Hasta
aquel fatídico día en que fue encontrado muerto sobre su escritorio, el coronel
Abundio Salvador había sido el jefe civil de La Reforma. Pero el coronel no era
sino de esos coroneles de retaguardia ascendidos a tal rango a fuerza de
contribuir con hombres y vituallas a la revolución en boga o al gobierno de
turno según dictara la propia conveniencia.
Luego
vino el sacramento que lo hizo compadre del gobernador o presidente de estado,
como por entonces se decía, y el compadre lo hizo jefe civil.
Así
pues, el coronel Abundio Salvador por obra de su cartera y de su bragueta
impuso su inobjetable autoridad por aquellos cantones. Doquiera que usted
posase sus ojos al salir de La Reforma encontraba posesiones del jefe civil.
Mejor dicho, en cosa de una década, la primera de su mandato, el coronel se
había hecho con haciendas y conucos, potreros y pastizales de tal manera, que
el pueblo entero vino a quedar en los predios del coronel Abundio Salvador.
Y es
que en materia de terrenos decía: “Si yo lo quiero, ya es mío” fórmula similar
a la que aplicaba referida a las mujeres “Yo a la que le pongo el ojo, me la
cojo”
Cobraba
impuestos en metálico o en especies según le dictara el apetito en cada
ocasión. Se cobraba con tierras o cosechas según los sentimientos que le
engendrase aquel que compareciese ante él. Inauguró la iglesia, la escuela, la
casa del médico y nueve buenos calabozos a los cuáles nunca faltaron
inquilinos. Sorteó cinco gobiernos distintos, y si no envejeció en el cargo,
fue por aquello que ya sabemos: lo encontraron muerto (asesinado, la verdad sea
dicha) la mañana de un lunes cualquiera.
Claro,
tampoco es que aquel haya sido “un lunes cualquiera” porque también ese día
murió el maestro Sixto.
El
maestro Sixto “Sixtico” para los amigos cercanos, algunos muy cercanos,
cercanísimos, íntimos más bien; rindió su alma al creador de todas las cosas a
consecuencia de un infarto que dizque estuvo provocado por la traición de un
ahijado suyo que de la noche a la
mañana
dejó la casa cargando con una botija en la cual Sixto atesoraba áureas monedas
de tiempos idos.
Habiendo
corrido todos a la casa de Sixtico, perdón, del maestro Sixto, nadie admitió
después haber escuchado siquiera rumor de los dos tiros que acabaron con la
vida del coronel Abundio Salvador. Y esto que el suceso debió ocurrir a eso de
las ocho de la mañana cuando todos o la mayoría se encuentran en la plaza,
yendo a la escuela o barriendo sus tramos de acera al frente de la casa.
A
los pocos días tres detectives llegaron a La Reforma y no dejaron piedra sin
voltear en aras de establecer la verdad del suceso, pues desde la capital del
estado, clamaba justicia el gobernador por el vil asesinato de tan eximio
varón, dechado de virtudes cívicas y cuidado ejemplo del ejercicio de
autoridad.
A
fin de cuentas no se llegó a nada. Se estableció –eso sí- la certeza de
veintisiete hijos en bastardía y se mencionaron otros cuatro individuos que tal
vez sí o tal vez no porque uno nunca sabe.
Salieron
a relucir las pintas en las que podía leerse “Vagabundio” y que con cierta
frecuencia aparecían en La Reforma adornando las paredes de la escuela, la
botica o la misma iglesia.
Interrogaron
al doctor Esteban pero rápidamente fue descartado porque aunque tenía motivos
no tuvo ocasión para hacerlo personalmente o medios para intentarlo por
encargo. Lo de su hermana Marisela y el coronel tuvo pues que quedarse así.
Hicieron
comparecer al padre Sebastián y lo único que quedó en claro fue que las
muchachas de Ramonita no eran sus sobrinas ni Ramonita era su hermana. Pero
como el día anterior al suceso el padre se quedó por los lados de La Ciénega en
casa de otra hermana con la que tenía un sobrinito igualito a él, fue
descartado. De modo que lo del embarazo de la mayor de las sobrinas, atribuido
al ahora difunto coronel, debió quedarse así. Eso sí, el padre Sebastián se
opuso a las exequias del jefe civil, y Abundio Salvador fue sepultado “sin Dios
ni santa María”
A
causa de su muerte, el maestro Sixto fue exonerado de toda sospecha. Y eso que
el coronel le había expropiado el fundo heredado de sus padres alegando
impuestos caídos y declaraciones vencidas. Jacinta, la hermana paterna del
maestro Sixto, amancebada como estaba con Abundio Salvador, recibió “al cuido”
la finca en cuestión, donde el jefe civil iba a refocilarse algunos fines de
semana y en las fiestas de guardar.
Fue
conminado el abogado Salas, quien hacía de juez interino eventualmente, porque
no faltó quien lo señalara como posible autor, material o intelectual, por
aquella ocasión en que el coronel lo hizo detener por una semana para meterse
en su casa y dormir con Amanda, una catirita de Los Juncos que era mujer de
Salas. Pero tampoco este hombre tuvo que ver.
No
quedó varón en el pueblo y en sus caseríos circundantes que no fuera
exhaustivamente interrogado para luego ser descartado.
Y al
fin, después de sesenta y tres días de investigaciones y pesquisas los
detectives se largaron no pudiendo dar satisfactoria respuesta a sus
superiores.
A
Marcelina la viuda del coronel la consumió la pena hasta que pudo liquidar
todas las propiedades del difunto y juntando su dinero se largó de La Reforma
antes del primer aniversario.
Mi
padre tenía dieciséis años cuando la acompañó hasta la parada de autobuses para
cargarle las maletas, y muchos años después, sin especificarme por qué, me
aconsejaba lo mismo que según él le aconsejara Marcelina al despedirse:
-¡Pórtese
bien, mijo! ¡Pórtese bien! ¡Mire que al más astuto de los hombres lo jode la
mujer más pendeja!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario