La primera en notar el siniestro cambio que se operaba
en Manuel Antonio fue su mamá. Ella fue la primera en presagiar un desastroso
final. Desde los primeros indicios la poseyó un miedo inquietante e informe,
creciente y constante.
A la generalizada inconformidad manifestada al
principio, sucedió una marcada misantropía y luego la mudanza de habitación para
ocupar el último cuarto del viejo caserón familiar. Manuel Antonio rechazaba
toda compañía y se encerraba por largos períodos. Optaron por dejarle las
comidas en una mesilla junto a la puerta y no fueron pocas las ocasiones en las
que se recogieron las viandas prácticamente intactas.
Ése día, el hijo no percibió que la madre lo espiaba. Receloso,
retiró el candado que había puesto en las argollas exteriores mirando a uno y
otro lado. La madre sospechó inmediatamente que algo malo pasaría al ver que Manuel
Antonio no entraba solo en el cuarto; pero, de tan horrorizada que estaba, resistió
al impulso inicial de intervenir.
Caminó por el largo corredor sin hacer el menor ruido
para evitar ser notada por el hijo. Aguzando el oído se acercó discretamente a
la puerta. El ánimo de Manuel Antonio iba de los murmullos a los reclamos
airados, de los ruegos a las invectivas, de las suplicas a los reproches. Por lo
que podía percibir, él había decidido que éste día pondría un trágico fin a todo
aquel asunto.
Manuel Antonio estaba junto a “ella” en la cama. Le reprochaba
una y otra vez el hecho de que no lo dejara tocarla como antes y le recordaba
momentos felices de tiempos pasados. Él recorría una y otra vez, ya con mano
suave o bruscamente; aquel costado tan conocido para él. Ella permanecía impávida,
silente.
Manuel Antonio se debatía entre cerrarle la boca con
alguna mordaza o atacarla a la cabeza directamente con el martillo que desde
hacía semanas ocultaba bajo la cama. Nada quedaría intacto, nada se salvaría.
-Bien sé que tú eres de las
que no tienen alma… -espetó Manuel Antonio.
Y dicho esto le propinó un primer martillazo a la cabeza.
Luego atacó la boca y golpeó con fuerza el sinuoso costado que apenas unos
segundos antes había acariciado con deleite, mientras gritaba maldiciones y horrendos
improperios.
Acallando el llanto con la palma derecha la madre
corrió por el pasillo a ocultarse en su habitación.
En el cuarto nada más quedaron ellos dos: Manuel
Antonio despatarrado en un sillón agotado tras el paroxismo que lo condujo al
desastre, y allí en la cama, hecha un desastre; la guitarra convertida en
astillas…
CALIXTO
GUTIÉRREZ AGUILAR.
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