuando consideraba esto último le vino a la mente la solución: el sábado,
cuando Hassan viniera al pueblito como lo hacía quincenalmente, hablaría con él
para ver cómo podrían llegar a un acuerdo al respecto del anhelado artilugio;
tan necesario -según su criterio- para perfilar a un hombre respetable.
El
pequeño problema de no saber leer nada -y menos las horas en un reloj- no le arredraba
en sus aspiraciones de convertirse en un eficaz administrador del tiempo.
Vendió
dos cabritonas, le trabajó al miserable ése de su padrino Rafael por al menos seis
semanas; se abstuvo de fiestas con aguardiente y, finalmente, juntó lo
necesario para comprar un reloj.
No
cabía en sí mismo de tanta ansiedad cuando llegó el sábado en que al turco le
tocaba volver.
Para
sus padres y hermanos aquello tuvo dimensión de epifanía, él estaba a la mesa, revestida
para aquella ocasión tan especial con su mantel de hule en el que podían verse
peras y manzanas dispuestas en tazones como motivo que se repetía sobre un fondo
de cuadritos rojos y blancos. Hassan parecía revestido de un aura de misticismo
cobrando ante aquellos ignorantes la altura de un antiguo sacerdote con algo de
mago y profeta: “Esto, mi querido amigo, es un Seiko 5 modelo clásico…”
El
precioso objeto fue colocado en la pieza de Andrés Genaro así mismo en la
cajita en la cual vino, pero con la cajita abierta a modo de expositor; entre
la estatuilla de José Gregorio Hernández y el cuadrito de La Mano Poderosa. No
pretendía rendirle culto, pero convengamos en que un objeto que es capaz de
contener las horas es algo venerable.
Por
fin vino la ocasión de salir a exhibir la prenda en las fiestas anuales de San Roque,
patrono de la comunidad. Adrede, vistió de corbata y camisa blanca de mangas
cortas y se paseó entre los asistentes saludando de manera efusiva con la mano
izquierda.
Brillaba
el sol a mediodía habiendo alcanzado su máxima altura y todavía nadie le había
preguntado la hora: ¿Para qué se había puesto el reloj si aquella gente no se interesaba
por conocer la hora? Y por otro lado ¿Cómo
respondería si le preguntaban la hora?
Entonces
vino la esperada ocasión cuando Tulio el de María Celmira que debía regresar a
“Los Resbaladeros” le preguntó al toparlo de frente:
-Épale
Andresito… ¿Qué hora es ya manito?
Andrés
Genaro, rápidamente contestó extendiendo el brazo y presentándole el reloj:
-¡Aquí
tiene, mírela usted mismo para que no vaya a decir que lo estoyengañando mano
Tulio! ¡Mátese por su vista!
Pero
Tulio, que también tenía el pequeño problema de no saber leer nada -y mucho menos
las horas en un reloj- entrecerró los ojos como quien concentra la vista
rápidamente fingió un gesto de enorme sorpresa:
-¡A
la mierda, si ya es tarde!
Y se
alejó de Andrés Genaro tan rápido como pudo, dejando en el dueño del reloj la misma
gran duda que él se llevaba.
En
casa, y a cubierto de la cruel canícula, Andrés Genaro resolvió poner el reloj
en su cajita y guardarlo en una gaveta quitándolo del lugar que había ocupado
entre la estatuilla de José Gregorio Hernández y el cuadrito de La Mano
Poderosa.
Y a
partir de aquel día aprendió que para las cosas que importan, hay que medir el
tiempo con el corazón…
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