A
Toño Solito lo llamaban así porque su nombre era Antonio y porque creció sin
parientes. Su padre había muerto mientras su madre estaba embarazada y ni bien
Antonio salía de la pubertad, murió su mamá. Decían que en cierta ocasión en
que debió responder a un cuestionario oficial no supo cuál era su nombre
completo:
-¡Antonio!
Ponga así nomás ¡Antonio solito!
Cuando
la negra sombra de la guerra intestina vino a cubrir la ciudad Antonio fue
reclutado para el servicio militar. Cuatro años después regresó con dos dedos
menos en la mano izquierda y cojeando de la pierna derecha. Además de recuerdos
y ropa sucia no trajo más nada.
Las
heridas de la guerra eran profundas también en el alma de la ciudad. En pleno
corazón de ella, convergían la iglesia de san Silvestre, la casa del doctor
Feliciano Vargas, la casa abogado Benedicto Silva y la residencia del prefecto,
el coronel Secundino Bracho.
El
doctor Vargas y el abogado Silva, emparentados con los “godos” de la ciudad
desde los mismísimos días de su fundación, se negaron a irse pese al resultado
de la guerra que puso en el gobierno a los liberales.
Los
del partido liberal, según Vargas y Silva, eran gente grosera, sin modales,
verdaderos arribistas que no durarían en el poder. El estertor de decencia que
despertaría al pueblo para echar a los liberales se tardaba tanto que Vargas y
Silva como el resto de la gente se acostumbraron al gobierno liberal.
Toño
Solito después de vagar por las calles en los primeros días de su regreso
consiguió trabajo en la cercana huerta del prefecto Bracho. Toño se hizo amigo
inseparable del aguardiente de caña y entonces fue relevado de sus funciones de
guardia nocturno. Sin embargo, Bracho le permitió seguir habitando en el huerto
y le impuso la obligación de tomar parte en todas las tareas en que su efímera
sobriedad diurna le permitiera echar una mano. Por un tiempo se lo controló
tanto, que no podía “echarse un palo” antes del mediodía. Luego, también se
saltó esa advertencia.
Toño
Solito ayudaba, mendigaba, malcomía y bebía. La continua embriaguez lo
envejeció. La gente, que ya se había acostumbrado al gobierno liberal, se
acostumbró también a Toño Solito y a sus borracheras, sus pesadillas, sus
gritos, sus terrores, sus llantos.
Una
noche, Toño Solito puesto de pie en medio de la calle gritó:
-¡No
hay Vargas que valga ni Silva que sirva!
Discretas
luces se encendieron en la casa del doctor y en la del abogado. Murmullos
apenas audibles escaparon de los balcones sin llegar a oídos de Toño que en
medio de una especie de trance repetía una y otra vez:
-¡No
hay Vargas que valga ni Silva que sirva!
Pasada
la medianoche, el tambaleante y enronquecido Toño Solito recogió unas monedas
que cayeron de la ventana del prefecto Bracho y se perdió entre las sombras con
rumbo a la huerta.
El
abogado y el doctor sabían que nada ganaban con poner una denuncia y que no
tendría sentido ninguna otra acción contundente, por lo que cada uno por su
cuenta reconvino amablemente a Toño Solito. Pero en cosa de un mes, una noche…
-¡No
hay Vargas que valga ni Silva que sirva! ¡No hay Vargas que valga ni Silva que
sirva!
Y de
nuevo a la ventana por algunas monedas antes del volver al huerto tambaleante y
enronquecido.
Una
noche de domingo de enero, un enero frio y oscuro, volvió Toño Solito con su
odiosa serenata en medio de la calle:
-¡No
hay Vargas que valga ni Silva que sirva! ¡No hay Vargas que valga ni Silva que
sirva!
En
una pausa del estribillo, se oyó el inconfundible tintineo de unas monedas
lanzadas a la calle desde una dirección opuesta a la habitual. En la penumbra,
la silueta del borracho camina y las recoge:
-¡No
hay Vargas que valga ni Silva que sirva!
Pero
de pronto, una voz sin origen determinado preguntó.
-¿Y
de Los Bracho?
Toño
Solito a todo gañote respondió:
-¡De
los Brachos, ni las hembras, ni los machos!
Y
durante un buen rato la noche se llenó con los gritos de Toño:
-¡No
hay Vargas que valga ni Silva que sirva! ¡Y de los Brachos, ni las hembras, ni
los machos!
Luego
fue todo una misma cosa: chirriar de portón que se abre, sombra que empuña rifle,
estruendo de disparo, y un borracho muerto en medio de la calle oscura…
La
ciudad que estaba acostumbrada a Toño Solito se acostumbró también a su
ausencia. Porque la gente siempre se acostumbra a todo: a los gobiernos, a los
Vargas, a los Silva y a los Bracho…
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