Cuidadosamente
desenrolló el papelito y leyó las instrucciones. Memorizó cada palabra y sacó
cuenta en su mente de los horarios y las fechas. El traslado sería la noche
siguiente en punto de las nueve. Para ese día tendría guardia y a nadie extrañaría
su presencia en el hospital.
Llegado
el momento recibió su turno y fue impuesto de las novedades: no había de qué
preocuparse para esta noche. Sin embargo, y pese a las consoladoras
expectativas del jefe de obreros, él se encontraba agitado. No tenía miedo
propiamente, diríase más bien que se hallaba en estado de exaltación. Tanto,
que por primera vez había llevado el revólver al hospital. Pensó: los que
estamos metidos en esto debemos estar siempre preparados por si algo sale mal,
por si acaso una vaina…
Cerca
de la hora convenida salió al frente del hospital y vino a sentarse en la acera
por la esquina oeste. Alternativa pero pausadamente miraba hacia la Ermita de
San Nicolás y hacia el Palacio Mármol. Encendió un cigarrillo y palpó el
empaque constatando con asombro que desde las primeras horas de la tarde cuando
lo adquirió, casi lo había fumado todo.
¿Cómo
iban a hacer para traer al muchacho? ¿Cuál era la señal? Por un momento dudó de
si se trataba del mismo joven, pues era de dominio público que su padre lo
había llevado por Líbano e Inglaterra para enfriarlo un poco y que allá lo
había dejado. La idea de que todo aquello fuera una trampa lo hizo levantarse
de la acera. Un carro con dos agentes de la DIGEPOL pasó lentamente frente al
hospital. El chofer saludó con desgano…
Faltando
diez minutos para las nueve fue hasta el garaje y comenzó a revisar los fluidos
y a chequear otras tonterías de la ambulancia. Él era el chofer y tal acción de
seguro no levantaría sospechas. Los minutos se hacían pesados y parecían haber triplicado
la cantidad de segundos que originalmente contenían. Cuando al fin faltaron
cinco para las nueve encendió el motor, se acomodó en su lugar y sacó el arma
que mediante un apropiado artilugio llevaba ajustada a la pantorrilla
izquierda, la sostuvo un segundo y luego decidió ocultarla bajo el asiento.
Una
acuciante ansiedad le enardecía los deseos de fumar pero sabía que ya no había tiempo
porque la aventura de aquella noche había comenzado.
Sintió
como las puertas traseras de la ambulancia se abrían de par en par y escuchó los
ajustes con que la camilla era asegurada al piso justo en el espacio central.
Una vez cerradas las puertas salió del hospital siguiendo la calle Falcón en
dirección Este para luego buscar al Sur el rumbo de La Sierra. No fue requisado
en la alcabala de Caujarao y varios kilómetros más adelante abandonó la
carretera por un estrecho camino de tierra. Se detuvo y apagó las luces y el
motor.
En
poco se vio rodeado de algunas sombras que avanzaban hacia él y rodeaban la ambulancia.
Tras unos minutos sintió movimiento en la parte posterior del vehículo y el
inconfundible sonido de dos puertas que se abrían.
A
una señal le permitieron bajar y lo primero que hizo fue encender un
cigarrillo. El que había sido trasladado fue recibido con evidentes muestras de
alegría. Hubo muchos abrazos y buenos augurios, ofertas de cigarrillo, breves
reportes de las últimas acciones, propuestas de combate y festejo.
El
que comandaba pidió que dejaran que el joven recién trasladado se vistiera con
el nuevo uniforme. Con las escasas luces que había, el chofer constató que de
verdad aquel era un muchacho apenas.
Se
dio la orden de partir enseguida y todos formaron una columna. Antes de partir,
el comandante se acercó al chofer:
-¡Gracias,
compañero!
El
chofer se limitó a asentir. De entre la columna se desprendió el que recién
había sido trasladado y extendiendo la mano le dijo:
-Muchas
gracias. Mucho gusto, soy Chema…
Y la
columna se perdió en la noche de La Sierra de Coro, en la noche la historia…
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