El
viejo empleado del telégrafo llegó a la casa de Dámaso y le extendió la escueta
nota conminatoria: CASO URGENTE. PRESENTARSE EN ESTA. COMPADRE JUANCHO.
Al
igual que el remitente, Dámaso era faculto en artes curativas y en deshacer ensalmos.
Curaba el mal de ojo y combatía denodadamente a los espíritus malignos con
oraciones y rituales recibidos en herencia de su abuelo.
Ni
bien llegó a la ciudad puso rumbo a la casa del compadre cuando la siesta el viernes
recién terminaba. Un conveniente baño y una ligera refección completaron las ceremonias
de bienvenida.
Bien
informado por el compadre Juancho esperó la llegada de “el hombre del caso” y pasaron
al cuarto de los santos en cuanto éste llegó.
El
angustiado paciente de aspecto demacrado y nervioso, víctima de un acoso infernal,
relató desde el inicio el espantoso sufrimiento que padecía según sus cálculos
desde hacía unas diez semanas.
Al
principio solo fueron toques a la puerta que se sucedían a medianoche, y aunque
él acudía de inmediato a los insistentes llamados, a nadie conseguía. Acechaba
los toques para abrir rápidamente y nadie estaba por allí. A esto siguió el
ruido de pisadas provenientes del techo y los fétidos olores sulfúricos que en
la penumbra invadían toda la casa.
Sobresaltado,
una noche lo despertó el horrendo maullido de un gato negro que apareció en la
sala sentado y con una mueca de sonrisa.
Percibía
en las tinieblas el reptar de interminables serpientes que todo lo tumbaban a su
paso. Escuchaba el gruñido de fieras invisibles y, en una ocasión, el doliente
balido de una cabra que estuviera como herida o moribunda.
Más
recientemente era atormentado por el horroroso graznido de un ave nocturna que metía
la cabeza por los respiraderos de la chimenea del fogón en la vieja casona, y hacía
resonar su espeluznante eco por todas las habitaciones.
Los
facultos escucharon atentamente el doliente relato de aquel hombre que evidenciaba
estar al borde del colapso nervioso. Consolaron e intentaron calmar al paciente
y le ofrecieron la seguridad de una solución definitiva que llegaría la noche siguiente.
Juancho
intuyó que el fenómeno volvería a suceder en la medianoche del día que precede
al domingo y que sería algo intenso y muy rápido.
Una
vez ido el paciente conferenciaron los compadres sobre la urgencia del caso. Convinieron
en que era “un trabajo de trece” y que al cabo de tal número de semanas el
paciente podría enloquecer definitivamente o morir de manera trágica. Dedujeron
que el objetivo de la sañuda maldad era apropiarse de la casa antes que cobrar
la vida de su único habitante.
Llegada
la tarde del sábado, Juancho y Dámaso tomaron posada en la casa de junto al paciente
a quien se cuidaron de advertir cosa alguna. Tejieron sendas sogas de purísimo
y blanco algodón mientras rezaban trisagios a la Santísima Trinidad y luego procedieron
a bendecirse el uno al otro imprecando a San Miguel Arcángel, príncipe de las
milicias divinas. Y todo esto es el más absoluto secreto encerrados como estaban
en la habitación que compartirían hasta la hora de su apocalíptica aventura.
Rociaron
sus improvisados cabestros con agua y sal bendita para acostarse apenas se hubo
ocultado el sol. La anfitriona, previamente advertida y en extremo feliz de hospedar
a tan reconocidos personajes, los llamó cuando ya faltaba poco para la medianoche…
¡Y
empezó la minúscula versión del Armagedón!
Llegó
el pájaro graznador, y ni bien se había posado sobre la techumbre, se dirigió a
saltos –algo propio de los carroñeros- hacia los huecos de la chimenea para
meter la cabeza y comenzar con los horrendos graznidos que erizaban la piel a
cualquier valiente. Con ímpetu juvenil pese a sus años, Dámaso hizo gala de
insospechada agilidad y trepando al techo capturó al pájaro, lo ató con su
cabestro bendito y lo arrojó al suelo donde esperaba Juancho para darle inicio
a una increíble azotaina. Dámaso soltó las amarras al pajarraco y se unió a los
azotes. El animal no pudo alzar el vuelo y se fue renqueando por la calle hasta
perderse en la oscuridad de un callejón.
II
Cuando
un enfermo no podía acudir a la casa de Don Juancho él se ofrecía por modesta
suma a consultarlo a domicilio. Y así las cosas, acudió el miércoles a la casa de
Julita La Tuerta para auscultar al mayor de sus hijos quien yacía en cama.
Apenas
se vieron médico y paciente, el muchacho comenzó a temblar de tal manera que
hacia rechinar el catre en que se encontraba de boca abajo únicamente vestido con
sus calzoncillos.
El
hijo de Julita mostraba marcas de azotes y su madre contaba que unos bandoleros
le dieron “una cueriza” para robarlo, dejándolo tendido en un callejón cerca de
la casa donde lo hallaron maltrecho e inconsciente la mañana del domingo.
Don
Juancho no pasó al cuarto y le recomendó a Juanita unos guarapos de concha de cedro
y unas unturas de árnica.
¿Y
no me le va a rezar? –preguntó la acongojada madre
Juancho,
solemne y con los ojos entornados caminó hacia el catre y se inclinó sobre el
paciente musitándole al oído:
¡Negro
pendejo! Que te sirva de escarmiento y pa que aprendás a no andar echando vaina.
Amén…