sábado, 4 de enero de 2025

ENTRE DOS AMARRAN UNO...

 

El viejo empleado del telégrafo llegó a la casa de Dámaso y le extendió la escueta nota conminatoria: CASO URGENTE. PRESENTARSE EN ESTA. COMPADRE JUANCHO.

Al igual que el remitente, Dámaso era faculto en artes curativas y en deshacer ensalmos. Curaba el mal de ojo y combatía denodadamente a los espíritus malignos con oraciones y rituales recibidos en herencia de su abuelo.

Ni bien llegó a la ciudad puso rumbo a la casa del compadre cuando la siesta el viernes recién terminaba. Un conveniente baño y una ligera refección completaron las ceremonias de bienvenida.

Bien informado por el compadre Juancho esperó la llegada de “el hombre del caso” y pasaron al cuarto de los santos en cuanto éste llegó.

El angustiado paciente de aspecto demacrado y nervioso, víctima de un acoso infernal, relató desde el inicio el espantoso sufrimiento que padecía según sus cálculos desde hacía unas diez semanas.

Al principio solo fueron toques a la puerta que se sucedían a medianoche, y aunque él acudía de inmediato a los insistentes llamados, a nadie conseguía. Acechaba los toques para abrir rápidamente y nadie estaba por allí. A esto siguió el ruido de pisadas provenientes del techo y los fétidos olores sulfúricos que en la penumbra invadían toda la casa.

Sobresaltado, una noche lo despertó el horrendo maullido de un gato negro que apareció en la sala sentado y con una mueca de sonrisa.

Percibía en las tinieblas el reptar de interminables serpientes que todo lo tumbaban a su paso. Escuchaba el gruñido de fieras invisibles y, en una ocasión, el doliente balido de una cabra que estuviera como herida o moribunda.

Más recientemente era atormentado por el horroroso graznido de un ave nocturna que metía la cabeza por los respiraderos de la chimenea del fogón en la vieja casona, y hacía resonar su espeluznante eco por todas las habitaciones.

Los facultos escucharon atentamente el doliente relato de aquel hombre que evidenciaba estar al borde del colapso nervioso. Consolaron e intentaron calmar al paciente y le ofrecieron la seguridad de una solución definitiva que llegaría la noche siguiente.

Juancho intuyó que el fenómeno volvería a suceder en la medianoche del día que precede al domingo y que sería algo intenso y muy rápido.

Una vez ido el paciente conferenciaron los compadres sobre la urgencia del caso. Convinieron en que era “un trabajo de trece” y que al cabo de tal número de semanas el paciente podría enloquecer definitivamente o morir de manera trágica. Dedujeron que el objetivo de la sañuda maldad era apropiarse de la casa antes que cobrar la vida de su único habitante.

Llegada la tarde del sábado, Juancho y Dámaso tomaron posada en la casa de junto al paciente a quien se cuidaron de advertir cosa alguna. Tejieron sendas sogas de purísimo y blanco algodón mientras rezaban trisagios a la Santísima Trinidad y luego procedieron a bendecirse el uno al otro imprecando a San Miguel Arcángel, príncipe de las milicias divinas. Y todo esto es el más absoluto secreto encerrados como estaban en la habitación que compartirían hasta la hora de su apocalíptica aventura.

Rociaron sus improvisados cabestros con agua y sal bendita para acostarse apenas se hubo ocultado el sol. La anfitriona, previamente advertida y en extremo feliz de hospedar a tan reconocidos personajes, los llamó cuando ya faltaba poco para la medianoche…

¡Y empezó la minúscula versión del Armagedón!

Llegó el pájaro graznador, y ni bien se había posado sobre la techumbre, se dirigió a saltos –algo propio de los carroñeros- hacia los huecos de la chimenea para meter la cabeza y comenzar con los horrendos graznidos que erizaban la piel a cualquier valiente. Con ímpetu juvenil pese a sus años, Dámaso hizo gala de insospechada agilidad y trepando al techo capturó al pájaro, lo ató con su cabestro bendito y lo arrojó al suelo donde esperaba Juancho para darle inicio a una increíble azotaina. Dámaso soltó las amarras al pajarraco y se unió a los azotes. El animal no pudo alzar el vuelo y se fue renqueando por la calle hasta perderse en la oscuridad de un callejón.

II

Cuando un enfermo no podía acudir a la casa de Don Juancho él se ofrecía por modesta suma a consultarlo a domicilio. Y así las cosas, acudió el miércoles a la casa de Julita La Tuerta para auscultar al mayor de sus hijos quien yacía en cama.

Apenas se vieron médico y paciente, el muchacho comenzó a temblar de tal manera que hacia rechinar el catre en que se encontraba de boca abajo únicamente vestido con sus calzoncillos.

El hijo de Julita mostraba marcas de azotes y su madre contaba que unos bandoleros le dieron “una cueriza” para robarlo, dejándolo tendido en un callejón cerca de la casa donde lo hallaron maltrecho e inconsciente la mañana del domingo.

Don Juancho no pasó al cuarto y le recomendó a Juanita unos guarapos de concha de cedro y unas unturas de árnica.

¿Y no me le va a rezar? –preguntó la acongojada madre

Juancho, solemne y con los ojos entornados caminó hacia el catre y se inclinó sobre el paciente musitándole al oído:

¡Negro pendejo! Que te sirva de escarmiento y pa que aprendás a no andar echando vaina. Amén…

CORTE PROGRAMADO

 

La compañía nacional de servicio eléctrico hacía transmitir constantemente el boletín donde se anunciaba la suspensión de la electricidad. El anuncio se hacía para que los usuarios pudiesen tomar “todas las previsiones necesarias al respecto” y para que el público en general usara de comprensión para con la compañía eléctrica teniendo en cuenta que “las molestias causadas van encaminadas a producir mejoras a corto plazo”

De este modo, cada cuarenta y ocho horas tocaba en el pueblo un apagón de al menos seis horas continuas, que nunca ocurría en el mismo horario. Una semana tenía lugar por la mañana, la siguiente semana ocurría por la tarde y en la tercera, el apagón tocaba por la noche, y así, sucesivamente. El apagón nocturno comenzaba a medianoche y se extendía hasta las seis de la mañana del otro día.

Así las cosas, en La Barranca, la poca gente que había quedado se había hecho a la costumbre de los apagones.

Una iglesia un tanto desvencijada, una escuela básica con dos maestros, un puesto de salud llamado “Ambulatorio Rural I” y una comisaría sin policías, era todo cuanto tenían los habitantes de La Barranca.

Celina, la mujer de Manuel P. era conocida por su condición casquivana tanto como por su belleza y simpatía. Su marido jamás la había conseguido en malos trances y por eso la defendía denodadamente cuando alguien le insinuaba algo en contra.

Manuel P. trabajaba a destajo en una embarcación que eventualmente se hacía a la mar durante toda la noche para llegar muy lejos en busca de los cardúmenes.

Rogelio Z. criador caprino, agricultor y cazador, era el esposo de una de las dos enfermeras que atendían el puesto de salud.

Una creciente tensión sexual se fue dando entre Rogelio y la mujer de Manuel, y poco a poco fue convirtiéndose en un deseo intenso, vehemente. Pero no podían coincidir nunca en un ambiente seguro para dar cumplido gusto a la pasión que alentaban. A cada encuentro furtivo todo se iba en miradas, susurros, caricias muy discretas de apariencia inocente y accidental.

Sucedió pues que en la tercera semana de un mes cualquiera los astros se alinearon en favor de los hasta entonces frustrados amantes y coincidieron: El apagón de la noche, el viaje de pesca de Manuel P. y la guardia nocturna de la mujer de Rogelio Z.

Apenas ocurrió el “black out” Rogelio se fue escabullendo por entre los matorrales y yerbajos casi a rastras. Muy discretamente tocó por la puerta trasera en la casa de Manuel y al minuto una mujer desnuda le hizo pasar. No había tiempo que perder y sí muchas ganas a las cuales darle rienda suelta. Estuvieron amándose con tal intensidad que luego de tres asaltos amorosos se rindieron al sueño. Sin embargo, todavía estaba bastante oscuro cuando el gallo cantó por primera vez. Y Rogelio sobresaltado comprendió que debía huir justo en ese momento.

La mujer le dijo que no podían encenderse ni velas ni linternas porque que algún vecino podría percatarse de las siluetas. Y así, en tinieblas y tanteando, Rogelio vistióse rápidamente y sin ponerse la camisa que llevaba en la mano, regresó a su casa del mismo modo, escabulléndose casi a rastras; pero haciendo esta vez un largo rodeo para llegar a su hogar por la misma ruta que empleaba al ir de cacería.

¡Pero el diablo es puerco y todo lo deja a medias!

Ya en casa, y dispuesto a darse un largo baño, ni bien comenzó a desvestirse percatóse de que en lugar de sus habituales calzoncillos traía puestas unas pantaletas.

Sintiendo que el corazón le rasgaría el pecho para salir de su sitio, no atinaba qué hacer con aquella tan irrefutable prueba condenatoria. Pero el sol, que no se asomaba por completo, ya había derrotado a la oscuridad allá afuera y era imposible devolverse. Además, a su mujer le quedaba poco para llegar. Tenía que actuar rápido.

Envuelto en una toalla salió por el patio trasero en dirección a los corrales y casi al final de su propiedad cavó un hoyo para sepultar la prenda.

Tomó un segundo baño para asegurarse de que no traía pegado olor alguno y se dispuso a esperar a su esposa, extrañado de que tardara en llegar. Cerca de las ocho, apareció su mujer y tras los saludos habituales le inquirió sobre la demora.

-¡Es que me llegó una emergencia cuando ya amanecía! Manuel le cayó a carajazos a Celina. Y la pobre mujer llegó muy aporreada…

Rogelio, que ahora sí creía que se moría, se dominó para preguntar:

-¿Y eso por qué mija?

-¿Por qué más iba a ser? –respondió con desgano la mujer- ¡Por puta!

Rogelio que sentía la sangre subir al rostro y padecía de temblores a esta altura, se repuso una vez más y preguntó a su mujer con la más aparente calma:

-¿Tú has visto mis calzoncillos de Superman? ¡Yo creo que me los robaron de

   la última lavada porque hace más de una semana que no los encuentro!

                                                             ***

Después les cuento lo que pasó cuando “Doky” el perro de la casa, desenterró las pantaletas.

Lo que pasa es que ya a esta hora nos toca el corte programado…

RUEGA POR NOSOTROS...

 

A unas dos horas de la capital del estado, en la falda de la sierra ubicada al sur, está el pueblo de san José, cabeza del municipio. Una media hora más adelante, cruzando a la derecha, se puede llegar a “La Vega de san José” donde vivió y murió la niña Séfora, o la niña Seforita, como también se la conoció.

Era la segunda de los dos hijos que tuvo Misia Remigia, una vieja mandona y rezandera. Benjamín, el mayor de los hijos, ni bien pudo independizarse tomó el rumbo de Caracas y jamás volvió por el pueblo. A Caracas, en aquel tiempo, la rodeaba una niebla de misterio. Y aunque algunos juraban “con la mano derecha puesta sobre un saco de biblias” que sí existía, otros ponían en duda que se tratase de un lugar real.

A Séfora, se le apodó “La niña” ya desde la temprana madurez, porque era cosa atestiguada que jamás se la vio en trato carnal con varón alguno dedicada como estaba al cuidado de su madre quien se postró relativamente joven. El título de “Niña” expresaba una cierta mezcla de respeto y compasión por aquella mujer hermosa y de maneras dulces poseedora de una gran paciencia.

Al pie de la cama de su madre forjó sus virtudes porque Misia Remigia no era fácil de tratar. Como su madre, Seforita era amiga de rezos e imágenes, de novenas y velas, de trisagios y lámparas de aceite.

En cierta ocasión en que las visitara una desesperada señora de allá de San José, ambas se comprometieron a rezar fervorosamente por ella a fin de que cesara la razón de su aflicción. La circunstancia, vencida a pesar de ser considera imposible, hizo que la dama volviera agradecida y dadivosa con aquellas intercesoras. A poco de eso, adquirieron fama de ser muy eficaces al rogar y fueron llegando las gentes de los contornos trayendo toda clase de angustias y hallándose en cualquier clase de predicamentos.

Martín, el de Francisca, hizo un cartelito de madera muy simple a instancias de Misia Remigia y lo fijó a la derecha de la puerta de la casa: “Aquí se alumbra y se reza” porque es cosa harto comprobada eso de que para hacer eficaces los ruegos se precisa de la luz de las velas.

A partir de entonces, a la puerta de la casa se sucedían diálogos y situaciones muy interesantes que permitían pulsar el alma de los paisanos: que dice mi mamá que tome aquí para que le alumbre a Las Tres Divinas Personas pa que papaíto vuelva de la guerra esa… Niña Séfora, que dice mi abuela que pa que le alumbre a San Onofre por ver si consigo trabajo ligero… Que dice tío Alberto que le alumbre al ánima deJuan Salazar pa que suelten a Joseíto que se lo llevaron reclutao… Para que por favor me alumbre a san Ramón Nonato para que saque con bien a Marcelina que está pariendo… Que manda a decir Papabuelo que le alumbre a San Roque porque las cabras cogieron una peste… Vengo por aquí pa que me alumbre a La Mano Poderosa porque puse una bodega y quiero que me vaya bien… Que por favor me alumbre al Justo Juez por ése problema de Arsenio que se lo llevaron preso sin tener culpa…

Los fieles que acudían a Misia Remigia y a su hija daban un modesto aporte metálico, suerte de limosna más bien, que ellas empleaban en comprar velas y en acrecentar las imágenes del cuarto de los santos a cada paso del turco Hassan. Hassan venía mensualmente por el caserío con ropas y quincallerías que dejaba a crédito hasta la próxima visita. Hassan empezó a traer velas en cajones de veinticuatro unidades que muy pronto se hicieron insuficientes. Por el turco Hassan, llegaron, con su vidrio al frente, su cartón a la espalda y su modesto marco de cinta para embalar: san Marcos de León, santa Eduviges, santa Marta, santa Helena, san Expedito, san Martín de Loba y un chofer de apellido Sánchez entre muchos otros.

Y es que en el cuarto de los santos compartían altar los bienaventurados de la iglesia católica y los otros, los bienaventurados del pueblo crédulo.

A la muerte de su madre, la niña Séfora se dedicó con más veras a su oficio de sacerdotisa y en tal ocupación vivió hasta el último de sus días.

Nunca exigía pero siempre aceptó de buen grado los dones que algunos agradecidos le presentaban y por eso nunca sufrió de hambres o pasó necesidades. Cuentan que en cierta ocasión llego a tener poco más de doce cabras.

Solía advertir a cada feligrés cuando aceptaba un encargo de rezo y luz:

-¡Ve que lo que Dios no quiere los santos no lo pueden!

Y con ello se libraba de reclamos si lo que se pedía no se alcanzaba.

Con la práctica, aprendió a advertir ciertas particularidades que tenían los santos y las ánimas a las cuales rogaba. Por ejemplo, para rogar a las ánimas del purgatorio o hacer sufragios por algún difunto, la noche del lunes resultaba ideal. Para obtener favores de santa Marta, nada como ofrecerle los nueve martes; para rogar al ánima de Juan Salazar debían ofrecérsele además de la consabida luz de una vela, un trocito de arepa y un sorbito de agua, porque aquel soldado había muerto hambriento y sitibundo en una campaña.

Otra cosa, es que no se debía insistir a los santos para traer al mundo hijos varones y que no se debía pedir novio a san Antonio de Padua porque los que por esta vía llegaban eran hombres maltratadores. De los más solicitados entre sus contactos del cielo, estaba siempre el célebre san Ramón Nonato, cuyo prodigioso nacimiento –cuatro días después de muerta su madre- lo convertía en el abogado de las parturientas y las embarazadas en apuros.

A santa Rita de Casia y a san Judas Tadeo tampoco les faltaban solicitantes.

A comienzos de un mes de junio la niña Séfora advirtió severamente a Matilde, la hija de Jacintica la de El Alto, porque quería que le alumbrara a san Antonio de Padua con el firme propósito de que el Musiú Hassan se casara con ella.

-¡No mijita! ¡No sabés lo que pedís! Los maridos que consigue san Antonio son echadores de cuero…

Y no supo más de Matilde hasta cerca del mes de diciembre en que le mandó a pedir que le alumbrara al muy eficaz san Ramón Nonato.

Una noche de primero de febrero, como era costumbre, los habitantes de varios caseríos se acomodaban en el cerro de san José para mirar las ofrendas de fuego en la víspera de La Virgen de Candelaria. Muchos pasaban al raso aquella noche con profusión de música, bocadillos y ron. Aquella reunión espontanea era esperada por los enamorados y por los adúlteros con gran emoción.

Desde la cumbre del cerro se divisaban, además de La Vega de san José, El Alto, El Llanito y san Pablo.

La víspera del dos de febrero, aquellas gentes serranas hacían pequeñas fogatas cada uno al frente de su casa a las que llamaban “candelarias” y por eso, en la oscura noche, ver las candelarias de todos los caseríos resultaba un espectáculo para ellos muy bonito.

De pronto en La Vega de san José una candelaria comenzó a crecer y a crecer en medio de los aplausos de los que allá lejos la contemplaban, pero derepente, uno gritó:

-¡Eso no es una candelaria! ¡Se quema la casa de la niña Séfora!

Lo siguiente fueron carreras y atropellos, gritos y tropiezos para bajar del cerro. En poco, las llamas cobraron renovados bríos alentadas por una repentina brisa y rápidamente se consumió la casa. Nada podía hacerse. Convertida en un millón de pavesas, la casa y su única habitante volaron efímeras.

La estupefacción impuso un gran silencio. Una mujer se adelantó hacia el brasero y con un dejo de tristeza exclamo sin aspavientos:

-¡Niña Séfora! ¡Niña Seforita!

Y todos respondieron;

-¡Ruega por nosotros!

 

Pero estos de ahora son otros tiempos: pocos alumbran, muchos no rezan y ya nadie cree…

CHOFER…

 

Cuidadosamente desenrolló el papelito y leyó las instrucciones. Memorizó cada palabra y sacó cuenta en su mente de los horarios y las fechas. El traslado sería la noche siguiente en punto de las nueve. Para ese día tendría guardia y a nadie extrañaría su presencia en el hospital.

Llegado el momento recibió su turno y fue impuesto de las novedades: no había de qué preocuparse para esta noche. Sin embargo, y pese a las consoladoras expectativas del jefe de obreros, él se encontraba agitado. No tenía miedo propiamente, diríase más bien que se hallaba en estado de exaltación. Tanto, que por primera vez había llevado el revólver al hospital. Pensó: los que estamos metidos en esto debemos estar siempre preparados por si algo sale mal, por si acaso una vaina…

Cerca de la hora convenida salió al frente del hospital y vino a sentarse en la acera por la esquina oeste. Alternativa pero pausadamente miraba hacia la Ermita de San Nicolás y hacia el Palacio Mármol. Encendió un cigarrillo y palpó el empaque constatando con asombro que desde las primeras horas de la tarde cuando lo adquirió, casi lo había fumado todo.

¿Cómo iban a hacer para traer al muchacho? ¿Cuál era la señal? Por un momento dudó de si se trataba del mismo joven, pues era de dominio público que su padre lo había llevado por Líbano e Inglaterra para enfriarlo un poco y que allá lo había dejado. La idea de que todo aquello fuera una trampa lo hizo levantarse de la acera. Un carro con dos agentes de la DIGEPOL pasó lentamente frente al hospital. El chofer saludó con desgano…

Faltando diez minutos para las nueve fue hasta el garaje y comenzó a revisar los fluidos y a chequear otras tonterías de la ambulancia. Él era el chofer y tal acción de seguro no levantaría sospechas. Los minutos se hacían pesados y parecían haber triplicado la cantidad de segundos que originalmente contenían. Cuando al fin faltaron cinco para las nueve encendió el motor, se acomodó en su lugar y sacó el arma que mediante un apropiado artilugio llevaba ajustada a la pantorrilla izquierda, la sostuvo un segundo y luego decidió ocultarla bajo el asiento.

Una acuciante ansiedad le enardecía los deseos de fumar pero sabía que ya no había tiempo porque la aventura de aquella noche había comenzado.

Sintió como las puertas traseras de la ambulancia se abrían de par en par y escuchó los ajustes con que la camilla era asegurada al piso justo en el espacio central. Una vez cerradas las puertas salió del hospital siguiendo la calle Falcón en dirección Este para luego buscar al Sur el rumbo de La Sierra. No fue requisado en la alcabala de Caujarao y varios kilómetros más adelante abandonó la carretera por un estrecho camino de tierra. Se detuvo y apagó las luces y el motor.

En poco se vio rodeado de algunas sombras que avanzaban hacia él y rodeaban la ambulancia. Tras unos minutos sintió movimiento en la parte posterior del vehículo y el inconfundible sonido de dos puertas que se abrían.

A una señal le permitieron bajar y lo primero que hizo fue encender un cigarrillo. El que había sido trasladado fue recibido con evidentes muestras de alegría. Hubo muchos abrazos y buenos augurios, ofertas de cigarrillo, breves reportes de las últimas acciones, propuestas de combate y festejo.

El que comandaba pidió que dejaran que el joven recién trasladado se vistiera con el nuevo uniforme. Con las escasas luces que había, el chofer constató que de verdad aquel era un muchacho apenas.

Se dio la orden de partir enseguida y todos formaron una columna. Antes de partir, el comandante se acercó al chofer:

-¡Gracias, compañero!

El chofer se limitó a asentir. De entre la columna se desprendió el que recién había sido trasladado y extendiendo la mano le dijo:

-Muchas gracias. Mucho gusto, soy Chema…

Y la columna se perdió en la noche de La Sierra de Coro, en la noche la historia…

EL PERDIDO…

 

Al pobre señor Ramiro le salían muy caras las parrandas que ocasionalmente se formaban en las cercanías de su casa. Y esto que el señor Ramiro no tomaba parte de ellas. Pero sucede que el caballero en cuestión, fiel a sus orígenes rurales, había traído a la ciudad su costumbre de criar aves de corral. Patos, gallinas y pavos llenaban el patio de su casa y le proveían de huevos y carne, y cómo no, también de algún dinerillo de vez en cuando. Por ello, el señor Ramiro era particularmente cuidadoso y delicado con la condición y el número de sus aves.

Es criterio generalizado entre borrachos trasnochadores que “nada hay más sabroso que el caldo de gallina robada” y por ello le advertía a usted que las parrandas del sector le salían particularmente caras a Ramiro sin tomar parte de ellas. Cada vez que en su vecindario amanecía una parranda faltaba una gallina en el patio del señor Ramiro.

Una noche de viernes, enterado de que un grupito muy animado festejaba quién sabe qué cosa a unas cuantas cuadras de su casa, Ramiro sospechó que algún zorro bípedo vendría a su patio pasada la medianoche y se dispuso a esperarlo montando guardia en un rincón oscuro sentado en una silla recostada a la pared y armado de una reseca verga de toro. Ramiro se quedó dormido por no estar acostumbrado a eso de velar…

Tal vez cerca de la una de la madrugada, Ramiro gritó asustado al sentir un gran peso que había caído sobre él, y sin mediar mayores contemplaciones ni averiguaciones empezó a soltar una andanada de vergazos sobre lo que rápidamente había comprendido que era el cuerpo del malogrado ladrón de gallinas. El sujeto había tenido la mala suerte de que al saltarse la pared vino a caer sobre el inusitado pastor aviar…

Insultos y gritos, ayes e improperios, hicieron salir a todos de la casa y pusieron en fuga a los compañeros del ladrón que amparados en las tinieblas esperaban en la calle.

De repente, una voz conocida gritó en tono suplicante:

-¡Tío! ¡Por Dios ¡ ¡No me mate!

Y Ramiro al distinguir la voz del sobrino, abruptamente detuvo la azotaina…

-Luisito ¿Qué estás haciendo vos aquí?

-Es que me perdí, tío…

-¿Cómo es la vaina?

-¡Sí! Estoy perdido…

Furibundo, Ramiro exclamó:

-¿Perdido? ¡Claro que estás perdido! ¡Estás perdido de ladrón, coño de tu madre!

Y con nuevos bríos retomó la paliza que a no ser por la oportuna intervención de los de la casa habría tenido peores consecuencias.

Unos días después Ramiro vendió las aves y volvió a su pueblo donde murió muy anciano.

 “Luisito” vive todavía y poca gente sabe ahora por qué lo llaman “Luis el perdido”

ALIAS: VANESSA…

 

Con muchas cosas buenas compensa esta ciudad provinciana el hecho de vivir tan lejos de la capital de la república. Cierto es que a ésta no la surcan grandes autopistas y no la pueblan modernos conjuntos residenciales. Es verdad que las noticias y los avances tecnológicos a veces nos llegan con un cierto sabor rancio de cosa harto manida, pero bueno; alguna cuota habíamos de pagar por vivir en sana paz en medio de gentes respetuosas y amables que todavía cultivan valores perdidos en las grandes metrópolis.

Así pensaba el doctor Isaías Teruel mientras caminaba hacia la división de salud pública cuyo moderno edificio de dos plantas contrastaba con los viejos caserones del tiempo colonial y toda esa circundante arquitectura del tiempo inmediato a las guerras de independencia. Sabía que por lo bajo, aun sus mismos colegas lo llamaba “el doctor de las putas” pero eso no le importaba. Había soportado con cierto estoicismo los chistes malos que le hacían en el “Colegio de Médicos” y toda la guasa que sobre su oficio se producía. Pero alguien tenía que hacerlo, alguien debía ocuparse “de las muchachas” como decía él.

A los pocos meses de haber llegado al servicio de salud pública había organizado la unidad sanitaria donde se atendía a las trabajadoras sexuales. Él ideó un formato para el control y la ubicación de cada meretriz que hubiera en la ciudad y sus inmediatos alrededores. La ficha, que era como se llamaba a la tarjeta de controles sanitarios, resultó tan exitosa que el ministro de sanidad la adoptó sin variantes y asumió su elaboración y distribución a nivel nacional.

El doctor Isaías Teruel se había establecido en esta ciudad cuando apenas egresaba de la Universidad Central y llegó hasta aquí atendiendo a una disposición más bien arbitraria. Elena Vargas conquistó su corazón y con ella se casó a los pocos meses de noviazgo. Muchos años intentaron tener hijos y no pudieron. Pero justo cuando ya se habían resignado y Elena frisaba la cuarentena de años, la vida les dio lo que tanto habían anhelado: una hija. La nombraron María Inmaculada y todo fue cuidado y primores para la que fuera el único vástago de los esposos Teruel Vargas.

II

-¿Cómo es eso de usted no tiene cédula de identidad? -preguntó el médico-

-¡La mayoría de nosotras no tiene documentos ni más papeles que la ficha, doctor!-

respondió la interrogada-

-¿Cuál es su nombre?

-Carmen Dionisia Contreras

-¿Cuál es su alias?

- Me dicen “Estrella”

Las jornadas de control sanitario agotaban al doctor Teruel y en muchas ocasiones le causaban gran aflicción. Su trato cortés y respetuoso para con aquellas mujeres le hacía ganarse sus corazones y terminaba escuchando toda clase de historias, aconsejando, reprendiendo; y sufriendo…

Muy pocas admitían un movimiento voluntario que las llevara “al negocio”. La mayoría se confesaba víctima del engaño o de la pobreza. Muchas habían sufrido inimaginables abusos en el seno del propio hogar.

-¿Cuál es su nombre?

-Eleonora Chacón

-¿Cuál es su alias?

- Me dicen “La catira”

Pero en su esposa encontraba el doctor Teruel su paño de lágrimas y los hombros generosos con los cuales compartir aquellas historias que escuchaba y que sin dudas se convertían para él en una pesada carga. Su niña, su María Inmaculada, le daba entonces todas las alegrías que un padre pudiera esperar

-¿Cuál es su nombre?

-Jacinta Chiquinquirá Montiel

-¿Cuál es su alias?

- Me dicen “La maracucha”

Aquejado de hipertensión arterial y con tantos años de servicio el doctor Isaías reconoció que tal vez se esforzaba mucho

-¡Es que te puede dar algo! ¡Tienes que bajar el ritmo! –aconsejó su amigo el cardiólogo

-Tenga cuidado doctor, tenga más cuidado –le indicó un día la señora Encarnación, quien trabajaba como su secretaria y ayudante.

Cuando María Inmaculada completó el bachillerato en el colegio de las salesianas resolvió irse a la capital para estudiar Derecho. Con gran tristeza y lleno de temores su padre aceptó la decisión y por intermedio de viejas amistades logro hacerse de un céntrico apartamento en el cual colocarla no muy lejos de la universidad. Convinieron en que la señora Elena viajaría con cierta frecuencia para ver a la niña.

III

La noticia del colapso del doctor Isaías Teruel conmovió tanto a la ciudad que muchísima gente llegó al hospital apenas se enteró. El diagnóstico fue devastador: el accidente cerebro-vascular era irreversible, la condición delicada y el pronóstico de vida muy poco alentador. Se aconsejó a la señora Elena que adelantara los trámites de la agencia funeraria y que hiciera volver a su hija.

Lo había encontrado la señora Encarnación. El rostro demudado con el ojo derecho casi desorbitado, amoratada toda la cara y el brazo derecho contraído sobre el pecho. Sus pantalones evidenciaban el haber sufrido descontrol de esfínteres y emitía un sonido gutural suerte de ronquido-aullido. Del ojo izquierdo manaban lágrimas. Todos aceptaron lo indiscutible: al final, el trabajo le costó la vida. Teruel no descansaba y eso terminó por agotarlo.

Diez días sobrevivió al ataque y fue sepultado en medio de gran pompa y con legítimas muestras de dolor.

A las dos semanas su oficina fue remodelada y ocupada por un nuevo doctor. Todo fue barrido y desechado, todo.

Solo una cosa conservó la señora Encarnación: la ficha de control sanitario que el doctor había recibido por correo de un remitente desconocido y que ella misma logró sacarle de la mano cuando lo encontró en el piso aquel fatídico día:

Unidad sanitaria Caracas, Distrito Federal.

Alias: Vanessa

Apellidos: Teruel Vargas.

Nombres: María Inmaculada.

CUESTIÓN DE TIEMPO…

 

De todas las cosas con las que soñaba Andrés Genaro desde su adolescencia una descollaba con especial brillo: él quería tener un reloj. Ajá, sí, un reloj de pulsera; preferiblemente dorado aunque no necesariamente de oro. Un reloj como el de su padrino Rafael o como el del padre Ibarra. Él quería tener un reloj, tal como tenía reloj el turco Hassan.

Y justo cuando consideraba esto último le vino a la mente la solución: el sábado, cuando Hassan viniera al pueblito como lo hacía quincenalmente, hablaría con él para ver cómo podrían llegar a un acuerdo al respecto del anhelado artilugio; tan necesario -según su criterio- para perfilar a un hombre respetable.

El pequeño problema de no saber leer nada -y menos las horas en un reloj- no le arredraba en sus aspiraciones de convertirse en un eficaz administrador del tiempo.

Vendió dos cabritonas, le trabajó al miserable ése de su padrino Rafael por al menos seis semanas; se abstuvo de fiestas con aguardiente y, finalmente, juntó lo necesario para comprar un reloj.

No cabía en sí mismo de tanta ansiedad cuando llegó el sábado en que al turco le tocaba volver.

Para sus padres y hermanos aquello tuvo dimensión de epifanía, él estaba a la mesa, revestida para aquella ocasión tan especial con su mantel de hule en el que podían verse peras y manzanas dispuestas en tazones como motivo que se repetía sobre un fondo de cuadritos rojos y blancos. Hassan parecía revestido de un aura de misticismo cobrando ante aquellos ignorantes la altura de un antiguo sacerdote con algo de mago y profeta: “Esto, mi querido amigo, es un Seiko 5 modelo clásico…”

El precioso objeto fue colocado en la pieza de Andrés Genaro así mismo en la cajita en la cual vino, pero con la cajita abierta a modo de expositor; entre la estatuilla de José Gregorio Hernández y el cuadrito de La Mano Poderosa. No pretendía rendirle culto, pero convengamos en que un objeto que es capaz de contener las horas es algo venerable.

Por fin vino la ocasión de salir a exhibir la prenda en las fiestas anuales de San Roque, patrono de la comunidad. Adrede, vistió de corbata y camisa blanca de mangas cortas y se paseó entre los asistentes saludando de manera efusiva con la mano izquierda.

Brillaba el sol a mediodía habiendo alcanzado su máxima altura y todavía nadie le había preguntado la hora: ¿Para qué se había puesto el reloj si aquella gente no se interesaba por conocer la hora?  Y por otro lado ¿Cómo respondería si le preguntaban la hora?

Entonces vino la esperada ocasión cuando Tulio el de María Celmira que debía regresar a “Los Resbaladeros” le preguntó al toparlo de frente:

-Épale Andresito… ¿Qué hora es ya manito?

Andrés Genaro, rápidamente contestó extendiendo el brazo y presentándole el reloj:

-¡Aquí tiene, mírela usted mismo para que no vaya a decir que lo estoyengañando mano Tulio! ¡Mátese por su vista!

Pero Tulio, que también tenía el pequeño problema de no saber leer nada -y mucho menos las horas en un reloj- entrecerró los ojos como quien concentra la vista rápidamente fingió un gesto de enorme sorpresa:

-¡A la mierda, si ya es tarde!

Y se alejó de Andrés Genaro tan rápido como pudo, dejando en el dueño del reloj la misma gran duda que él se llevaba.

En casa, y a cubierto de la cruel canícula, Andrés Genaro resolvió poner el reloj en su cajita y guardarlo en una gaveta quitándolo del lugar que había ocupado entre la estatuilla de José Gregorio Hernández y el cuadrito de La Mano Poderosa.

Y a partir de aquel día aprendió que para las cosas que importan, hay que medir el tiempo con el corazón…

DE MEMORIAS, ROCKOLA Y PENA…

 

Cuando yo salí de San Josesito tenía dieciséis años de edad, tal vez menos, no recuerdo bien. Lo que sí tengo claro es el imperativo de mi padre machacando una y otra vez que yo me tenía que ir del pueblo para poder estudiar y hacerme de una carrera. Que si me quedaba no iba a pasar de ser un agricultor medianamente letrado, dueño de cuatro vacas peludas, que primero reza para que llueva y luego ruega porque escampe. Cuando yo salí de San Josesito ya la señora Eufrasia tenía su negocio.

El negocio de Eufrasia estaba en su casa ubicada en una mediana colina desde donde se dominaba el pueblo y desde donde la vista alcanzaba al río y a la carretera. Y aunque muy rápido lo apodaron “botiquín” no era sino que ella había dispuesto unas seis mesas y algunos taburetes en su patio de cuatro corredores. ”Facha” como se la conocía en san Josesito, vendía en principio aguardiente de caña de inconfesable procedencia. Luego dispuso de enfriadores y cerveza.

En principio se bastaba ella sola, pero con el paso del tiempo fue contratando cantineros, eso sí, para expender las especies nada más; que para administrar seguía bastándose ella.

No sé en qué año, en un gesto de verdadera osadía comercial, Facha se hizo de un gramófono de esos que operan con monedas, es decir, una rockola, como se la conoce popularmente. La rockola sirvió para acrecentar las ventas y para extender los horarios de atención a la clientela, al menos mientras fue una novedad.

A buena parte de San Josesito llegaban los ecos del negocio de Eufrasia. La voz de Andrés Cisneros hizo lugar en todas las casas a “La cama vacía” y amenazaba con desgracias a la “China hereje” Por supuesto que Julio Jaramillo se colocó entre los más solicitados junto con Las hermanas Calles, el Dueto América, Antonio Aguilar y José Alfredo Jiménez. Puede que alguna vez sonara uno que otro disco de Javier Solís o de Pedro Infante, y es posible que Gabriel Raymond o Alfonso Ortíz Tirado se dejaran escuchar muy de cuando en cuando.

De Antonio Aguilar solo estaba prohibida una canción: “Por el amor a mi madre” y esto porque Facha decía que no le convenía que alguno se tomase en serio aquello de dejar la parranda y dar un definitivo adiós a las botellas de vino.

La clientela de Eufrasia fue siempre masculina. Ellos desbebían sus aguas en el segundo patio de la casa rodeados de chécheres y mil cachivaches, a cielo abierto y sin más iluminación que la provista por los astros según la hora del día. Esa pared, la que cerraba el segundo patio, podía verse claramente desde mi casa aunque no nos quedara tan cerca. Facha y su negocio eran pues unos vecinos en relativa distancia.

En San Josesito hubo escuela primaria, jefatura civil, iglesia y botiquín. Éramos pues, un pueblito organizado. Teníamos dos tiendas de quincallería, víveres y géneros diversos. Hubo también un zapatero llamado Antenor quien a la puerta de su casa tenía colocado un anuncio: “Inversiones Antenor, lustre y reparación de calzados en general. Atendido por su propio dueño” pero en un pueblo donde quien no iba descalzo usaba alpargatas, el zapatero lo tenía muy difícil. Solo en diciembre (por Navidad y Año Nuevo) y en marzo (por las fiestas de san José) le salían trabajos en su especialidad.

Para ayudarse, Antenor hacía mil cosas más y se ofrecía como ayudante de todo. Junto a ello, cultivaba un huerto y era dueño de un pequeño rebaño que jamás alcanzó a tener una docena de cabras. Pero al zapatero nunca le faltaba “su real y medio”

Cuando me gradué de ingeniero volví a San Josesito a instancias de papá quien insistía en exhibirme por el pueblo como una suerte de vaca preñada de gemelos. Aquello de “cum laude” que erizaba la piel de mi padre cada que hablaba de ello nada decía a las buenas gentes de mi lugar natal.

En mi ausencia, nada o casi nada había cambiado; con la honrosa excepción de que Antenor se había casado con María Teresa Montero, de quien por más que me daban referencias no alcanzaba yo a tener memoria. Los esposos esperaban ya, su segundo hijo.

Esa noche me senté con papá al frente de la casa mirando hacia el botiquín de Eufrasia desde donde de a poco traía el viento viejas expresiones harto conocidas para mí: “Vencido, con el alma amargada; sin esperanzas, hastiado de la vida… Mi muchachita, no seas cruel” “Mil kilómetros he caminado buscando el olvido de un cruel sentimiento… no me sigas quitando la vida, no me mates, por Dios, te lo ruego…” “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…” “Si yo muero primero, es tu promesa… con toda el alma llena de sentimiento, la escribiré con sangre…” “Una sota y un cabaaaallo, burlarse querían mí”

No pude volver por San Josesito en muchos años. Creo que cuando papá y mamá murieron yo estaba en Alemania o en Italia en algún congreso o simposio, no recuerdo bien porque hace ya mucho tiempo.

Pero a comienzos de este año, cuando por darme unas vacaciones de emergencia y arreglar por fin unos asuntos de herencia y reparticiones tuve que volver al pueblo, me asombré al ver que los cambios eran prácticamente imperceptibles. Uno que era viejo ahora es difunto y otro que era joven ahora es viejo, fuera de ello, no mayor cosa.

Recuerdo que mi llegada fue un lunes por la mañana, y como me informaron que se necesitarían al menos otros dos días para finiquitar mi asunto; agradecí a Dios el tener que quedarme tantos días en mi pueblo. Y aquella noche, ahora sin papá, me senté al frente de mi casa mirando hacia el botiquín de Eufrasia.

Un ahijado de mi mamá que había quedado al cuidado de la casa vino a acompañarme y a ponerme al día de las vidas ajenas con ése enfermizo afán informativo que padecen las gentes de algunos pueblos pequeños. Así llegamos al zapatero de quien me dijo:

-Hoy debe estar ya bebiendo ahí en lo de Facha… ¡El nada más que bebe los lunes! ¡Y se emborracha como el carajo!

Me asombré por dos cosas: porque no creía que aun viviera Eufrasia y porque a Antenor no lo recordaba yo en esos trances de borrachera.

El ahijado me dijo que Eufrasia había muerto hacía tiempo pero que del negocio se había encargado una nieta suya. Me aclaró que el zapatero no era ni mala persona ni hombre desordenado, sino que desde que la mujer lo había abandonado llevándose a los dos muchachos todavía pequeños, se emborrachaba los lunes. Que ya borracho le daba por llamarla y llorar a gritos, con lo cual, se sabía que había alcanzado la cumbre de la embriaguez, y luego se retiraba dando tumbos rumbo a su casa para no salir hasta el lunes siguiente.

Me asaltaron gratos recuerdo cuando alcancé a escuchar como un eco familiar una canción de mi infancia: “No me sigas quitando la vida, no me mates, por Dios, te lo ruego…” y acto seguido escuché con toda claridad:

-¡Ay María Teresa, no joooda!

El ahijado de mamá me dijo que ése era el zapatero en el primero de los asaltos de locura sufriente que padecía cuando había llegado al tope de la borrachera:

-¡Ahí está llamando a la mujercita! ¿No te dije? Le faltan dos gritos más pa irse, ya debe estar rascao. Parece que cuando se agarra la paloma es que se acuerda de María Teresa… ¿No ves que el grita nomás cuando sale a mear? ¡Papá decía que cada uno llora su pena por donde más la siente!

Todavía otras cuatro veces escuchamos el eco de la misma canción hasta que de pronto las melodías se cambiaron: “Tú solita te fuiste alejando cuando viste que supe lo que eres… rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”

Y de pronto un segundo grito:

-¡María Tereeeeesa, mi amor!

Mi acompañante miró el reloj y al constatar que faltaba poco para las once de la noche me advirtió que al pobre de Antenor el zapatero ya no le quedaba mucho en el local. Otras cuatro o cinco veces se repitió la musical sentencia: “Rama seca que cuelga del árbol, nunca vuelve a tener hojas verdes…”

Y entonces escuchamos:

-¡Hiiiiija de puuuuuuuta!

Unos minutos después apagaron la rockola. Antenor, según supusimos, iba dando tumbos rumbo a su casa.

El ahijado se levantó para despedirse, guardó su silla y como al volver yo estaba de pie, también recogió la mía sin darme tiempo a decidir si me quedaba otro rato afuera. Yo pensaba en que debe ser muy aburrido vivir en un lugar donde siempre sucede lo mismo, pero él como si intuyese mis pensamientos, al estrecharme la mano espetó:

-¡Qué arrecho debe ser vivir en una ciudad! ¡Allá nunca se sabe lo que va a pasar!

viernes, 3 de enero de 2025

UN LARGO DÍA...

 

Como el joven Argimiro era tocayo de su difunto padre, familiares, amigos y relacionados de toda La Sierra lo llamaban con una forma más larga pero al mismo tiempo diminutiva de su propio nombre: Argimirito.

Monógamo hasta el momento y padre de media docena de criaturas, Argimirito enfrentaba con igual eficiencia las labores del conuco y las libaciones semanales con los amigos; socios en la penuria de ser un hombre del campo. Lucrecia, su mujer, como la mayoría de sus congéneres, era ama de casa y dedicada a los oficios del hogar. Atendía a los muchachos y al marido lo mejor que podía. Ni bien cumplió los quince años, Argimirito “se la sacó” y le puso su casita en un alto para ir haciéndole en poco tiempo un faralao de muchachitos.

Madre de seis antes de haber cumplido los treinta años, Lucrecia era una mujer menuda que conservaba sus formas y mostraba en el rostro buena parte de la truncada adolescencia. Firmes las nalguitas y todavía en turgencia los pequeños senos, ejercía un poderoso atractivo sexual en Argimirito quien a causa de ello no se molestaba en buscar por fuera lo que ya tenía en casa.

Un domingo cualquiera que Argimirito amaneció dándose al trago fuerte con tres o cuatro amigos volvía a su casa a eso de las ocho de la mañana. Ni bien coronó la pequeña cuesta de su casa notó que Lucrecia venía de los lados del aljibe: recién se había bañado y traía sobre la cabeza un pequeño canasto de ropa mojada para colgar.

La raída saya se le pegaba al cuerpo a causa del agua y transparentaba sin mezquindades las formas de la mujer. La sola visión de los oscuros pezones, erectos a causa del frio de la atmosfera y el hecho de presentir húmedo y fresco el sexo de la compañera, hizo que Argimirito lograra una inmediata erección y apurara el paso al encuentro de su hembra a la que sabía siempre dispuesta para el combate amoroso.

Apenas comenzaban los primeros besos y escarceos románticos cuando la media docena de carricitos salió rebosante de alegría a recibir a su padre jugando a una especie de ronda en torno de ambos. Ni qué decir que por el momento no se podía hacer otro avance…

Con miradas cómplices y risas entrecortadas entraron los adultos a la casa rodeados de los niños. Hablándose con los ojos acordaron que él saliera hasta el aljibe para tomar su baño antes de venir a desayunar y descansar. Ella iría a llevarle con el jabón la toalla y la muda ropa.

Pero ni porque se lo exigieron ambos padres quiso la tropa de niños quedarse en casa. Antes bien, resolvieron que ellos también se bañarían “con papa”

Parecía que el tan ansiado momento de soledad nunca llegaría antes del almuerzo y Lucrecia se dio a sus labores mientras los niños y su padre fueron, se bañaron y al mucho rato volvieron.

La sola presencia de su mujer bastaba para encender a Argimirito que ya se encontraba enfebrecido de deseo carnal. Al pasar a su lado la rozaba, la pellizcaba, la invitaba, le hacía sentir su erección y la agonía de ambos -por llamar de alguna manera aquel estado febril- se prolongaba.

Cuando hubieron almorzado él sintió la modorra del trasnocho y supo que debía darse a la siesta aunque fuera un poco. Con los ojos un tanto cargados se fue a la pieza desenrolló el chinchorro que colgaba sobre la cama y se echó en él de boca arriba. En poco, Lucrecia lo alcanzaría y podrían amarse a gusto.

La mujer entró y no tuvo tiempo de cerrar la puerta porque la más pequeña de las niñas entró corriendo para ponerse a salvo de uno de sus hermanos que injustamente quería pegarle. La perseguida y el perseguidor terminaron acostados y dormidos al lado de Lucrecia.

“Aturdido y abrumado” como dice la canción, Argimirito se quedó dormido pero despertó sobresaltado cerca de las cuatro de la tarde. Lucrecia estaba en la cocina y hacía el café y el olor de la infusión entraba en todas las estancias de la casa llamando en silencio para la merienda.

Cuando salió del cuarto se halló con que tres sobrinos suyos se habían unido a la cuadrilla de sus hijos y por lo tanto ahora había más niños en la casa.

Resignado se sentó en el umbral de la puerta con la mirada en la lejanía. Hasta allí le trajo el café el mayor de sus muchachos mientras que con una sobrinita Lucrecia le hizo llegar un generoso trozo de pan dulce. Mordió el pan, sorbió el café, y calculó que los niños no irían a la cama sino hasta las diez.

Sorbió el café nuevamente y dejo salir toda su frustración diciendo:

-¡Coño e su madre! ¡Qué día tan largo, carajo..!

CASTEL GANDOLFO

 

Mi amigo Damián estaba casado desde no hacía mucho. Un hijo nacido y una niña en camino completaban el hogar que junto con Dorila Sirí había constituido. Un par de casas más allá vivía la vieja Sirí y sus tres hijas solteronas. Las visitas y las intromisiones estaban garantizadas.

En cierta ocasión, mi amigo Damián –ya restablecido de un cuadro de hepatitis viral se fue con sus hermanos a un punto de la serranía coriana no muy distante de la ciudad capital. El motivo era celebrar el hecho de existir, el hecho de reunirse un rato al rescoldo apagado de los viejos fogones de la infancia entre naranjos y cafetos. Y por supuesto, celebrar que Damián volvía al ruedo después de seis meses de obligada abstinencia alcohólica a causa de su padecimiento.

Apertrecháronse de un vino barato con la finalidad de prolongar las libaciones y ahorrarse un buen dinero. El conocido zumo de las vides se expendía en garrafones de vidrio guarnecidos de mimbre. Damián junto a tres de sus hermanos emprendieron el viaje con grande entusiasmo y con dos garrafas de aquel tinto de baja estofa.

En la casa materna había quedado Misia Marucha “con el Creo en la boca” porque sabía muy bien cuán dados eran sus retoños a la ingesta de especies alcohólicas y en qué cantidades despachaban licores e infusiones etílicas. En una palabra, bebían “como si es que se fuera a acabar el aguardiente”

Cuando cayó la tarde decidieron volver a la ciudad. De las vituallas iniciales no venía sino la mitad de una garrafa de vino tinto. Llegaron a casa y la angustiada Misia Marucha pudo recobrar la calma. Sabedora de que esos muchachos no pensaban en otra cosa cuando se juntaban, había preparado un abundante almuerzo que pese a la hora les sirvió en generosas raciones de arepa con filetes de hígado de res. Damián y sus hermanos resolvieron aquello con gran avidez y se dieron a terminar lo que restaba del vino. Llegados a la hora de la despedida y habida cuenta de que Damián ya se notaba bastante “golpeado” por el vino, resolvieron llevarlo a él en primer lugar.

Ni bien bajó del carro a la puerta de su casa, tal vez por la agitación del viaje de ida y vuelta a La Sierra, la gran cantidad de vino ingerido, los meses que tenía sin beber, el pesado almuerzo servido hacía poco en horario de cena y el trayecto hasta su casa; a Damián le sobrevino con gran violencia el vómito, y allí, en la calle, delante de su aterrada esposa se dio a devolver todo cuanto había logrado contener su estómago hasta ése momento.

La pobre mujer, al contemplar el color carmesí de aquello que su marido arrojaba, gritó horrorizada:

-¡Ay Virgen del Carmen! ¡Damián está vomitando la sangre!

Pero uno de los hermanos, el que menos borracho estaba, aclaró:

-¡No, no, no! Eso no es sangre, él lo que está vomitando es el hígado…

Bueno, convengamos en que la aclaratoria no se hizo del modo más oportuno ni en el momento más indicado. Dorila Sirí fue recogida del suelo puesto que cayó desmayada después que gritó llena de espanto. El niño lloraba, los vecinos salieron, Damián todo desgonzado fue llevado dentro de la casa. La suegra y las cuñadas de Damián requirieron de primeros auxilios y de otras maniobras de resucitación porque las Sirí son muy conocidas por metiches y teatreras. El fin del mundo pues.

II

Hace poco le regalé a Damián una revista que al final traía un crucigrama. Uno de los ítems ponía: “Residencia veraniega de los papas cerca de Roma” Damián -a quien ése nombre le trae tan desagradables recuerdos- se limitó a santiguarse y a confiarme sottovoce “es que a uno le han pasado muchas cosas en la vida”


PARA CRIAR UN HIJO…

Recuerdo que una vez escuché en un programa de la televisión norteamericana que citaba el refrán de una tribu africana “hace falta todo un pueblo para criar un hijo” y creo que esto debe traducir algo así como que los padres solos no nos bastamos para hacerlo. Y puede ser verdad que a veces los padres no seamos suficientes. Claro, hay hijos de hijos. Mi padre, que en paz descanse, solía decir “Muchacho que no echa vaina está enfermo” y esto, por supuesto, para indicar que con los hijos nunca se sabe. Sí, es que eso es lo peor, nunca se sabe.

Y yo pienso en silencio todas estas cosas mientras bordeo el edificio donde tiene su sede regional el Cuerpo Técnico de Policía Judicial, guiado por un funcionario con ademanes de aburrimiento que denotan cuán acostumbrado está él a estas cosas. Ahora recuerdo que una vez, al pasar por la avenida que está al frente, le dije a Miguel:

-Espero que nunca me hagas venir aquí. A cualquier parte iría a buscarte, pero espero que no me hagas venir aquí por ti…

Miguel siempre ha sido muy inquieto, de los tres, es el que más dolores de cabeza me ha dado. Es un muchacho brillante. Con apenas veintiún años terminó la universidad Cum Laude, y como cualquier muchacho salió a celebrarlo con sus compañeros. Por cierto, algunos de ellos me vieron llegar e intentaron hacerse los invisibles. Estuvo mejor que no se me acercaran.

El problema con Miguel es que ha sido siempre muy despierto, a todo se adelanta. Por eso sus profesores no lo entendían. Nunca lo entendieron en bachillerato. Me citaron tantas veces a su colegio que un día le dije:

-¡Coño, Miguel Eduardo! Vengo tan seguido al colegio que ya van a creer que estudio aquí…

Ahora que sigo en pos de este hombre que me guía diviso por el rabillo del ojo a mi hija María Eugenia y a mi hermano Roberto con otros parientes a la sombra de unos árboles, pero, en un gesto que agradezco, no se me acercan.

Por fin, ingresamos al recinto a donde me lleva éste funcionario y no sé si tengo ganas de ir al baño o ganas de vomitar. Me cuesta identificar esta sensación que es como de mareo y dolor de cabeza, zumbido y dolor de muelas, vacío del estómago y temblor de las manos. Ya sé lo que tengo: quiero llorar.

Pero el agente se detiene, rodea la camilla, levanta la sábana y yo- sintiendo que Dios me odia- alcanzo a decir:

-¡Sí, es mi hijo!