Constantemente repito la escena: estoy ahí, derrotado, cansado, consternado y profundamente adolorido; años de capacitación y práctica profesional no pudieron prepararme para esto. Eso, así me sentía, consternado. Y no era para menos.
Sentía un zumbido en las sienes y como un regusto a sangre en la lengua, producto más bien de los olores del ambiente.
El cuadro no podía ser peor, años de capacitación y práctica profesional no pudieron prepararme para esto.
Como a lo lejos, escuchaba que me llamaban para hacerme salir de aquel estado en el que me encontraba absorto, como alelado:
-¡Detective, detective, por favor!
Recuerdo que recordaba, recuerdo qué recordaba.
Entonces, de pronto, pensé en mi hijo: ¡José Andrés! ¡Por Dios!
No quería que viera aquello: en su sillita de comer, mi pequeña hija muerta de un balazo. En el suelo, muerta junto a la cocina en un charco de sangre, Amalia, mi mujer. No quería que José Andrés viera aquello...
Reconocí la voz junto a mí, era Martínez:
-¡Detective, jefe, detective, por favor!
Aquello debió consternarlo también a él, pobre muchacho, tendría unos veinte años entonces.
Con un hondo suspiro volví a la realidad y comencé a llorar, no era para menos. Lo miré, todavía hoy no sé describir su expresión:
-¡Ten cuidado Martínez! Cuídate mucho, por favor. Mira que este trabajo nos vuelve locos...
Dejé el arma sobre la mesa, me arrodillé y me esposaron...
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR
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