Cuando terminaron todas las exposiciones y los argumentos
el juez concedió a la audiencia tres horas de receso para deliberar.
El joven Alfredo de traje y corbata lucía mínimo,
caricaturesco; las manos esposadas no le sentaban bien definitivamente. La
nariz enrojecida a causa del continuo llanto de las últimas horas le acentuaba
el aspecto infantil que pese a sus
veintiún años conservaba todavía.
Volvió el juez, y lo condenó a veintinueve años de cárcel
no sin antes espetarle: que cada día de cada uno de los años por venir le
sirvan para valorar en justa medida el daño que ha causado al desgajar tan
cruelmente a una familia que lo recibió en su seno y que lo acogió como a otro hijo. Que cada día de los años
que pasará en presidio lo invierta en recordar su irresponsabilidad. Y recuerde
siempre que si he usado de benevolencia con usted, ha sido a causa de la
petición elevada por los padres de la víctima, a quienes usted debía venerar
como a celestiales benefactores…
Don Hernán Belaunde sentado frente al televisor lloraba
en silencio al conmemorar un nuevo aniversario de la muerte de su hijo. Traía a
su memoria todas las dolorosas circunstancias que rodearon el caso: el día en que los muchachos se
fueron a la casa de la playa, la llamada de madrugada, el velorio, la detención
de Alfredo, el entierro de Hernán David, el juicio, la muerte de Carmencita…
II
-No te preocupes ahora por eso Alfredo, esta sigue siendo
tu casa… ¿A dónde ibas a venir sino aquí?
Don Hernán y Alfredo se abrazaron en el umbral.
El viejo lo puso al día de lo acontecido a lo largo de
los últimos diecisiete años y mientras cenaban le dijo: ¿Recuerdas que yo les
contaba a ustedes que allá en la casa de “El Confín” había oro enterrado desde
la época de La Independencia? ¡Pues creo que lo encontré! ¡Mañana de madrugada
nos vamos!
III
Cerca de las dos de la tarde llegaron sudorosos y
agotados al pie del cerro de El Confín. Buscaron la sombra de un arbusto casi
sin hojas y allí bajo aquel remedo de oasis tomaron agua de sus cantimploras.
El silencio atormentaba. La canícula había hecho callar aun a las cigarras. Don
Hernán señaló a poca distancia un montículo de tierra recién excavada y los
ojos de Alfredo se abrieron atónitos…
-¿Ya habías estado viniendo? ¿Viniste solo? ¿Quién más lo
sabe?
A todo respondió Don Hernán, indicándole además que había
llegado a una cierta profundidad donde se había topado con una superficie de
madera que suponía la cubierta de algún baúl. Dos baúles más bien, para ser
exactos. Le explicó que el hecho de que hubiera salido de la cárcel antes de la
fecha que dictaba la sentencia le había venido de maravillas porque había
comprendido que él solo no podría hacerse con el botín por el esfuerzo y
trabajo que aquello requería.
Caminaron hasta el borde del hueco y Don Hernán se fue
hasta unas piedras sin marca aparente de dónde sacó una pala. Alfredo, se
apresuró y tomó la pala antes de descolgarse. Tanteó el fondo hincando la pala
y se volteó a mirar a Don Hernán:
¡No encuentro nada!
Impasible, Don Hernán lo miraba desde afuera mientras
sostenía con firmeza el revolver…
¡Yo nunca pude perdonarte, Alfredo! ¡Nunca!
CALIXTO
GUTIÉRREZ AGUILAR
Diciembre/2018
No hay comentarios.:
Publicar un comentario