miércoles, 5 de noviembre de 2025

AGER SANGUINIS

 


El Doctor Segismundo Reyes May, natural de Santa Ana de Coro, Estado Falcón, se encontraba  totalmente convencido de la existencia de un manuscrito apócrifo llamado  “La maldición de Kerioth”  al cual mencionaban varios historiadores cristianos alrededor de los siglos segundo, tercero y cuarto.

El tal manuscrito –según se decía- contaba cómo habían sido tratadas las treinta monedas de plata que recibiera Judas  Iscariote por la traición a Jesús de Nazaret.

En el pequeño rollo original –una obra más bien breve- se hallaban una serie de consideraciones esotéricas ligadas a ciertas supersticiones de los primeros cristianos y una relación detallada de los propietarios de al menos veintinueve de las treinta  piezas que podían rastrearse hasta el año 372 de nuestra era más o menos.

En una suerte de apéndice “La maldición de Kerioth”  ofrecía las instrucciones para recibir y  pasar las monedas sin contraer la maldición que ellas contenían. Esto último consistía fundamentalmente en no tomarla de la mano de quien la ofrecía, pues la pieza debía ser arrojada al suelo por el donante y de allí levantada por el nuevo propietario repitiendo una serie de fórmulas rituales. Claro está, eso en el caso de que pudiera uno toparse con la trigésima pieza que faltaba en el inventario.

¿Qué tipo de moneda de cambio recibió Judas Iscariote? ¿Qué sucedió con la última de las treinta piezas? Esas eran cosas que ocupaban la inquieta imaginación del doctor Reyes May desde que en un viejo artículo de prensa leyó sobre “La maldición de Kerioth” 

II

Aquel enero de 1931 cuando apenas se enteró de la muerte de Ramos, Segismundo Reyes se dispuso a viajar a Suiza para averiguar una cadena de rumores que había recibido acerca de los últimos días del poeta.

Se malhayó de vivir en Coro porque las noticias llegaban ya con una cierta pátina de cosa harto sabida por el resto del mundo.

Por enésima vez pensó en que su abuelo materno, William May, tuvo mucha razón cuando lo invitó a establecerse en Inglaterra antes de empezar sus estudios de medicina.

Casi finalizaba el mes de  julio cuando recién instalado en su habitación de hotel en Ginebra, el doctor Reyes May recibió una carta del Real Instituto Británico de Numismática. Ávido de noticias sobre su investigación leyó:

“En cuanto a la suma de treinta piezas de plata que por su traición recibiese Judas Iscariote, debe entenderse concretamente los llamados “siclos” de algo así como 540 gramos de plata. Conocióse el siclo de plata con el nombre de “shekel de Tiro” porque se acuñó en aquella ciudad fenicia y era la moneda de plata que más circulaba en la Palestina de la época en cuestión”

 

-¡El Shekel de Tiro! –exclamó- ¡El siclo de plata!

Y continuó leyendo con infantil entusiasmo aquella carta que el honorable señor Bowles le había dirigido casi que a título personal debido a la amistad que le unió con el abuelo de Reyes May:

“La moneda mostraba al anverso, la efigie de Baal. Es un anverso del tipo anepígrafo, es decir sin fecha. En el reverso, deberían  apreciarse un águila y la letra “Kaph” hebrea. El reverso si tiene leyenda: “Turouieras Kaiasulou”,  lo que traduce “de la ciudad de Tiro, la sagrada”

Ceñifruncido, y con ademán de hombre estudioso, el doctor Segismundo prosiguió su lectura:

“Sobre las equivalencias que nos consulta ha de saber que un siclo equivalía a 4 dracmas y que el valor de cada tetradracma era de 4 denarios romanos, por lo que al cambio, Judas obtuvo 120 denarios de plata. Habida cuenta de que en el tiempo de Augusto un muy buen salario mensual eran 20 denarios, Judas fue muy bien pagado por su servicio…”

Obviando los detalles personales que cerraban la misiva, el doctor Segismundo la depositó sobre el pequeño escritorio y se dirigió a la ventana poseído por una especie de escalofrío. Cerró la ventana y sin cambiarse de ropa se recostó y se quedó dormido. A la hora de la cena y en vista  de que no había bajado, un joven camarero tocó a su puerta. Confundido, el doctor Reyes apenas podía hallar el interruptor de la luz y por un momento dudó acerca de en qué lugar se encontraba.

Cosa extraña, a él que nada le daba miedo, aquella sensación  de incertidumbre momentánea, lo aterró…

III

Segismundo Reyes May no quiso salir temprano a conocer entre otros atractivos la catedral de san Pedro. Pensaba en que la silla de Juan Calvino nada tendría de extraordinario y que su abuela –de haber estado allí- le habría dicho:

-“¿Venir de Coro a ver una silleta?”

Y recordó que sus primos de La Vela de Coro  las hacían muy buenas.

Claro, que tal vez nunca se habrían posado sobre los muebles de sus primos unas nalgas tan notables como las del ilustre reformador protestante –pensó en ello y sonrió-

A la hora convenida, llegó al vestíbulo del hotel el señor Brel y tras intercambiar cortesías e invitaciones pasaron a un área más discreta en el restaurante para conversar. El tal Brel hablaba con un cierto halo de misterio, y en resumidas cuentas, le informó de un señor de apellido Abenatar residente en Ginebra con quien había compartido escuela en tiempos de mocedad y de quien era cercano colaborador en asuntos de negocio. Abenatar tenía un primo poeta que se había suicidado en Coro y a cuya muerte fueron recogidas ciertas pertenencias (muy pocas en realidad) y distribuidas entre los parientes más cercanos. La mención del poeta coriano hizo erizar la piel de Reyes.

El señor Brel le contó que estando Abenatar en Nueva York, recibió a través de “La Casa S” un paquete que contenía cosas del primo suicida: un kipá, un librito en latín y un pequeño estuche de nácar donde podía leerse ACELDAMACH. Como eran cosas de un muerto Abenatar no puso mayor cuidado a aquello del paquete y partió a Suiza llevándolo consigo.

Según Brel, Abenatar puso aquel paquetito en su caja fuerte por un tiempo. Pero en ocasión de ofrecer un agasajo a funcionarios diplomáticos en  julio de 1930 lo regaló a un poeta que era también traductor quien se sintió halagado porque ya conocía de oídas al poeta coriano de trágico final. Días después, ese poeta traductor se comunicó con Abenatar para decirle que había comenzado la lectura del librito pero que el estuche de nácar contenía una moneda que a él se le antojaba antigua y por ende valiosa. Abenatar no quiso saber más por algo que el poeta le dijo sobre una cierta maldición que se describía en el librito. Eso sí, le adelantó el traductor, que ACELDAMACH es una forma latinizada que debe entenderse como AGER SANGUINIS o “Campo de Sangre” en español.

Según Brel, un día cualquiera, Abenatar lo llamó para decirle que aquel  poeta traductor se había suicidado allí en Ginebra el mismo día en que cumplía cuarenta años. Abenatar, con permiso de los familiares recogió de nuevo el paquete pero ya no estaba el librito, solo el estuche con la moneda y lo llevó a un banco.

Brel se lamentó de no llevar a Reyes May con Abenatar, pero de aquel no había vuelto a saberse. Eso sí, el señor Brel se encargaba de todos los asuntos de Abenatar y hacía las veces de su  apoderado, por lo que al día siguiente irían al banco para sacar el estuche con la  moneda.

IV

-¡Siempre existirá esa duda sobre si Allan Poe se suicidó –dijo el profesor Smith- Hay que recordar que un año antes tuvo una sobredosis de láudano y que en torno a su muerte nadie aclaró muchas circunstancias, ni siquiera el médico que lo asistió al final..!

La conversación con Smith era algo que el doctor Reyes May había buscado insistentemente apenas volver a Coro a comienzos de 1933.

Halando los recuerdos, el anciano profesor Smith, prosiguió:

 -Yo tenía dieciséis años cuando trabajé para la “La Casa S” y  recuerdo que unos judíos de Baltimore le enviaron a Elías David un paquete pequeño con algunas cosas personales de Poe que se subastaron en 1909 al conmemorar los sesenta años de su muerte… Elías David sentía fascinación por Allan Poe - concluyó-

Y el profesor Smith se levantó para ir a sus aposentos. Un par de minutos después volvía con una vieja libreta. La puso sobre la mesa y la fue hurgando hasta dar con una hojita suelta, amarillenta, corroída en un extremo; la extendió al doctor Reyes y éste leyó:

“Oh tú, la maldita. Oh nosotros, que no pudimos ser parte del tesoro del templo. Malditos tú y yo…”

-Esto –dijo Smith- fue lo único que hallamos en la casa de Elías David cuando pudimos entrar el día de su muerte. No había notas de nada… ¡Nada, solo esta nota sin sentido! ¡Y ni siquiera estaba cerca del cuerpo!

El doctor Segismundo Reyes se retiró a su casa. Tras hablar con Smith un extraño pánico se apoderó de él de manera creciente.

Sintió nauseas mientras caminaba. A pocos metros de su puerta sintió desvanecerse y se apoyó en la pared. Reyes sudaba y temblaba. Pensaba y se aterraba, pensaba y no dejaba de pensar…

V

-Esta obra, señor Presidente de la República, es el fruto  de años y años de recopilación exhaustiva y de generosas donaciones que fui recibiendo por algo más de cuarenta años. Quiero legarla a Coro y no pude hallar mejores espacios que estos ni mejor nombre para distinguirla y darla a la posteridad –dijo el obispo emérito- -

-¡Museo diocesano! ¡Museo de Coro la ciudad-museo!

Y estallaron los aplausos y los “vivas” mientras el anciano prelado ofrecía a un selecto grupo de asistentes el recorrido inicial por las quince salas en que se organizó el museo. En la sala “Platería y objetos diversos” alguien del grupo preguntó:

-¿Y esa moneda que está allí, sola?

-No pudimos clasificarla hasta ahora –dijo el obispo- ¡Ni siquiera la familia donante sabe de qué se trata! ¡Pobre Segismundo Reyes!

Luego el obispo dijo a los presentes que no estaban claras las circunstancias en las que había muerto el doctor Reyes May hacía ya una cincuentena de años porque  él no había llegado a conocerlo. Pero haya sido por ahorcamiento o envenenamiento, -puesto que hubo dos versiones- dijeron que apuñaba ésa moneda en la mano izquierda. Algo que tampoco podía certificar como verdadero.

Y mientras los brindis y las congratulaciones se sucedían dentro del museo; afuera, el sol de julio dibujaba en el cielo un crepúsculo hermoso y rojo que asemejaba praderas de un campo.

El cielo coriano parecía un campo de sangre…

 

viernes, 19 de septiembre de 2025

On/Off

 

Medina, calibrando el carácter delicado de la situación, grabadora en mano entró para proceder con el interrogatorio inicial que daría pie a las primeras fases de la investigación. Encendiendo el pequeño aparato lo puso sobre la mesa:

-¿Qué edad tienes?

-Dieciocho… los cumplí hace una semana.

Medina hizo un esfuerzo por sobreponerse a la mezcla de sentimientos que lo azoraba. Oír que eran apenas dieciocho años lo transportó a su pueblo natal y trató de recordar qué cosas le ocupaban a él por aquel entonces. Tiene la edad de mi sobrina Julia –pensó Medina-

-¿Y hace tiempo que estás en estas cosas?

- Sí, más o menos… yo la primera vez que lo hice no tenía ni quince años.

Medina recorría discretamente aquel rostro juvenil guardándose  de que la mirada delatara su asombro, su consternación.

-Pero… ¿andabas con alguien?

-Sí… con un señor que le decían “El Mocho Miguel”

-¿Y cómo fue que llegaste con ese hombre?

-Yo andaba en la calle: dormía en la calle, pedía comida, a veces robaba. El mocho me dio donde vivir, y bueno… lo demás vino solo.

Medina contemplaba que aquel rostro mostraba todavía eso que llaman “las redondeces de la niñez” y que de la recién superada pubertad aún se conservaban ligeros vestigios.

-¿Cómo fue tu primera vez? ¿Cómo te sentiste?

-Fatal… Sin más que me muero. Menos mal que ya en la casa El Mocho me dio ron. Tomamos mucho ron, como dos días. El Mocho decía que el ron no ahoga las penas sino las culpas. Entonces cada vez que yo hacía el trabajo, bebía con él…

-¿Trabajo?

-Sí señor. Esto también es un trabajo. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo ¿No cree usted?

Medina no respondió a eso

-¿Por qué te metiste en esto?

- ¿Por qué cree usted? ¡Por la plata! ¡Por la necesidad!

-Podrías haber trabajado en otra cosa…

-No se gana igual. Ni se gana tan rápido…

El rostro, hasta hace poco inocente, cobró dureza y frialdad. Medina apagó la grabadora e hizo señas al espejo de doble vista para que le abrieran la puerta. Lo había invadido una sensación de derrota que le hacía pesado moverse para salir: nunca antes había conocido un sicario tan joven.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

jueves, 11 de septiembre de 2025

¡Pas plus!

 

 

La primera en notar el siniestro cambio que se operaba en Manuel Antonio fue su mamá. Ella fue la primera en presagiar un desastroso final. Desde los primeros indicios la poseyó un miedo inquietante e informe, creciente y constante.

A la generalizada inconformidad manifestada al principio, sucedió una marcada misantropía y luego la mudanza de habitación para ocupar el último cuarto del viejo caserón familiar. Manuel Antonio rechazaba toda compañía y se encerraba por largos períodos. Optaron por dejarle las comidas en una mesilla junto a la puerta y no fueron pocas las ocasiones en las que se recogieron las viandas prácticamente intactas.

Ése día, el hijo no percibió que la madre lo espiaba. Receloso, retiró el candado que había puesto en las argollas exteriores mirando a uno y otro lado. La madre sospechó inmediatamente que algo malo pasaría al ver que Manuel Antonio no entraba solo en el cuarto; pero, de tan horrorizada que estaba, resistió al impulso inicial de intervenir.

Caminó por el largo corredor sin hacer el menor ruido para evitar ser notada por el hijo. Aguzando el oído se acercó discretamente a la puerta. El ánimo de Manuel Antonio iba de los murmullos a los reclamos airados, de los ruegos a las invectivas, de las suplicas a los reproches. Por lo que podía percibir, él había decidido que éste día pondría un trágico fin a todo aquel asunto.

Manuel Antonio estaba junto a “ella” en la cama. Le reprochaba una y otra vez el hecho de que no lo dejara tocarla como antes y le recordaba momentos felices de tiempos pasados. Él recorría una y otra vez, ya con mano suave o bruscamente; aquel costado tan conocido para él. Ella permanecía impávida, silente.

Manuel Antonio se debatía entre cerrarle la boca con alguna mordaza o atacarla a la cabeza directamente con el martillo que desde hacía semanas ocultaba bajo la cama. Nada quedaría intacto, nada se salvaría.

-Bien sé que tú eres de las que no tienen alma… -espetó Manuel Antonio.

Y dicho esto le propinó un primer martillazo a la cabeza. Luego atacó la boca y golpeó con fuerza el sinuoso costado que apenas unos segundos antes había acariciado con deleite, mientras gritaba maldiciones y horrendos improperios.

Acallando el llanto con la palma derecha la madre corrió por el pasillo a ocultarse en su habitación.

En el cuarto nada más quedaron ellos dos: Manuel Antonio despatarrado en un sillón agotado tras el paroxismo que lo condujo al desastre, y allí en la cama, hecha un desastre; la guitarra convertida en astillas…

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

Flashback...

Constantemente repito la escena: estoy ahí, derrotado, cansado, consternado y profundamente adolorido; años de capacitación y práctica profesional no pudieron prepararme para esto. Eso, así me sentía, consternado. Y no era para menos.

Sentía un zumbido en las sienes y como un regusto a sangre en la lengua, producto más bien de los olores del ambiente.

El cuadro no podía ser peor, años de capacitación y práctica profesional no pudieron prepararme para esto. 

Como a lo lejos, escuchaba que me llamaban para hacerme salir de aquel estado en el que me encontraba absorto, como alelado:

-¡Detective, detective, por favor!

Recuerdo que recordaba, recuerdo qué recordaba.

Entonces, de pronto, pensé en mi hijo: ¡José Andrés! ¡Por Dios!

No quería que viera aquello: en su sillita de comer, mi pequeña hija muerta de un balazo. En el suelo, muerta junto a la cocina en un charco de sangre, Amalia, mi mujer. No quería que José Andrés viera aquello...

Reconocí la voz junto a mí, era Martínez:

-¡Detective, jefe, detective, por favor!

Aquello debió consternarlo también a él, pobre muchacho, tendría unos veinte años entonces.

Con un hondo suspiro volví a la realidad y comencé a llorar, no era para menos. Lo miré, todavía hoy no sé describir su expresión:

-¡Ten cuidado Martínez! Cuídate mucho, por favor. Mira que este trabajo nos vuelve locos...

Dejé el arma sobre la mesa, me arrodillé y me esposaron...

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR



sábado, 9 de agosto de 2025

Tajos...

Camino a sentarse al frente de su casa, la señora Servanda pensaba en que a la vejez no la hacen pesada los achaques del cuerpo sino los recuerdos y los secretos. Sentía por ello que su ancianidad era particularmente pesada. Ya acomodada en su silla miraba al horizonte desde la modesta cumbre donde estaba su casa. El día había sido particularmente caluroso pero dio paso a una noche fresca, de ventiscas casi. En esto ocurrió un apagón, que si bien detuvo los aparatos, reactivó la memoria y encendió los recuerdos. 
Al noreste, hacia Coro, brillaba una luna menguante, finita, finitica. Daba la impresión de que el oscuro cielo no fuera sino un negro capote al que alguien con una filosa cuchillita le hubiera hecho un tajo, un tajito; para poder ver la luz que está siempre ahí: detrás de la noche. -Un tajo -pensó- 

 II 
 Cuando el coronel Farías llegó al sitio el cuerpo del muchacho seguía en el suelo y comenzaba a oler mal. Farías saludó con gestos y bufidos a través del pañuelo que había sacado del bolsillo para taparse la nariz. El doctor Jiménez lucía contrariado a pesar de estar acostumbrado a esos menesteres. Rodeaba el cuerpo, evaluaba y dictaba: tajo cortante en la región del cuello con disección de la aorta, tajo cortante en la región abdominal, disección de la extremidad superior derecha…
 -¡Carajo! Es que son como los indios, se matan como animales -dijo Farías- 
-Ya va siendo hora de que el gobierno intervenga, coronel -dijo Jiménez- 
Pero el coronel Farías lanzó una perorata sobre la inutilidad de los esfuerzos gubernamentales cuando dos familias se enfrentan en ciego afán de venganza. Señaló que aquel conflicto estaba lejos de terminar si dependía de un entendimiento entre ambos clanes rivales.
 -Siempre se podrá hacer algo -repuso el doctor- Y añadió: -Por lo menos saque de aquí al pobre Anselmo, mándelo preso a Coro o para otra parte. Así sabremos que no podrá buscar venganza. No por ahora… 
Y en cuanto notó que tenía la atención del Farías, explicó: - La mujer está preñada y los otros dos hijos son chiquitos todavía. Esa muchacha y sus hijitos no van a pasar trabajo si entre todos la ayudamos. 
Farías, cuestionó:
 -¿Dónde se ha visto que uno vaya preso porque le mataron un hijo, doctor? ¡Carajo! 
El médico respondió:
 - No señor, preso propiamente no. Usted le explica que la detención será preventiva para facilitar las investigaciones y para frenar esta locura. Usted se compromete a buscar al culpable y a que pague cárcel o paredón, según lo que digan lo tribunales, porque -reflexionó el doctor- ¿Podemos predecir a cuánta gente se puede echar al pico el pobre Anselmo por la muerte de su muchacho?

 Al mediodía y con paso cansado el coronel Farías acompañado de cuatro soldados subió la modesta cumbre de la casa de Anselmo y siguió el consejo de Jiménez.

 Anselmo lloraba en silencio mientras recogía algunas cosas y las empacaba en una precaria mochila. Su mujer, sentada en una mecedora y sumergida en una especie de trance, descansaba sobre el abultado vientre ambas manos. Una niña de unos ocho años se ocultaba tras ella y otro niño correteaba por el patio ajeno al dolor, ajeno a la tragedia. 

 III
 -¿Usted tiene información sobre el crimen de ese muchacho?
 ¡Cuénteme! 
-Pues verá usted coronel… usted sabe que esas familias están peleándose hace años y que este no es el primer muerto ni va a ser el último. Pero el hijo de mi compadre Anselmo nada tenía que ver, con decirle que ni el mismo compadre se ha metido en eso, si para evitar esas peleas hizo su casita para allá, para el cerrito... 
-¡Carajo! ¡No me dé más vueltas! ¿Qué es lo que sabe usted?
 -No se sulfure mi coronel, no se sulfure… Usted sabe que hace días forzaron a una muchachita de la familia aquella que andaba buscando agua y ahí la dejaron medio muerta. Bueno, el caso es que culparon a Jacinto, hermano de Anselmo, porque al día siguiente del suceso era el único que faltaba por aquí. Pero si le digo… a ése muchacho lo mató “Julio El Oso”
 -¡Carajo! ¿El Oso? ¡Ay mi madre! ¿y Julio no es primo de la mujercita de Anselmo? 
-¡Primo hermano, mi coronel! ¡Primo hermano! Y si supiera usted que ése diantre siempre estuvo enamorao de ella, pa más lavativa...

 IV

 La vida es dura, muy dura. Y tras el entierro del hijo y la detención de Anselmo había que sumarle a la dureza, amargura, necesidades y soledad. Tocó salir adelante primero, ya habría tiempo para llorar después. La hermana y la sobrina mayor le asisten al parto, la cuñada viene para ayudar con los otros niños, el doctor Jiménez pasó una vez y dejó veinte bolívares, de Farías ni se supo más. De la parroquia le enviaron víveres y estampitas por varias semanas. Era difícil saber de Anselmo, era imposible ir a verlo; la vida se endureció pero tocaba salir adelante. Encima de todo estaban rondándola el viejo ése de la hacienda, y el maestro Chirinos, y el señor Bermúdez, y hasta el mismísimo doctor Jiménez... Una vez fue al cementerio y le pareció que detrás de una tumba estaba un primo suyo espiándola. Dos años ya de la muerte del hijo, dos años de no saber, y otro tanto de Anselmo preso. La vida es dura pero toca salir adelante… 

 V

 -Yo no voy a pronunciar ése nombre. Te lo voy a escribir en un papelito.
 -Pero yo no sé leer… 
-Se lo das a tu muchachita pa que te lo lea.
 -¿Cuánto le debo señora Nacha?
 -¡Jesús! ¡Dios me libre de cobrarte hija mía! Si yo misma te mandé a llamar porque las ánimas no me dejaban tranquila. 
-¡Dios me le pague! 
-Pero ve: hacele jurar primero a tu muchachita que no le va a decir nada a nadie nunca en la vida. Y vos quemás el papelito… 

 VI

 Lloraba, se calmaba, se detenía, continuaba. No, no iba a pensar en Dios, ni en el diablo; esto no era cosa del más allá. Y así, una a una levantó las baldosas del piso frente al fogón y las apiló a un lado. Día con día cavó un hoyo hasta que le costó trabajo salir de él y consideró entonces que era suficiente. 
Se acercaba el día de san Joaquín y habría fiesta en la hacienda. La parranda empezaría temprano y no sería extraño que se prolongara por dos días porque así se celebraba el cumpleaños del dueño: música, aguardiente y comida para todo el mundo hasta que el señor quisiera, hasta que dijera “basta”

 VII 

 -Yo a vos te he tenido ganas desde siempre, y vos lo sabés… 
-Yo sé, pero somos primos…
 -¿Y eso qué tiene? 
-Yo tengo mi esposo, padre de mis hijitos.
 -Pero, está muy lejos, y a lo mejor no vuelve. Vos tas muy joven todavía…
 -Si venís, esperá que sea tarde, que ya la fiesta esté andando. Tocás por la puerta de atrás, por el fogón… 

 VIII

 Ebrio de aguardiente y lujuria, ahíto de manjares y de sangre inocente “Julio El Oso” camina con sigilo, acecha más bien por entre los matorrales; evita ser visto. Se ha quitado la camisa y se guía con instinto felino. Toca discretamente una vez, una segunda vez, y escucha ruidos.
 Mueven el pasador, quitan la tranca, abren la puerta y entra… 
 Un tajo que no vio venir en la tiniebla le recorre el cuello de un lado a otro, rápido y profundo. Quiere gritar y su voz es un graznido que borbota sangre en gran cantidad. Una puñalada le quita de sufrimientos y un tajo tras otro lo descuartiza cuando ya no es más que una masa sanguinolenta que va cayendo pedazo por pedazo en un hoyo cavado frente al fogón. 
Y ella lloraba en silencio, se calmaba, se detenía, continuaba. No, no iba a pensar ahora en Dios, ni en el diablo; esto no era cosa del más allá. Y una a una colocó de nuevo las baldosas del piso frente al fogón donde la sorprendió el sol haciendo café después de bañarse escrupulosamente.

 IX 

 Sentada frente de su casa, la señora Servanda piensa en que a la vejez la hacen pesada los recuerdos y los secretos. Hacia Coro, brilla una luna menguante, finita, finitica. Como si el oscuro cielo no fuera mas que un negro capote, al que alguien con una filosa cuchillita le hubiera hecho un tajito para poder ver la luz que está siempre ahí: detrás de la noche. 

 CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

viernes, 1 de agosto de 2025

Desencanto...

Aceptéle la invitación a un dilecto amigo de mi más cercano círculo. Aunque busquéla, no conseguí efectiva excusa para evadir el convite. Costábame entonces salir a divertirme, admítolo. En llegados al bar, recorrílo todo con escrutadora mirada y no pude evitar fijarme en ella. Ahí estaba, como de luces, con presencia de anuncio luminoso. No debí ser el único en notarla, de eso estoy seguro. Con mi segunda copa me animé y fui en su búsqueda. Yo no le era del todo indiferente, notelo al instante. Preguntele su nombre y díjele el mío. Intercambiamos risas, tonterías, halagos y aceptóme una copa. Mirábame con cierta picardía, con una mezcla encantadora de curiosidad y deseo. Evidenciaba un carácter cosmopolita, de mujer que aunque joven, tiene mundo. Lucía elegante y refinada pero sin imposturas, natural, un tanto desparpajada; de esas que saben ir a lo suyo. Mi edad, mi dirección, mi origen; en un breve instante lo supo todo. Abría los ojos, se reía, se reacomodaba la cabellera. Me sabía hipnotizado y yo no le era del todo indiferente, notelo desde el primer instante. Cuando quiso saber mi oficio presentí la debacle. Aún así, con aire estoico respondíle: -¡Soy profesor universitario de lengua y literatura! Miróme con cierta compasión, demudó su alegre rostro en un gesto de tristeza y lástima, a lance seguido preguntóme: -¿Sí? ¿Y de qué vives? Un rubor de vergüenza e indignación subióme al rostro, y poniendo mi copa sobre la barra fuíme de aquel lugar en rauda huída, como la conocida Cenicienta de Disney que al hallarse apremiada por la hora abandonara el palacio real. Pero yo no dejaba atrás un zapato sino una estela de desencanto… CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

martes, 22 de julio de 2025

Una cuestión de genética…

    -¡Oropeza! ¡Oropeza tenías que ser! 

Al regusto de ron barato con el cual había amanecido aquel sábado tan temprano, tenía ahora que sumar el zumbido de mis oídos, un amenazante de dolor de cabeza, el reguero de mi habitación y la voz estentórea de mi madre; que sin importarle mi resaca debía estar peleándose a voz en cuello con Ana María o con José Miguel. Mis hermanos son muy de discutir con mamá y pareciera que les encanta ése interminable intercambio de reproches que siempre acaba del mismo modo: mi madre acusa nuestra conducta al hecho de ser descendientes de nuestro padre. 

Parece que al principio papá y mamá vivieron su propio espejismo de felicidad. Espejismo que se evaporó antes del quinto aniversario de bodas. Por aquella época yo tenía tres años, Ana María casi dos y José Miguel era un bebé de brazos. Papá se divorció de mamá, y de nosotros también. Ya de mayores nos reencontramos con él pero lo disfrutamos poco porque en nada se murió.

Sin previo aviso, mamá sucumbe a prolongados episodios de amargura. Entonces, presa de una cólera homérica descarga su frustración en grandes lamentos y escenas teatrales volviendo una y otra vez por sus fueros: mi madre acusa nuestra conducta al hecho de ser descendientes de nuestro padre. Salí entonces de mi cama y me dirigí al baño. Tras satisfacer mis necesidades y asearme como es debido traté de recomponer mi aspecto. La batahola se había disipado ya cuando hice acto de presencia en la cocina. 

   -Carajo mijito! ¡Ya casi es mediodía! ¡Francamente! 

Mal podía yo pretender que mamá no se ocupara de mí ahora que mis hermanos no estaban cerca. En cuanto a la hora, apenas faltaba un cuarto para las diez de la mañana. 

Brazos en jarra, mamá sin parar de hablar me seguía por la cocina mientras yo buscaba mi taza preferida, servía mi café e iba a la nevera por las rebanadas de queso; me seguía cuando saqué del gabinete el pan de sándwich, venía tras de mí cuando me puse a la mesa y seguía hablando mientras armaba mis emparedados. Sinceramente, no presté atención a nada de lo que dijo. 

Ya en el clímax de la indignación, me espetó con aire sentencioso:

    -¡Hijo de tu padre tenías que ser! 

Y yo, sabiendo que a ése punto tenía que llegar tarde o temprano; consciente de que no se lo esperaría, tomé mi desayuno para regresar a mi cuarto no sin antes recordarle con la mueca de quién expresa al mismo tiempo burla y excusa: 

   -¡Te recuerdo que a mi papá lo escogiste tú! 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


domingo, 13 de julio de 2025

La gran advertencia.

 

El padre Sebastián Urquiza, natural del extremo sur de Tierra del Fuego, salió de su paupérrima aldea huyendo del aburrimiento y se refugió en nuestro país alegando persecución política. Monseñor Traverso, informado convenientemente por diversos medios; lo destinó a Santa Rosalía y estuvo entre nosotros hasta hace cosa de dos años cuando por fin rindió su alma al creador, unos meses antes de completar el siglo de existencia.

El padre Urquiza, el maestro Cubillán y Joseíto Benavides, dueño de “Comercial la J” eran el triunvirato que, entre bemoles y sostenidos, rigieron nuestras vidas y organizaron nuestro pueblo. Benavides y Cubillán también  hicieron lo propio por acrecentar la población, añadiendo cada tanto, uno o dos individuos al número de los “santarosalieños” Según Benavides, que en paz descanse - y a quien mis palabras no lo ofendan- no era que el padre Urquiza fuese un fiel cumplidor de la condición celibataria; sino que era incapaz de engendrar, pues al decir de Joseíto: “de coger, sí cogía; pero no preñaba”

Cuando se lanzó la primera gran campaña nacional antitabaco, Santa Rosalía también tomó parte activa en eso de concienciar a la sociedad acerca de los efectos nocivos del cigarrillo y se sumó a las iniciativas que la excluyente campaña nos impuso. El maestro Cubillán lideraba el grupo de los que tomaron como una cuestión de honor el ir creando ambientes libres del humo de tabaco, proponiendo inclusive la creación de un parque de fumadores al lado abajo del cementerio. Afortunadamente, la iniciativa no prosperó.

Urquiza y Cubillán convenían en que se debía advertir a la ciudadanía sobre los efectos nocivos del consumo de tabaco, pero diferían en los medios. Esto porque el presbítero solía muy de vez en cuando echarse unos “fumitos” para relajarse. Joseíto Benavides que comerciaba cigarrillos al mayor y al detal defendía el derecho que tiene cada uno a joderse la vida si eso quiere hacer.

Así las cosas, llegaron por fin a un acuerdo para hacer al pueblo una gran advertencia sobre los peligros del tabaquismo y contrataron a un muralista para que con caracteres gigantescos escribiese el lema de la campaña: “Fumar es algo que mata”

Por el poder que les confería ser quienes eran, resolvieron que el slogan se escribiese en la pared lateral de la prefectura que da vista hacia la escuela. Puesto el pintor a la obra de preparar la pared, la primera gran discusión del trio de autoridades vino por el tipo de fuente y por el tamaño ideal. Eso retrasó el trabajo por dos días.

Cuando por fin el muralista comenzó a marcar las letras sobre la pared, el padre Urquiza, el maestro Cubillán y Joseíto Benavides se apostaron cada uno en su silla en la acera del frente para supervisar el trabajo en tiempo real. Entonces, considerando lo que rezaba el lema, fueron surgiendo cuestionamientos que derivaron en una grande y terrible discusión. Joseíto era partidario de que se intercalase la expresión “en exceso” después de la palabra fumar, Cubillán ripostó que el cigarrillo no tiene niveles seguros de consumo. El padre Urquiza señaló que las golosinas y refrescos podrían conducir a la diabetes y sin embargo no se advertía sobre ello con la misma vehemencia que en este caso.  Benavides volvió por sus fueros y dijo que  eso de matar podría hacerlo cualquier cosa y preguntó con gran ironía que si a un hombre lo mataba un rayo iba el gobierno a prohibir la lluvia. El cura dijo que moría más gente a causa de los excesos alcohólicos que a causa de fumar. El maestro Cubillán dijo que mal podía el representante de la iglesia opinar tal cosa si se tomaba en cuenta que el principal rito de los católicos gira en torno a una copa de vino. Urquiza se sintió ofendido y se levantó en actitud retadora. Joseíto recordó que a un hombre lo había matado recientemente una de sus propias vacas y preguntó si debía prohibirse la ganadería. Cubillán lo acusó de lucrarse con el cigarrillo y lo tildó de “comerciante asesino” y de “vendedor de muerte” entre otras lindezas. Benavides seguía echando mano a sus argumentos y preguntó si no deberían prohibirse los automóviles, las bicicletas, los andamios, las motocicletas, la ingesta de mamón, la pesca y la navegación; los viajes en avión, la apicultura y los deportes…

Cubillán no hacía sino exaltarse, el padre Urquiza seguía exigiéndole una disculpa; Joseíto inventaba más y más situaciones hipotéticas de muerte para justificar su posición. Cubillán lo trató de negacionista y el cura invitó al maestro a los puñetazos.

Mientras tanto, el pintor, había comenzado la obra escribiendo de derecha a izquierda -comenzado por el final- por lo que al completar “es algo que mata” se detuvo a ver en qué terminaba aquella terrible discusión. Justo cuando iba a preguntar acerca de lo que debía escribir definitivamente cayó a tierra el maestro Cubillán víctima de un síncope.

En la confusión que sobrevino huyó el pintor y el padre y Joseíto insistían en culparse el uno al otro.

El maestro Cubillán tardó pocos días en sobreponerse para prácticamente recaer cuando por fin pudo salir a la calle; pues una misteriosa mano con mala intención y peor caligrafía había completado la gran advertencia: “Vivir es algo que mata”

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

 

 

lunes, 7 de julio de 2025

Face to face...

 

-¡Ojalá te mueras! ¡Ojalá te mueras,maldito!

En este momento viene a mi memoria aquella ocasión cuando papá me gritó una y otra vez esa expresión. Recuerdo sus ojos inyectados de odio y el gesto tembloroso de rabia, de impotencia. Me llega ahora mismo el llanto ahogado de mamá y no sé si la estoy escuchando o si la recuerdo. Hoy como aquel día, miro fijamente a papá pero no digo nada. A diferencia de aquel día, su actitud es otra: todavía iracundo, pero incapaz de decirme algo.

-¡Ojalá te mueras tú!–recuerdo que repetía en mi mente como un mantra que conjurase el deseo de mi padre.

Y yo ahí, firme. Como ahora, a punto de largarme; pero firme.

-¡Amor! ¿Nos vamos? –me susurra mi novio-

Entonces me aparté del ataúd. Y salí de la funeraria sin saludar a nadie…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

viernes, 6 de junio de 2025

¡No darles vergüenza!

 

Ni bien aterrizaba en Coro y se instalaba en la casa paterna por allá por los lados de la plaza El Tenis, Manche buscaba la ocasión para reunirse con sus hermanos, para convocar a los amigos, y para darse al sano disfrute de copiosas libaciones.

Si de algo disfrutaba Manche en compañía de sus amigos y allegados, era del dominó. Bien jugado, eso sí, al estilo Monteverde; si Monteverde fuera un estilo de jugar dominó, claro está.

Pues bien, se dio el caso de que en cierta ocasión se encontraba en compañía de su hermano Mingo ahí mismo a las puertas de su casa en las inmediaciones del parque, desesperado y desesperando por no tener con quien formar otra dupla que sirviera de oponentes para jugar al dominó. Eso sí “unas manitos nada más” poca cosa, por distraerse un rato.

Tras el almuerzo, una partida de dominó parecía mejor opción que una siesta.

Entonces, de súbito, aparecen por la calle Ampíes, Diego “El Ratón” y el muy popular León Camacho. Diego, Manche y Mingo eran hermanos, por lo que la alegría del reencuentro surgió espontanea; borbotaba, diríase mejor.

Pero debo advertir un par de condiciones que no pueden obviarse para seguir adelante: León Camacho, amén de ser conocido por su afición alcohólica, padecía un severo y rebelde estrabismo; Diego, a causa de un accidente llevaba una prótesis ocular, pues había perdido un ojo.

Tras un corto debate convinieron acercarse hasta el  “Club Concordia” para una partida de dominó. Apenas entrar formaron parejas: Manche y Mingo, León y Diego.

Pero eso de jugar por jugar no resultaba muy atractivo, y Manche  “por ponerle sabor a la cosa” lanzó el reto de apostar media botella de whisky cuyo coste debía ser pagado por el binomio perdedor. 

Y empezó la partida…

El sonido característico de las veintiocho albinegras al ser revueltas sobre la mesa llenó la sala y luego se produjo el acompasado golpeteo clásico seguido de alguna que otra interjección o exclamación procaz. Y de nuevo, el sonido característico de las veintiocho albinegras al ser revueltas sobre la mesa…

Así, en pocas jornadas León y Diego se alzaron con la victoria, recayendo en sus rivales la obligación de pagar al cantinero. Herido en su orgullo Manche exclamó:

-                 ¡Va otra media botella! ¡Por la revancha!

Y así fue. Aceptado el reto volvieron a la mesa formando las mismas parejas que al llegar. Pero Manche y Mingo sufrieron una segunda derrota. Tras la subsecuente discusión para dirimir las responsabilidades, el grupo recuperó la calma cuando el sol; cansado del día, cogía rumbo a su casa.

Para honrar la deuda y salvar el honor Manche se dirigió a la barra en busca del cantinero, mientras León, sacando su billetera, se colocaba bajo una bombilla encendida para poder hurgar mejor entre los pliegues de su cartera en claro ademán de quien busca dinero. De pronto y como sobresaltado, cerró la billetera y la puso de nuevo en su bolsillo.

Entonces, con un burlesco mohín de indignación exclamó:

-¡Yo iba a poner cobres pero mejor no! En una vaina que requiere tanta vista como el dominó, ustedes con sus ojos buenos se dejaron ganar por un tuerto y un bizco… ¡Carajo! ¡No darles vergüenza!

Por supuesto, ante la disparatada ocurrencia las risas llenaron el lugar.

Graneaítos, como aquella tarde en que llegaron al parque, han ido dejando este mundo para habitar en la memoria convertidos en recuerdos indelebles, inevitables; sobre todo cuando llega el sonido característico de las veintiocho albinegras al ser revueltas sobre la mesa…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

 

miércoles, 2 de abril de 2025

QUE QUEDE ENTRE TÚ Y YO…

 

Te cuento que me encuentro en situación de calle porque así lo quise en su momento.

No soy víctima de nada, acaso de mi propia torpeza, pero de nada más. Soy perfectamente consciente de que uno solamente puede ser feliz cuando vive. Y como yo vivo como quiero…

No sé cómo habrá sido la vida de otros individuos que voy conociendo en estas misma circunstancias que enfrento día con día. Si algo se aprende rápido, muy rápido al estar en la calle, es que lo mejor es evitar las indagaciones sobre la vida ajena. Eso no evita toparse eventualmente con algún entrépito o entrépita (complacidos los que insisten en hablar según el género) que quiera compadecerse de uno y qué quiera saber por qué uno terminó deambulando por ahí. Insisto, yo no pregunto, y en parte lo hago para que no me pregunten.

Tuve una casa y una “familia” por así decirlo. Pero un día cualquiera me harté de ellos y de sus normas, de su vida regulada, supremamente normada en la que no se consienten espacios para la libertad individual. ¡Coño! Es que yo no sé ser masa.

Me harté de su “cuidado con los muebles”, “no pases por ahí”, “ven a comer”, “tienes que bañarte”, “esa alfombra es nueva” y entonces hice lo que mi espíritu libre me indicaba: cómo no podía mandarlos todos a la mierda – y si los mandaba no se irían, me fui yo. Todos dormían la siesta de un pesado domingo cuando decidí largarme.

No dudo que me buscaron ¡Si hasta carteles hicieron! – ¡Qué gentecita!- pero yo había decidido no volver y más nunca volví.

En materia de reglas, no sigo sino las mías, y cómo éstas contemplan no causar daño a nada o nadie salvo en el caso de defensa de la propia vida; voy por ahí tranquilamente.

En cuanto a la satisfacción de mis necesidades básicas de alimento y abrigo admito que al principio comer de lo que hallaba en la calle me resultaba muy bascoso, emético; pero uno se acostumbra porque entiende que es comer así o morir de hambre. Para dormir, duermo donde me dé sueño y a la hora que sea. En ocasiones me asocio con otros y entre todos nos cuidamos. Sin embargo, yo me cuido de asociarme muy seguido porque de inmediato surgen reglas, normas y jefes. Y yo prefiero ser de la pandilla pero no del rebaño.

Admito que tengo una inclinación muy marcada en cuanto al placer sexual, de verdad, admito que soy un fornicario irremediable. Por supuesto, como vivo en la calle no tengo tiempo para ponerme de exquisito y atiendo a la que se venga sea de la condición y aspecto que fuere. No tengo reparos.

Es verdad que al principio esto de copular en cualquier parte y ante la vista de otros me producía algún escrúpulo, pero ya superé esa vaina. Cuando la gente me lanza interjecciones o me grita obscenidades por refocilarme en la vía pública sé con toda certeza que no los mueve la salud moral sino la envidia, la más vulgar y cochina envidia.

Admito sí, que esto de tener que vaciar mi vejiga o desocupar mis intestinos en la vía pública me costó mucho trabajo al principio –claro, ya les dije que yo alguna vez tuve mi casa- pero también he superado esas convenciones sociales. Ahora que lo pienso, es curioso que la gente, sabiendo de qué va la cosa, se encierre en espacios reducidos para “oler” sus propias excrecencias. ¡Guácala! yo no hago eso.

Si me sorprende la necesidad, hago mis deposiciones dónde sea y sigo adelante como si nada. Así de simple.

Por otro lado, en cuanto a la religión no me atrevo a declararme abiertamente ateo, no sea que al final sí haya algo o alguien del otro lado de esta vida. Eso sí, aunque tengo muchos parientes católicos yo siempre fui de inclinación protestante. Pero a raíz de mis malas experiencias con dos pastores de origen extranjero (uno de Bélgica y otro de Alemania) decidí que mejor andaba yo por la libre. Porque si algo buscan los pastores es eso a lo que yo me resisto: un rebaño. Y repito que yo para ser del rebaño prefiero ser de la pandilla.

En materia de recibir consejos me cuido mucho. Los atiendo muy poco o no los atiendo, y, en cuanto a darlos, me cuido más. Eso sí, contigo voy a permitirme uno, uno solo:

¡No digas que todo esto te lo contó un perro callejero porque nadie, absolutamente nadie, te lo va a creer!

                                                                                                       

LAS COSAS COMO SON…

 

Si algún evento causaba ansiedad entre los selectos miembros de la alta sociedad de la ciudad era el banquete anual del Colegio de Médicos del Estado. Nada era tan esperado como aquello y no había como aquella otra ocasión para el lucimiento de galas y para el derroche de elegancia y estilo.

Un programa sencillo definido quién sabe por quién y quién sabe cuándo se mantenía en uso desde que los más antiguos miembros del gremio podían recordar: Se daba inicio formal a las ocho de la noche haciendo callar a un grupo de músicos de cámara que tocaban piezas clásicas y tenía lugar la intervención del presidente en ejercicio con unas palabras de salutación.

Acto seguido, el tesorero informaba grosso modo de los ingresos y egresos, luego, se llamaba al médico previamente designado quien con un discurso por regla general muy breve, elogiaba los logros de la directiva y tímidamente señalaba sugerencias o reivindicaciones por alcanzar. Finalmente, a nombre del comité de damas, una copetuda señora invitaba al brindis y al disfrute de la fiesta no sin antes saludar a algún muy raro invitado de cierto renombre, que bien podía ser un venerable prelado, un avinagrado juez, un refulgente comandante del cuartel general y en alguna ocasión hasta un muy mal digerido gobernador.

Una o dos orquestas hacían el marco ideal para las libaciones y los consabidos hartazgos, prohibidos a los pacientes y permitidos a los discípulos de Hipócrates.

Del doctor Méndez U. se rumoraban muchas cosas en torno a su dificultad, aparentemente invencible, para guardar la debida fidelidad conyugal. Dolores, su mujer; “Lolita de Méndez U.” para las amigas, era toda bondad, toda clase, y toda kilos. Últimamente, y esto era lo más comentado, al doctor Méndez U. le había dado por andar con “mujeres de esas” a las que alquilaba para el servicio completo de compañía y cama. Bueno, eso era lo que se decía entonces.

Alguien comentó que en el agasajo al doctor Manrique T. el doctor Méndez U. había tenido el descaro de llevar a una muchacha que bien podría ser su hija, y Merceditas de Marcano P. dijo que era cierto y que además no era la misma “muchacha” que había llevado cuando recibieron a aquel poeta que con la más grande pompa fue homenajeado por lo más granado de la sociedad.

La verdad era que Lolita de Méndez U. no se merecía ese trato después de tantos años de matrimonio. Así las cosas, el arribo de tan notable adúltero al banquete fue convirtiéndose en el momento más esperado de la noche por obra del chismorreo de unas cuatro señoras de bien. El galeno infiel no se hizo esperar mucho tiempo, y llegó dejando de boca abierta a cuantos le vieron entrar al salón trayendo del brazo a una caribeña beldad, que embutida en largo traje carmesí de generoso escote, hizo las delicias de cuantos caballeros se hallaban en la fiesta.

La silueta de la muchacha en cuestión, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, nadie, absolutamente nadie habría sabido decir qué era lo que en esa criatura les llamaba la atención. Ya le ofrecían una copa, ya le dirigían un cortés y ceremonioso saludo, ya le acercaban alguna “delicatesse”

La muchacha se mantuvo rodeada de atentos caballeros y amigables vejetes que la halagaban a más y mejor. Alguna conspicua dama hubo que desde su mesa le dirigió una venia cordial.

Cuando a la abrumada muchacha le correspondió ir al servicio de tocador, Merceditas de Marcano P. y otras tres señoras vieron la ocasión de vengar lo que ellas creían que era una afrenta. El grupo de las cuatro señoras entró al baño al tiempo en que la muchacha secaba sus manos y se preparaba para retocar su maquillaje. Una de ellas dijo en tono alto e irónico:

-¡Todo ha cambiado querida Merceditas! Antes, por ejemplo, no se permitía en estos banquetes la presencia de personas de dudosa reputación…

Sabiéndose objeto de la invectiva, la muchacha terminó de usar el lápiz labial y elegantemente lo puso en su bolso. Con ambas manos se ajustó el busto frente al espejo y luego acomodó un poco su cabellera.

Giró sobre sus talones y dijo a la dama parlanchina con toda la calma y firmeza del mundo:

-¡Señora! ¡Yo soy puta! Y las cosas como son: si aquí hay una reputación dudosa, no es la mía…

Y salió del baño tan serena como cuando entró a la fiesta dejando en el aire esas incógnitas por las que uno no sabría decir si era la figura, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, o qué era lo que en esa criatura nos llamaba la atención.

LA CUMBRERA: EL PUEBLO DE DONDE NO ÉRAMOS...

Parménides Teodoro, el abuelo de mi bisabuelo paterno, pasó a la historia sin apellido alguno. Español, andaluz, para más señas, es reconocido como el legítimo fundador de La Cumbrera. Se lo sabe padre de buena parte de la población inicial y diseñador de la disposición original del pueblo. De sus obras escritas solo se conservan dos ejemplares, ambos se encuentran en la sección libros y manuscritos raros de la Biblioteca Nacional. Y esto lo sé porque mi abuelo Néstor decía que él mismo los había visto. Yo, ni siquiera por lo llamativo de sus títulos me he motivado a buscarlos: “De la azarosa vida del famoso desconocido” y “Pormenorizada relación de las cosas que no es necesario conocer”

La Cumbrera, debió su fama al hecho de ser el único pueblo de nuestro país que surgió y se extinguió sin tener sepulturas. Hubo un cementerio, esto ha de aclararse, pero jamás se utilizó en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo. Alguna vez nos llamaron “El pueblo sin muertos” pero tal calificativo no se ajustaba a la realidad porque sí moría la gente, solo que sus cuerpos no llegaban al pueblo por alguna razón. Propiamente, nadie se murió en el pueblo. Nunca. La gente de allá siempre murió fuera.

Innumerables aportes a la cultura nacional tuvieron su origen en La Cumbrera. Por ejemplo, es cosa bien documentada que habida cuenta de su clarísimo conocimiento del comportamiento de la mayoría de los materiales y las substancias; fue Parménides Teodoro quien aconsejó a una de sus concubinas, María, el introducir la punta del meñique en el centro de una arepa cruda para traspasarla y crear un agujero. Así, al freír ésta, el aceite podría circular y la arepa se cocinaría mejor. Claro, esto trajo como consecuencia inevitable que en lo sucesivo aquella María fuera conocida como “María la del huequito” o simplemente “María huequito”

Ya en la tercera década de su existencia se hizo necesario importar mujeres para formar nuevas familias en La Cumbrera. A estas alturas, todas las uniones sexuales tenían visos de relación incestuosa. Así, los varones se organizaban en “partidas de caza” para asistir a fiestas populares y “sacarse” a las muchachas de los pueblos y caseríos de alrededor. Pero pronto se convirtieron en los intrusos más odiados y temidos. Dos razones argüían las mujeres para darles mala fama: tenían éstos “una muy buena dotación para la vida” y además eran bruscos al amar. Tan lejos se llegó con esto, que se cuenta que en cierta ocasión cuando un grupo de “cumbreros” se dirigía a unas fiestas patronales en San Juan del Llano, los sanjuaneros los emboscaron en una quebrada y los conminaron a regresar por donde mismo había venido.

Y es que en La Cumbrera, cosa curiosa esta, jamás hubo armas de fuego. Jamás, en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo, se oyó un disparo.

Entonces, como los sanjuaneros estaban armados de escopetas y carabinas. Lo cumbreros volvieron sobre sus pasos sin chistar. Ceferino Godoy, desde lo alto de un barranco gritó a los que iban en retirada:

-¡Si tienen muchas ganas, cójanse entre ustedes mismos, desgraciados!

Cuando se cumplieron los cuarenta años de la fundación de La Cumbrera todo comenzó a ir más rápido. Un hombre bajaba al conuco caminando hora y media y cuando subía por la tarde haciendo el mismo recorrido, encontraba a la mujer envejecida y a los muchachos crecidos. Una mujer se iba a lavar al río llevando una criaturita de pecho y subía a La Cumbrera con la criatura caminando, de la mano.

En cuestión de unos pocos días habían pasado tan rápido los años que así, sin pensarlo mucho, las familias se echaban al monte buscando el rumbo de la ciudad por detener aquello. Cuanto podían cargar se lo llevaban y en cada amanecer se sabía de un nuevo éxodo producido en la noche anterior.

Mi abuelo Néstor supo que no quedaba ninguna familia en el puedo porque una mañana cualquiera nadie vino a decirle quién se había largado durante la noche.

Llegó a la cocina y le dijo a su mujer y a sus hijos:

-¡Mañana, ni bien amanezca, nos vamos de aquí!

Y así, llegó mi familia a esta ciudad donde nos encontramos, un día cualquiera de un año sin importancia, con el cansancio de haber vivido en un lugar donde nadie había quedado a vivir para divertirse y ninguno había quedado muerto por quién llorar.


sábado, 4 de enero de 2025

ENTRE DOS AMARRAN UNO...

 

El viejo empleado del telégrafo llegó a la casa de Dámaso y le extendió la escueta nota conminatoria: CASO URGENTE. PRESENTARSE EN ESTA. COMPADRE JUANCHO.

Al igual que el remitente, Dámaso era faculto en artes curativas y en deshacer ensalmos. Curaba el mal de ojo y combatía denodadamente a los espíritus malignos con oraciones y rituales recibidos en herencia de su abuelo.

Ni bien llegó a la ciudad puso rumbo a la casa del compadre cuando la siesta el viernes recién terminaba. Un conveniente baño y una ligera refección completaron las ceremonias de bienvenida.

Bien informado por el compadre Juancho esperó la llegada de “el hombre del caso” y pasaron al cuarto de los santos en cuanto éste llegó.

El angustiado paciente de aspecto demacrado y nervioso, víctima de un acoso infernal, relató desde el inicio el espantoso sufrimiento que padecía según sus cálculos desde hacía unas diez semanas.

Al principio solo fueron toques a la puerta que se sucedían a medianoche, y aunque él acudía de inmediato a los insistentes llamados, a nadie conseguía. Acechaba los toques para abrir rápidamente y nadie estaba por allí. A esto siguió el ruido de pisadas provenientes del techo y los fétidos olores sulfúricos que en la penumbra invadían toda la casa.

Sobresaltado, una noche lo despertó el horrendo maullido de un gato negro que apareció en la sala sentado y con una mueca de sonrisa.

Percibía en las tinieblas el reptar de interminables serpientes que todo lo tumbaban a su paso. Escuchaba el gruñido de fieras invisibles y, en una ocasión, el doliente balido de una cabra que estuviera como herida o moribunda.

Más recientemente era atormentado por el horroroso graznido de un ave nocturna que metía la cabeza por los respiraderos de la chimenea del fogón en la vieja casona, y hacía resonar su espeluznante eco por todas las habitaciones.

Los facultos escucharon atentamente el doliente relato de aquel hombre que evidenciaba estar al borde del colapso nervioso. Consolaron e intentaron calmar al paciente y le ofrecieron la seguridad de una solución definitiva que llegaría la noche siguiente.

Juancho intuyó que el fenómeno volvería a suceder en la medianoche del día que precede al domingo y que sería algo intenso y muy rápido.

Una vez ido el paciente conferenciaron los compadres sobre la urgencia del caso. Convinieron en que era “un trabajo de trece” y que al cabo de tal número de semanas el paciente podría enloquecer definitivamente o morir de manera trágica. Dedujeron que el objetivo de la sañuda maldad era apropiarse de la casa antes que cobrar la vida de su único habitante.

Llegada la tarde del sábado, Juancho y Dámaso tomaron posada en la casa de junto al paciente a quien se cuidaron de advertir cosa alguna. Tejieron sendas sogas de purísimo y blanco algodón mientras rezaban trisagios a la Santísima Trinidad y luego procedieron a bendecirse el uno al otro imprecando a San Miguel Arcángel, príncipe de las milicias divinas. Y todo esto es el más absoluto secreto encerrados como estaban en la habitación que compartirían hasta la hora de su apocalíptica aventura.

Rociaron sus improvisados cabestros con agua y sal bendita para acostarse apenas se hubo ocultado el sol. La anfitriona, previamente advertida y en extremo feliz de hospedar a tan reconocidos personajes, los llamó cuando ya faltaba poco para la medianoche…

¡Y empezó la minúscula versión del Armagedón!

Llegó el pájaro graznador, y ni bien se había posado sobre la techumbre, se dirigió a saltos –algo propio de los carroñeros- hacia los huecos de la chimenea para meter la cabeza y comenzar con los horrendos graznidos que erizaban la piel a cualquier valiente. Con ímpetu juvenil pese a sus años, Dámaso hizo gala de insospechada agilidad y trepando al techo capturó al pájaro, lo ató con su cabestro bendito y lo arrojó al suelo donde esperaba Juancho para darle inicio a una increíble azotaina. Dámaso soltó las amarras al pajarraco y se unió a los azotes. El animal no pudo alzar el vuelo y se fue renqueando por la calle hasta perderse en la oscuridad de un callejón.

II

Cuando un enfermo no podía acudir a la casa de Don Juancho él se ofrecía por modesta suma a consultarlo a domicilio. Y así las cosas, acudió el miércoles a la casa de Julita La Tuerta para auscultar al mayor de sus hijos quien yacía en cama.

Apenas se vieron médico y paciente, el muchacho comenzó a temblar de tal manera que hacia rechinar el catre en que se encontraba de boca abajo únicamente vestido con sus calzoncillos.

El hijo de Julita mostraba marcas de azotes y su madre contaba que unos bandoleros le dieron “una cueriza” para robarlo, dejándolo tendido en un callejón cerca de la casa donde lo hallaron maltrecho e inconsciente la mañana del domingo.

Don Juancho no pasó al cuarto y le recomendó a Juanita unos guarapos de concha de cedro y unas unturas de árnica.

¿Y no me le va a rezar? –preguntó la acongojada madre

Juancho, solemne y con los ojos entornados caminó hacia el catre y se inclinó sobre el paciente musitándole al oído:

¡Negro pendejo! Que te sirva de escarmiento y pa que aprendás a no andar echando vaina. Amén…