Contra
sus modos habituales José Joaquín Segundo Peralta abrió abruptamente la pesada
puerta de caoba y acero que daba al despacho del gobernador. Treinta y nueve años de estar al servicio del
ejecutivo regional creía que le daban el derecho de entrar sin aviso.
Tal
como lo había previsto en las noches de largas cavilaciones previas a este día,
ahí estaba el primer mandatario regional sonriente y bien peinado tras el
escritorio entre las banderas del estado y la nación, cruzado el pecho por
banda bicolor que al flanco derecho le remataba en un curioso y hasta ridículo
adorno redondo.
-¡No
se moleste señor gobernador, quédese donde está y escúcheme! –dijo José Joaquín
Segundo en un tono casi insolente que desdecía de su natural silencioso y
obediente.
-¡Mi
padre que en gloría esté –comenzó su muy ensayada perorata- se llamaba José
Joaquín y es en razón de ello que llevo su nombre señalado además como Segundo!
Casi
sin tomar aire, prosiguió con pose afectada manteniendo la mano izquierda sobre
la hebilla del cinturón y elevando el índice de la mano derecha:
¡Cuarenta
y tres años, que se dice fácil, cuarenta y tres años sirvió mi padre al estado
en estos mismos despachos y desde que la gobernación funcionaba en el antiguo
convento del centro! ¡Jamás gobernador alguno tuvo cosa que reprocharle! ¡Jamás
cosa alguna tuvo mi padre que sentir de
aquellos a los cuales sirvió! ¡Sí, señor gobernador!
¡Mi padre y yo descendemos
de esos Peralta cuyos nombres aparecen inscritos en el Arco de la Federación, y
yo, por el lado de mi madre desciendo de otros tantos hombres de armas y letras
que no tengo por qué mencionar delante de usted, pues no es la idea que yo le
reproche la ausencia de próceres y notables en su linaje!
Tal
como lo había previsto Peralta, el gobernador no respondía, antes bien se
mostraba con la mirada fija:
-¡Mire
señor gobernador! ¿O debía decir más bien señor gobernado? ¿Se piensa usted que
nadie sabe que aquí quien manda es su mujer? ¡No, ingeniero, no es un secreto!
Calibrando
la gravedad de lo que acababa de afirmar, Peralta intentó sosegarse y morigerar
el tono pero no el discurso:
-¡Me
saca de quicio señor, que usted y su esposa, que usted y su séquito me llamen
“Peraltica” así a secas, como si ése fuera mi apelativo y como si no fuera yo
licenciado! ¿Qué se han creído ustedes? ¿Cómo es posible que hasta su hija
adolescente se atreva a preguntarme alguna vez: ¿Cómo amaneció señor Peraltica?
¡Seguro es por mi estatura!
¡Pero sepa usted que esa no es razón para el uso de
tan odioso diminutivo! ¿Ha oído usted decir alguna vez “Napoleoncito” o
“Bonapartita”?
De
nuevo, la emoción se apoderó de José Joaquín
y con rencor preguntó:
-¿Cómo
iban a llamarme si mi apellido fuera Cabezas? ¿Cabecita? ¿Cabecita de qué señor
gobernador? ¿Cabecita de queeé? –y esto
último lo dijo colocando el dedo casi en la nariz del magistrado regional.
No
había terminado la frase cuando la pesada puerta del despacho se abrió y un
sonriente gobernador escoltado por su secretaria y un guardaespaldas entraba a la oficina y
preguntaba extrañado:
-¿Y
eso Peraltica? ¿Ahora habla usted con mi retrato?
Sangre
y vergüenza subieron de golpe al rostro de José Joaquín Segundo Peralta
quien hecho un manojo de nervios musitó
mientras salía:
-¡Usted
disculpe señor gobernador, no pasará de nuevo!
Pero
eso sí, la próxima sería real. La
próxima vez sí le diría al gobernador cuanto sentía. No permitiría José Joaquín
Segundo que con éste, sumaran ocho los gobernadores a quienes no había dicho
nada…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR.
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