sábado, 19 de septiembre de 2020

Casa, calle y espanto....

Al amigo y colega Humberto Zavala G.

La calle fue nombrada en honor del conquistador español que fundó nuestra ciudad. Al sur está la casa y al norte la catedral. Esa casa siempre llamó mi atención, o más bien, la verdad sea dicha, siempre me dio miedo.

Mi abuela y yo solíamos pasar por allí con cierta frecuencia y evitábamos las cercanías de la casa pasándonos a la acera de enfrente. Yo no miraba. Yo siempre cerraba los ojos aunque fuera de día.

Ya de adulto, al pasar frente a aquella casa algo del miedo infantil se avivaba en mí pero ahora no cerraba los ojos. La maleza se había enseñoreado de los jardines, la basura era el principal de los ornatos, las columnas y cornisas gritaban deterioro, las ventanas rotas asemejaban una gran boca desdentada o se me antojaban vacías órbitas oculares por donde asomaban a la calle los espantos de la casa.

Allí vivió un general…

Se dice que hizo vaciar de muebles las habitaciones del piso superior. Se dice –se dicen tantas cosas en esta ciudad- que una pesada verja cerraba el paso al final de la escalera que conducía a la planta alta. Se dice que el general satisfacía sus gustos de sátiro persiguiendo niñas desnudas a las que correteaba por el piso superior hasta darles alcance y poseerlas.

Se dice que en las noches sin luna aún sollozan las criaturitas desvirgadas a la fuerza. Se dice –se dicen tantas otras cosas en esta ciudad- que en noches oscuras una estentórea carcajada del ebrio generalote se escucha en las inmediaciones de la calle nombrada en honor del conquistador español que fundó la ciudad. Se dice que  han visto una niña desnuda de senos incipientes saltar por una ventana hacia el jardín.

Apuro el paso aunque es de día. Rezo en silencio por las niñas y me paso a la acera de enfrente. Juraría que escuché una carcajada…

Y viene entonces  a mi mente el verso de un poeta de mi tierra: “En esta ciudad espantan, por Dios que espantan…”

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


martes, 18 de agosto de 2020

OTRA COSA...

Rosita, la enfermera nueva, consiguió escaparse por un  momento para ir bajo los tamarindos que se encuentran en el último patio.
El personal de  aquel centro, habiendo adecuado un poco las cosas, había convertido aquella zona en su particular “área de fumadores” y Rosita, la enfermera nueva, extrajo de uno de sus bolsillos un cigarrillo maltratado.
Trató de alisarlo, de enderezarlo un poco, y acto seguido lo encendió.
No había alcanzado todavía la mitad del pitillo cuando la licenciada Morela, su coordinadora, llegó al mismo lugar. El sobresalto inicial de Rosita cedió ante la constatación de que la señora Morela venía a lo mismo.
Avezada en todas las situaciones posibles, la coordinadora sonrió a la muchacha y se sentó frente a ella mientras sacaba el encendedor. Aspiró una gran bocanada inicial y permaneció en silencio.
Rosita había llorado, era fácil deducirlo, además; en el primer mes todas lloran, admitió para sí la señora Morela.
Un intenso vaho de creosota les llegaba mezclado con el olor de las excrecencias humanas. Se escuchaba el ruido de las bandejas tratadas sin consideración por el personal del comedor.  Una emisora de radio pugnaba por hacerse oír desde un pequeño aparato.
Palabrotas, carcajadas, ruido de bandejas y cubiertos; olor de creosota…
De un poco más allá, del área de las últimas habitaciones, una mezcla de hondos quejidos, gritos desgarradores, reclamos de urgencia y amenazas de todo tipo llegaban hasta los tamarindos.
Contantemente se podían escuchar los mismos reclamos hirientes:
-¡Mamaaá, ven a buscarme!
-¡Papaaá!
-¡Mamá! ¡Mamaíta!
-¡Papá! ¡Papaíto!
-¡Auxilio! ¡Me quieren matar!
Rosita, la enfermera nueva, terminó su cigarrillo y levantándose se ajustó el uniforme para retirarse porque su turno había concluido. Entonces dijo la señora Morela:
-No te preocupes mija, ya te acostumbrarás…
-Eso sería lo peor que pudiera pasarme –dijo Rosita con dolor-
Y cuando por fin salió a la avenida volteó a mirar el conjunto de letras y leyó: HOGAR  DE ANCIANOS, pero  se dijo a sí misma:
-¡No! ¡Hogar, no, otra cosa!
 
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

lunes, 29 de junio de 2020

Un epitafio sincero…


La señora Natividad había nacido un 8 de septiembre, y su padre, fiel a una costumbre ancestral, la nombró así por la referencia que para ese día señalaba el Almanaque de Rojas Hermanos: Natividad de la Virgen María. Sus hermanos y hermanas corrieron idéntica suerte, y al igual que Natividad, heredaron y defendieron la tradición paterna nombrando a sus descendientes según lo que apuntara el calendario que ya mencionamos.
Apenas casada con Remigio, Natividad le impuso de su idea para nominar a los vástagos que vinieran ,y por enamorado, “Remo” aceptó la que hasta entonces le había parecido una costumbre inofensiva.
De donde fuera, año con año la señora Natividad se hacía traer el dichoso almanaque y por él sabía cuándo debían las mujeres cortarse el cabello, cuando plantar o podar, cuando cortar madera. Todo esto siguiendo las fases de la luna.
Por supuesto, por el mismo calendario de marras, aprendió a derivar cuáles eran los días “aciagos” en los que no se debía hacer ni viajes ni negocios. El más temido de los días aciagos era el 1 de agosto si concurría en lunes, puesto que según una vieja leyenda, es el cumpleaños de aquel que con la carne y el mundo constituyen el triunvirato de los enemigos del alma.
El primer “impasse” surgió cuando al nacer el primogénito de los hijos, un rollizo varón, Remigio tuvo que acceder a inscribirlo en el registro civil como MERCEDES porque para aquel 24 de septiembre el almanaque indicaba: N.S. MERCEDES.
Con la señora Natividad no valían argumentos: “Si Dios quiso que naciera en ese día, ése tiene que ser su nombre. Y punto”
Dos años después nació ISIDRA un 15 mayo.  Tres años más tarde ONÉSIMO vino al mundo un 16 de febrero. Y cuando a los dos años nació RAFAELA, era 24 de octubre.
Así las cosas, cuando esperaban su quinto hijo, Remigio se inquietaba por saber cuál sería su suerte al respecto del apelativo que habría de llevar de por vida. Llegado el momento del parto Natividad dio a luz a una niña que como sus cuatro hermanitos había nacido en su casa recibida por una partera de confianza que solía venir de muy lejos.
Apenas pudo reponerse de los estragos del alumbramiento la señora Natividad ordenó que le trajeran de la pared de la cocina el almanaque para ver con qué nombre había resultado agraciada la niña. Pero, ¡Oh contrariedad!, el consabido papelote había desaparecido y nadie lo encontró.
A los ocho días, Remo se encaminó al pueblo acicateado por su esposa a fin de que en alguna casa conocida hiciera la verificación del santoral y presentase a la nueva criatura.
Al día siguiente, Remigio apareció con la partida de nacimiento respondiendo que lo del almanaque le había resultado un encargo imposible de realizar y sentenciando que en honor de su madre y de su suegra había presentado a la niña como ANA TERESA.
Aquello fue la debacle y le costó al pobre Remo la suspensión del débito conyugal por los siguientes veintisiete años que vivió bajo el mismo techo que la señora Natividad, quien lo desterró del tálamo que hasta entonces habían compartido.
Nunca más se tuvo un ejemplar del Almanaque de Rojas Hermanos en la casa y en su lugar se colgaba uno que los evangélicos de la capital municipal le hacían llegar a Remigio con admirable puntualidad.
Para el primer aniversario de la muerte, Ana Teresa inauguró un modesto monumento en la tumba de su padre donde puede leerse todavía la inscripción “con el eterno agradecimiento de su hija Ana Teresa”
Pues ella, encargada de atender al progenitor hasta su última hora, fue quien encontró en un baúl del difunto la desaparecida hoja del almanaque en la que se leía: 03 de marzo, santa Cunegunda de Luxemburgo, emperatriz de Alemania.
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR




domingo, 17 de mayo de 2020

Un astuto bandolero...

Cuando apenas tuvo conciencia de que había fracasado en su intento de invadir al país por la costa falconiana el “bandolero” tomó el rumbo de La Sierra evitando las cabeceras de distrito para no caer en manos de las fuerzas militares que se habían lanzado en su persecución. El Benemérito General Restaurador de La República hizo multiplicar inmediatamente los bandos con su retrato y redobló la recompensa que se ofrecía por su captura. Pero en La Sierra, el bandolero y su causa tenían muchos amigos, muchos…
De día dormía y de noche caminaba o se arrastraba de un lugar a otro. No llevaba más equipaje que una carabina Máuser y el infaltable revólver de seis tiros. 
Casi caía la noche cuando logró llegar hasta una casucha, donde una familia amiga lo hospedaba al resguardo de los ojos curiosos y de las lenguas que padecían de afán informativo.
-¿Y usted que piensa hacer ahora? –preguntó el anfitrión- ¡Porque la cosa está muy alborotada! ¡Imagínese que trajeron a un capitán con setenta diablos que ni hablan pero que no mascan para voltearle a uno la casita y el conuco!
-¡Qué buena vaina! –dijo el bandolero- ¡Yo me voy para Churuguara y de allí me paso a Barquisimeto en un dos por tres!
-¿Churuguara? ¡Jum! Tenga cuidado por el camino. En la casa de su compadre Carmelo ya he visto yo dos veces al capitán ése. Ellos conversan en el conuco, nunca por el frente de la casa –advirtió el anfitrión-
-¿Así es la cosa? ¡Vean pues a Carmelito! –sonrió el bandolero-
Al rescoldo del fogón departieron otro tanto los amigos y el bandolero resolvió que aquella noche no viajaría pese al riesgo que implicaba detenerse, pues debía pensar con mayor claridad la estrategia a seguir. Cuando se despedían para dormir, señaló a su anfitrión:
¡No tenga miedo, que algo va a pasar que me ayude a salir con bien de todo esto! Por el capitancito ése no se preocupe. Mire, si usted pone a un capitán a elegir entre salvar el honor y salvar el pellejo… ¡Se deshonra el mismo! – y celebró la ocurrencia con una sonora carcajada-
Muy de mañana el anfitrión conversaba a la puerta de la casa con el negro Santiago. El bandolero escuchaba tras una de las ventanas. Cuando el anfitrión entró a la casa el bandolero le preguntó:
- ¿De qué madera es esa que estabas hablando con el negro?
- Unos estantillos que el negro Santiago está cortando para Don Expedito, el de la hacienda “Mi porvenir”. Por aquí nadie como el negro Santiago para cortar palos tan derechitos y de buen largo… Dijo que ya por la tarde me los debe traer. Doce burros con cuarenta y ocho estantillos cada uno. Saque usted la cuenta… ¡Es que ése negro es un comején, carajo!
La cara del bandolero se iluminó con una idea. En apenas segundos fraguó un plan y resolvió seguir esa misma noche con su marcha no sin antes dispensarle una gentil visita a su compadre Carmelo, quien ahora estaba de tan buenas migas con el capitán de los setenta diablos que venían mordiéndole los talones.
Por la tarde hizo su llegada el negro Santiago y uno por uno comenzó a descargar los burros y a contar con el anfitrión el total de los estantillos encargados. Cuando hubo terminado y se disponía a marchar, un raído trapo que presumía de cortina se levantó de repente y el bandolero, revólver en mano, salió del cuarto donde se ocultaba:
-¡Negro Santiago Pereira, caracha! Igualito a tu padre que en paz descanse…
Recuperado de la primera impresión y pálido aun a causa del susto, Santiago no necesito que le presentaran al bandolero y rápidamente se quitó el sombrero que ya se había calado.
La conversación fue muy rápida pues se avecinaba la noche y el negro convino sin mayores rodeos en alquilarle al bandolero la mitad de los burros y la mitad de la madera. Sería sólo por unos días. Ya después podría ir a Churuguara a retirar las bestias y los palos junto con el dinero del alquiler.
Y sin luna se cerró la noche serrana…
Al sentir que una mano le apretaba nariz y boca Carmelo se despertó sobresaltado cuando faltaba muy poco para la media noche. Una voz conocida le susurró al oído:
-Párese compadre, párese que nos vamos para Churuguara. Aliste unas poquitas cosas nomás que lo espero afuera.
Carmelo reconoció la voz y descontroló su vejiga al temer lo peor. La sombra, que ya lo había soltado rayó, un fosforo y encendió una lámpara de keroseno, acercó la lámpara al chinchorro y preguntó entre murmullos:
- ¿Te measte compadre? ¿Qué vaina es esta?
- ¡Coño, compadre! No es para menos –respondió Carmelo- mientras pensaba en cómo librarse de aquel predicamento en que se encontraba.
Una vez fuera de la casa, los dos hombres continuaron murmurando su diálogo. Carmelo se quedó paralizado al ver las bestias de carga y los bultos que llevaban, cubiertos de grandes lonas, y atados con sumo cuidado. El bandolero hacía como que revisaba las amarras y paseaba entre los jumentos el candil que finalmente entregó a Carmelo. En el umbral de su casa, Carmelo preguntó:
-¿Compadre? ¿Qué vaina es esta? ¿Qué carga usted ahí?
El bandolero fue hasta el último de los burros seguro de que la luz no lo alcanzaba pese a los esfuerzos de Carmelo, hizo como que soltaba las cuerdas y regresó con el revólver en la mano:
-¡Setenta y dos bichos de estos! –dijo mientras lo blandía ante su atónito compadre-
Luego corrió hasta el primero de los asnos cargados, al cual ni siquiera llegaba el reflejo de la lámpara, y repitiendo el ademán, regresó a la puerta donde tembloroso esperaba Carmelo:
-¡Cinco burros a cuarenta y ocho máuseres cada uno, saque la cuenta! –dijo mientras sostenía su única carabina delante del compadre-
¡Vámonos compadre Carmelo, coja el monte conmigo que ahora si cae el gobierno! ¡A mí me están esperando en Churuguara con esta carga que era el resto del parque que faltaba! -dijo el bandolero-
Hecho un millón de excusas, Carmelo rechazó la oferta y despidió a su compadre.
El día y el capitán de los setenta diablos lo encontraron en el umbral donde había quedado la noche anterior. A buen seguro, su compadre estaría en Churuguara desde hacía mucho rato. Inmediatamente pasó al conuco a conferenciar con el comandante.
Tras breves minutos, el militar salió de la casa y volvió a su montura, desde la cual con elegante aire marcial anunció:
¡Compañía! No se tienen noticias del criminal que buscamos y las informaciones que lo ubicaban por estos predios no resultaron más que infundios tal vez urdidos por el mismo bandolero para desviarnos del verdadero rastro que puede llevarnos a él… ¡Atención! ¡Media vuelta!
Unos cuantos metros más allá, en el espeso monte, un hombre que sostenía una carabina Máuser y llevaba un revolver a la cintura, sonreía pensando en que al final es más fácil recuperar el honor que el pellejo.
Esa noche, aunque él no estaba ahí, se quemó la casa de Carmelo…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR…

jueves, 30 de abril de 2020

EL TÍO LUIS FILIBERTO…


Cuando mi tío Luis Filiberto hubo completado el tercero de los años del bachillerato murió mi abuelo. Mi tío, dado que era el mayor de los hijos, tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a “levantar” a sus tres hermanos. Afortunadamente, el tío había sido un joven muy aplicado y era dueño de una amplísima cultura general derivada de sus muchas lecturas. Además, poseía una envidiable caligrafía y conocía al dedillo las normas ortográficas; por lo que no le fue difícil ocupar la vacante que debido a su muerte había dejado el abuelo como secretario del tribunal municipal de primera instancia.
Entrado en la cuarentena de años, al tío Luis Filiberto se le dio por escribir cuentos. Un editor local los publicaba semanalmente en su diario y así el novel autor muy pronto gozó de cierta fama en su patria chica. A punto de cumplir cincuenta vio luz la primera de sus cuatro novelas por empeño del mismo editor local. El tío, sin embargo, no dejaba de escribir cuentos.
Mi tía Expedita, su mujer, era el contrapeso ideal para aquel hombre inclinado al encierro y enemigo acérrimo de las multitudes. Con todo, la tía lo impelía a participar en concursos literarios y a publicar en otras latitudes sirviéndose del correo tal y como se estilaba entonces.
A lo largo de su vida, el tío resultó ganador de varios certámenes literarios y con mil un pretexto se excusaba de no retirar personalmente los premios a los cuales se hacía acreedor.
-¡No me gusta oír sandeces! Me basta con escribirlas… -decía-
Pero sucedió que en ocasión de su cumpleaños número setenta le fue concedido el premio regional de literatura y se lo denominó “máximo exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del estado”
Y aunque algunos intuimos rápidamente que no asistiría a la investidura, nada pudo prepararnos para su reacción violenta y su rechazo a rajatabla de la mencionada distinción.
-¡Me han pasmado! ¡Me han castrado con mi propio cuchillo! ¡No podré seguir escribiendo lo que me dé la perra gana! -decía furibundo cuando llegué a su casa.
-¡Pero tío! –intervine lleno de miedo- ¡Acepte por favor!
-¡No!¡No! y ¡No! –gritó mientras caminaba hacia mí- ¡Esos homenajes no honran, apresan! ¡No voy a escribir más si lo recibo!
¿Tendré después el derecho a un cuento malo? ¡Noooooooo! Porque luego dirán: ¿Y a este fue a quien le dieron el premio regional de literatura? ¡Nunca necesité vender un libro para comer! ¡Escribo porque quiero y escribo lo que quiero y no tiene por qué gustarle a nadie!
El viejo ya jadeaba de la rabia y yo en un movimiento atrevido intenté una maniobra conciliadora:
¡Pero tío! –dije por lo bajo y en tono casi suplicante- ¡Si usted ya ha recibido premios en varios concursos! ¡No sé cuántos!
¡Concursos! ¡Tú lo dijiste! –gritó- ¡Me los gané, carajo! ¡Me los gané! ¡Y esto es otra cosa!
Se dirigió hasta su cuarto y al poco yo lo seguí. Lo conseguí apoltronado frente a su cama con un vasito de aguardiente en la mano derecha dando muestras de estar calmándose.
Por supuesto, no iba a ser yo quien iniciara un nuevo diálogo si éste se producía, por lo que tomé asiento en una butaca que estaba cerca y decidí estarme quieto y en silencio.
-¡A los escritores y a los artistas no se los debe honrar en vida, hay que esperar a que dejen de producir! –murmuró y bebió- ¡Para nosotros son mejores los homenajes póstumos!
Notando mi desconcierto y suponiendo que yo ya estaba decidido a no preguntar nada, se levantó para ir al baño. Antes de cerrar la puerta me miró y me dijo:
¡Nadie puede cagarla después de muerto!

Y aquí estoy yo, en este caluroso viernes a las once la mañana, recibiendo en representación de mi agradecido tío, “máximo exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del estado” el irrenunciable premio regional de literatura en su única categoría…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


lunes, 27 de abril de 2020

De tocayos y dichos…



Habría sido mejor distinguir entre dos tocayos usando el apellido de cada uno pero en mi pueblo las cosas no se hacían así. Siempre que hubo dos o tres hombres con igual nombre se apelaba al nombre o al apodo de la mamá para discriminarlos. Eso tal vez siguiendo el principio de que como decía Misia Carmelina “el hijo es de la madre”
Así, de los dos “Luis” que yo recuerdo, uno, era Luis el de Petra, y el otro, Luis el de Ramona. Con los “Juan” sucedía que uno era Juan el de Crisanta y el otro era Juan el de Natividad. Manuel el de Esmeralda tenía un tocayo en Manuel el de Jacinta.
Los “José” representaban un problema mayor porque este nombre es tan común que siempre hubo muchos con este apelativo. Pero en mi pueblo lo resolvimos del modo que ya he venido contando.
Ahora bien, si un hombre llamado Pedro tenía un hijo y le heredaba el nombre, el hijo pasaba a llamarse automáticamente “Pedrito” y de nuevo el nombre de su mamá servía para distinguirlo de algún otro en la misma situación.
Cuando pasó lo que pasó yo no había nacido. Y por esa época había dos “Pedrito” en el pueblo: uno, el de Marcelina, y otro, el de María Dolores.  A ésta última, por si no le hubiesen faltado achaques a lo largo de una existencia penosa, había que sumarle el carácter tarambana de su “Pedrito” cuya mejor descripción parecía hallarse en el corrido de Juan Charrasqueado: borracho, parrandero y jugador…
Pero Pedrito el de Marcelina era un hombre a carta cabal. Ninguno más responsable y trabajador, ninguno más pulcramente vestido y ninguno otro con mejores modales; no digo en mi pueblo solamente sino en varias leguas alrededor. Ya en edad de amores y pensando en “sentar cabeza” se puso de novio con Mercedes, la nieta de un viejo español que había sido un próspero comerciante de víveres, agricultor y criador de numerosos rebaños caprinos. Mercedes, dicen, era preciosa “si hasta se parecía a la estampa de Santa Cecilia” –afirmaba Misia Carmelina-
Decían también de Mercedes que era un tanto casquivana y que por ende el compromiso con Pedrito el de Marcelina trajo no poco contento a su ya preocupada familia. Ni bien el muchacho se acercó a la casa dejó claras sus intenciones de matrimonio. Un par de meses después formalizaron el compromiso con el consabido “cruce de aros” que por entonces se estilaba. La boda se realizaría el siguiente 22 de noviembre o en fecha muy cercana aprovechando que vendría el párroco para nuestra fiesta patronal.
Por el pueblo a mediados de octubre no se hablaba de otra cosa que de la boda en cuestión, y no faltó quien sugiriese que tal vez, Pedrito el de Marcelina debía pensárselo mejor porque Mercedes podría haber vuelto a las andadas. Pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
El día en que comenzó la novena a Santa Cecilia se armó el revuelo en casa de Mercedes cuando se supo que estaba esperando un hijo de Pedrito -como tímidamente había respondido la muchacha al ser interrogada por su padre-
-¡Bueno! ¡No será la primera ni la última que se case preñada del novio! –admitió el ofendido suegro.
-No papá, es de Pedrito el de María Dolores –admitió la joven embarazada.
Por supuesto que aquello tuvo para ambas familias la magnitud de una vergonzosa desgracia. La tan comentada boda fue suspendida.
Y así, Pedrito el de Marcelina parado a la puerta de su casa vio como el carro de la familia de Mercedes se estacionaba frente a la Jefatura Civil aquel viernes 21 de noviembre –vísperas de Santa Cecilia-  como a las diez de la mañana, a cuyas puertas esperaba el otro Pedrito un tanto descompuesto por la juerga de la noche anterior.
Pedrito el de Marcelina entró a su casa y halló a su madre en el patio. Se sentó junto a ella con el rostro demudado por la cólera que lo consumía. Marcelina no se atrevió a preguntarle nada, pero el sólo rompió el mutismo en que se hallaba desde hacía varios días:
-¡Hay que ver que es verdad lo que dicen! ¡Al marrano ciego le guarda Dios la mejor mierda!

Podría haber hecho un gran escándalo, pero usted ya sabe cómo somos los de pueblo…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR






miércoles, 22 de abril de 2020

IN ILLO TEMPORE…


La feliz iniciativa del señor cura de la catedral por fin se había cristalizado en un colegio. Luego, el señor obispo destinó la nueva institución al cuidado de una congregación religiosa que lo atendiera y un pequeño rebaño de sacerdotes educadores llegó a la ciudad. Corría la década de 1950 y había entonces otra manera de hacer las cosas en el ámbito educativo. Por ejemplo, la memorización era fundamental. Eran los tiempos del “caletre”
Un cierto sacerdote de origen alemán se ocupaba de las clases de biología, y en el colegio, inicialmente para varones, “juambimbas” y “patiquines” hacían los primeros experimentos de igualdad democrática, aunque posiblemente “la palmeta” no se distribuyese entre los infractores con el mismo criterio.
Pero es el caso de que el consabido cura profesor de biología era como ninguno otro un defensor del caletre partiendo tal vez de aquel principio de que “si no lo recuerdas, no lo sabes”
Los exámenes orales eran particularmente rigurosos en aquel entonces, pero –nunca falta un pero- el padre que daba biología tenía además de su origen teutón otra interesante particularidad: era sordo, casi tan sordo como un tapia.
Habiendo llegado al tema de la clasificación de los insectos anticipó el consabido sacerdote un examen oral para la siguiente clase. El examen, consistiría en nombrar uno a uno los tipos de insectos según su clasificación. Los alumnos temblaban pues el padre además de alemán, profesor y sordo, era en extremo irascible y por ende intolerante con los alumnos negligentes.
Y llegó el día del examen. Por los pasillos del colegio, los angustiados alumnos hacían sus repasos de última hora. En algunos rostros el terror era evidente. De aquella veintena de adolescentes solamente uno se mostraba confiado. Este alumno era un vivaracho –nunca falta un vivaracho- que muy poco se había ocupado de los tales órdenes en que se clasifican los insectos. No había dudas, algo tramaba.
Entre los pupilos se escuchaba el murmullo de la clasificación de los insectos repetido casi como un rezo: odonatos, ortópteros, isópteros, hemípteros, lepidópteros, dípteros, himenópteros y coleópteros… y cómo no, alguno hubo que entró a la modesta capilla para repasar a los pies del “padre y maestro de la juventud”
Sonó el timbre que señalaba el fin del receso y los muchachos volvieron al aula para el examen de biología que ya dije en qué consistía. El padre alemán, demudado el rostro, gritaba como un loco cada vez que un alumno fallaba al no recordar el orden de la clasificación o al olvidarse de alguna de las categorías. La cólera del profesor no ayudaba a los alumnos que faltaban por pasar a escrutinio y solo el vivaracho se mantenía incólume.
A su turno, se puso en pie, el padre ya respiraba agitado previendo un nuevo fracaso, el alumno dijo en voz fuerte y clara:
-¡Odonatos!
Y levantó su mano derecha a la altura del rostro mientras extendía el meñique en ademán de contar. Acto seguido, extendió el anular y bajando un poco la voz murmuró:
-¡Coleópteros!
Poniendo énfasis en las dos últimas sílabas de la palabra. Luego extendió el dedo medio y repitió:
-¡Coleópteros!
Mientras de nuevo murmuraba al inicio de la palabra y subía el tono de voz en las dos últimas sílabas.
Y así, ante sus asombrados compañeros y su engañado profesor completó siete de las ocho categorías. Cuando iba a sentarse el padre le espetó.
-¡Falta una categoría!
Y con el mayor descaro se puso en pie y dijo a voz en cuello:
-¡Coleópteros!
Entonces el padre entre orgulloso y aliviado se levantó de su asiento aplaudiendo y voceando:
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

Eran los tiempos del caletre y en aquel tiempo las cosas se hacían de otra manera…

CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR



lunes, 30 de marzo de 2020

Abuelo…



Después de que mi abuela murió el abuelo se tornó un hombre hosco y con tendencia a ser ermitaño. Fuera de mí no admitía otras visitas ni compañías. Eventualmente iba a misa y alguna vez se paseaba por la Plaza Bolívar evitando toda socialización con el pretexto “Disculpa, se hace tarde y todavía tengo que hacer un par de cosas”
 A mí mismo en más de una ocasión me salió con ese estribillo y yo entendía entonces que debía irme. Pero ahora las cosas han cambiado y hace casi dos meses que vivo con él. El abuelo se cayó y tuvo una factura de fémur. Me mudé aquí para ayudarlo en lo que pueda porque él no consintió en que mi papá o mi tía Rebeca vinieran a asistirlo. Con mi padre a veces habla por teléfono, pero con mi tía, por motivos que no vienen a cuento, se resiste a tener contacto. No quiere recibirla ni a ella ni a sus hijos: dos varones y una niña. El abuelo jamás habla de por qué esa actitud, al menos, no conmigo. Pero asumo que tiene que ver con una propuesta que hizo mi tía, apenas muerta la abuela, y que tenía que ver con la liquidación de cierta propiedad.
Desde que vivo aquí llevo el teléfono móvil en modo “vibrar” para no disgustar al abuelo con algún timbre que lo irrite. Anoche, cuando ya lo dejaba listo para dormir, un zumbido me hizo revisar mi dispositivo:
- ¿Quién te llama?
- No abuelo, es un mensaje de whatsapp…
- ¿Quién te escribe?
- Mi amigo Rubén. Tú lo conoces. Está en el hospital con su niño que tuvo un accidente…
- ¡Ah carajo! ¿Qué le pasó al niño?
- Nada… que mientras paseaba se rodó del asiento de la bicicleta y se golpeó con el marco en la zona testicular y ahora tiene una suerte de priapismo.
- ¿Y eso qué es?
- Una erección permanente. El médico dice que hay que esperar al menos veinticuatro horas más para intentar algún procedimiento.
- ¡Yo tengo una idea!
- ¡Abuelo! Es un niño de ocho años…
Un par de zumbidos consecutivos me hicieron atender el teléfono celular. Rápidamente leí en silencio los mensajes de mi papá.
- ¿Qué pasó con el muchachito?
-No abuelo, es mi papá que quiere saber cómo estás.
Hizo una expresión de disgusto y casi gruñendo dijo que estaba bien. Yo a mi vez, eso mismo trasmití a mi papá. Otro zumbido, me hizo volver mi atención al teléfono móvil y esta vez era mi mamá.
- ¿Y ahora?
-Es mi mamá para saber cómo te sientes
El abuelo cambió su expresión y esbozó una sonrisa. Le envió a mi madre muchos saludos y varias razones y me pidió recordarle que mañana será domingo. Los domingos, mi mamá viene y le recorta un poco el cabello, le rasura la barba y le revisa las uñas. El abuelo y mi madre siempre se han querido. De hecho, sólo con ella se permite alguna chanza eventualmente. Mi mamá, que lo conoce bien, se permite reprocharle en alguna ocasión su mal genio: ¡Qué feo te ves con esa cara de culo Ernesto! ¡Qué feo te ves!
Cuatro zumbidos consecutivos me llegaron al teléfono mientras hablaba con el abuelo y le escribía a mi madre. De a poco fui leyendo en silencio los largos mensajes que hablaban de reencuentro, perdones, tiempo de reconciliación, familia, muerte, dolor, arrepentimiento y derechos…
- ¿Quién es?
-La tía Rebeca. Me pregunta si podría…
El abuelo, intuyendo una propuesta de visita no me dejó terminar la frase:
- ¡No! ¡Nunca! ¡No me da la perra gana!
Y acto seguido me ordenó retirarme y apagar la luz. Cuando ya me iba me llamó:
- ¡José Ernesto!
-Dime, abuelo…
-Deja abierta la puerta del baño…
Luego, entendiendo que tal vez me había tratado muy bruscamente, endulzó la voz y puso una expresión de picardía para preguntarme:
- ¿Tu amigo no querrá venderme esa bicicleta?
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR










sábado, 21 de marzo de 2020

LIKE A MIRROR…


 “Cada libro que me atrae, cada cuadro o pieza de música, me recuerdan todo lo que no he podido crear, y me recuerdan que no tenemos la eternidad de nuestra parte”
Miguel Gomes. EL SILENCIO DE LA NOCHE

Desde que se me da esto de escribir relatos salgo eventualmente por las calles a hacer nada. Cuando nada me viene a la mente y la inspiración no me llega, voy a su encuentro en la gente que frecuenta plazas y cafés. A veces, me subo a un autobús y hago todo el recorrido de la ruta nada más que por ver gente y comenzar a imaginar sus historias. Eso sí, evito las conversaciones, no salgo a entrevistar a nadie. Con algunos transeúntes me pasa que coincido más de lo que quisiera y entonces esbozan sonrisas y gestos cordiales. Afortunadamente siempre frustro sus intentos de saludarme y conversar. No me interesa lo que quieran decir…
Cada tanto vengo a este café donde me encuentro ahora y no es la primera vez que veo a aquel tipo que me mira como si me estuviera dibujando y hace apuntes -al menos eso me parece- en una suerte de block para cartas de esos que ya no salen. Por mi parte, yo apenas levanto la mirada de mi computador portátil.
El hombre que me mira es más bien un sujeto, un tipo, con aire de personalidad irrelevante que apenas si pasaría percibido. Asumo que trabaja en alguna dependencia oficial de las que abundan alrededor de este lugar. No debe ser el muchacho de los mandados, pero, por su apariencia, juzgo que tampoco sea el gerente o director. Es un simple tipo…
Contrario a mí, viste de jeans y zapatos casuales, lleva una especie de suéter azul y pende alrededor de su cuello lo que asumo será una escarapela con su nombre, número de cédula y descripción del cargo. Por mi parte, sin que yo sea una suerte de Petronio, cuido de vestir formalmente la mayoría del tiempo, lo cual incluye llevar pañuelo planchado y zapatos pulidos, ocasionalmente, como no, voy de corbata.
¿Qué tanto me mira este tipo?  Cuando levanto la mirada vuelve la suya al block y esboza o garabatea. Trato de sorprenderlo y siempre hace el mismo gesto. Confieso que ya me tiene un poco inquieto. Noto que tanto como yo, el tipo evita el contacto con otros, no saluda, no responde.
Me parece que apenas gruñe sus órdenes al que atiende y con imperceptibles monosílabos responde si le pregunta algo. Algo trama, no tengo dudas, algo que tiene que ver conmigo.
Estoy decidido a darle el mismo trato que a cualquier otro extraño si intenta acercarse a mí: fingiré estar escribiendo algo muy importante y apenas me oferte su compañía y conversación le responderé –evocando a Melville- como si yo fuera el mismísimo Bartleby.
¡Coño! Tal como yo lo había calculado, el tipo se levanta y viene hacia mí…
Por alguna extraña razón, ahora este tipo con cara de irrelevante parece sonreír mientras llega a mi mesa. Hago que escribo mientras pienso qué debo hacer para evitar a toda costa una conversación con él.
Llega, afortunadamente no me dice nada. Y pone frente a mí su hoja con este relato…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR





martes, 3 de marzo de 2020

LA LLAMADA OPORTUNA


Si alguna nota característica distinguía el talante de José Julián era su bien ganada fama de hombre conflictivo que siempre iba por ahí “buscando una quinta pata al gato”
Hallábase ahora en una situación de aquellas que él detestaba de un modo particular: debía apurarse para no retrasar su ingreso a la oficina. Se había retrasado y nada lo enervaba más que aquello.
Sin embargo, no iba a desperdiciar la ocasión de dirimir un asunto que desde hacía algunos días lo perturbaba hasta el punto de robarle varios momentos al día. Había llegado el momento de aclarar aquello y qué mejor que frente a una secretaria cualquiera (irrelevante, según su concepto) a quien le cupo la mala suerte de atenderlo por un trámite cualquiera que ahora no viene al caso especificar.
- ¿Nombres?
- Jose. Fíjese de anotarlo tal cual se lo he dicho, sin tilde…
- Usted disculpe, señor, pero es que ése nombre se acentúa y yo debo apuntarlo como se debe y no como indican los usuarios.
- ¿Sí? ¿De verdad, señorita inteligente? ¿Yo no puedo llamarme como me llamo sino cómo a usted le indican sus reglas?
- ¡No son mis reglas señor! ¡Son cuestiones del idioma!
- ¿Ah sí? ¡Qué tal ésta! Resulta que ahora no eres una piche recepcionista, sino que además eres lingüista… -para esto último cruzó los brazos sobre el pecho y adoptó un gesto exagerado de irónica aprobación-
- ¡No señor, disculpe! Pero no tiene por qué ofenderme…
- ¿Te ofendes? No mija, pero que cachaza la tuya, francamente. Mira una cosa, esta niña… Yo me llamo Jose y no José, y tú, vas a poner mi nombre tal cual te lo estoy diciendo para que podamos terminar esto y así vayas tranquilamente a pintarte las uñas. Eso sí, después vas y te hartas de las grasientas empanadas frías que te puso tu madre en la vianda esta mañana mientras hablas mal de tus compañeros con el resto de las chismosas que trabajan aquí…
Llegados a este punto, como era de esperarse, los ánimos estaban caldeados y de no ser por la oportuna llamada de la señora María Teresa quién sabe cómo habría terminado aquello:
- ¡José Julián, hijo! ¡Que ya van a ser las ocho!
Y entonces él cerró las llaves de la ducha apresuradamente mientras sonreía pensando en que de seguro que no era la única persona que resolvía conflictos imaginarios mientras se bañaba.
Al salir del baño siguió llamándose José –así, con tilde- por el resto del día, por el resto de la vida...
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR

sábado, 18 de enero de 2020

Chisme palatino…


Impelido por la directiva nacional de su partido, el senador andino que había sido presidente de la republica una década atrás, se llegó hasta el palacio presidencial que ahora habitaba un cierto galeno, compañero suyo, de quien se decía que  iba un tanto desacertado a causa de la maligna influencia, dominio más bien, que ejercía sobre él su secretaria privada.
La señora en cuestión, según rumores, llegaba en ocasiones a vestir traje militar de campaña y ostentaba una suerte de grado secreto de coronela o generala según quien cuente el cuento. El senador andino llegado al palacio tuvo tiempo para mirar desde lejos los ademanes despóticos de la doña que despachaba con más bríos que cualquier odioso sargento. Cuando él se hizo notar, la señora se adelantó a saludarlo y muy tajantemente le dijo:
-¡Ya el presidente va a recibirlo! ¡Espéreme aquí!
Acto seguido la señora secretaria (¿coronela o generala?) abrió la puerta del despacho presidencial y el senador andino escuchó claramente cuando ella dijo al presidente de la república quién había llegado. Al senador andino le incomodó el que ella lo nombrase usando sus dos nombres omitiendo su apellido así sin más, como si entre ellos hubiese confianza y trato amistoso.
El presidente se puso en pie, del tocadiscos venía Sadel  suplicando “y aunque sean tonterías, escríbeme”
Tras el abrazo inicial y los saludos correspondientes vino la oferta de escocés que el senador andino rechazó dado que aún no eran las diez de la mañana. El presidente de la república no insistió y siguió sorbiendo el que ya tenía servido.
Unos cuarenta minutos duraría el encuentro, y en ese lapso, la ya conocida secretaria (¿coronela, generala? ¿concubina, abogada?) interrumpió en tres ocasiones con leves toques de puerta, una petición de permiso casi inaudible y plantándose frente al presidente de la republica quien firmaba todo lo que ella le ponía delante sin fijarse.
Ya para despedirse el senador dijo:
-Las elecciones son el año que viene. El candidato nuestro soy yo…
El presidente no quiso ahondar en detalles. Se levantaron al unísono. Se abrazaron de nuevo y el senador dijo:
-¡Te equivocaste! ¡A las mujeres siempre se les da joyas; pero nunca se les da poder!

Postdata: Solamente en la imaginación de un lector malintencionado el precedente relato ficticio puede asociarse con hechos realmente acaecidos.

Otra postdata: La postdata anterior forma parte del cuento.
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR



sábado, 4 de enero de 2020

Un asunto de alcurnia...


Amigo como era Don Pancho de dar fiestas y ofrecer opíparos banquetes para alardear de su rancio abolengo y de sus inagotables haberes, terminó por conocer en cierta ocasión a un fulano español certificador de linajes que solía vivir entre Caracas, Cartagena de Indias y Sevilla. El tal, se hacía creíble por mostrar hermosas tarjetas de presentación elaboradas en cartulina de hilo y bellamente escritas en dorados altorrelieves que mostraban además el emblema de un real instituto de vaya usted a saber qué cosa.
-No conviene que un hombre como usted que habita en una de las construcciones más emblemáticas de esta ciudad, y cuyo apellido se enlaza a los mismísimos conquistadores vaya por ahí desconociendo su prosapia, Don Panchito –dijo el español-

Notando el efecto que tales palabras habían causado en el natural vanidoso de su interlocutor, el español remató:
-¿Qué tal que corresponda a usted por justo derecho el ostentar algún título nobiliario de aquellos que a perpetuidad concedía el reino de España?

Don Pancho por un momento se vio a sí mismo correctamente trajeado y usando alguna insignia propia de quien sabe cuál marquesado, ducado o condado. Se vio a sí mismo siendo objeto de disculpas por parte del nieto de Alfonso XIII y en ese brevísimo instante casi ensaya la forma en que diría: ¡No se preocupe, no ha sido voluntario error de Vuestra Majestad! ¡Le perdono!
Al término de la conversación extendió el correspondiente cheque y el agente de blasones se marchó con la promesa de volver pronto con un primer informe.
Un par de meses después, el investigador de alcurnias se presentó con algunos papeles certificados y notificó a su cliente que había conseguido datar hasta el siglo nueve al más lejano de sus parientes a quién con toda razón debía considerarse el  fundador del linaje. El tal, fue un hombre de armas al servicio de Alfonso III de Asturias que en pago de sus servicios habría recibido tierras de señorío y título de señor absoluto de aquellos predios. Don Pancho no cabía dentro de sí mismo a causa del orgullo y sin embargo hizo un gran esfuerzo por escuchar pacientemente la relación de sus antepasados hasta el siglo trece: señores, barones, condes, marqueses, generales, arzobispos…
-¡Ir más allá del siglo trece requerirá de una inversión mayor Don Pancho pues son mayores los problemas y más delicados los asuntos. Yo tendría que buscar en los anales de La Casa de Contratación y en Los Archivos de Indias… ¡Y allí no se puede ir sin un duro!  –afirmó taxativamente el español-
-¡Siga usted adelante que este asunto me está gustando! -exclamó Don Pancho-

Convenida la suma un segundo cheque fue a parar a las manos del gestor de linajes y una nueva promesa de volver dejó en ascuas a Don Pancho por otro par de meses.
En la fecha anunciada hete aquí al investigador:
-¡Me encontrado un par de cosillas que no sé si sean de vuestro agrado pero igual pasaré adelante con ellas!-dijo el español
Y fue contando cómo a partir del siglo trece se perdían las noticias del linaje hasta que reaparecían dos individuos  en el siglo dieciséis. El uno juzgado y encarcelado por ser amigo de usar muchos afeites y perfumes, mostrando además ademanes femeniles; y el otro, mencionado como pertiguero mayor de la iglesia de san Francisco de Asís en una lejana y empobrecida comarca. Sobre el oficio de pertiguero preguntó Don Pancho y el español respondió que se trataba de alguien que lleva una vara larga y fina en las procesiones pero que sin ser clérigo va ataviado con ropajes litúrgicos. El español aseveró:
-¡Claro que ahora esas varas van recubiertas de plata! Pero antes no. El pertiguero vigilaba que los animales no entrasen al templo abierto durante la semana santa. Básicamente azotaba con la pértiga a los canes y otras especies intrusas…
El ademán pensativo  que había mostrado Don Pancho durante la exposición del gestor se mudó repentinamente en una expresión de cólera terrible. Se levantó de la silla abruptamente e interrumpió al español:
-¡Debo pedirle que se retire de mi casa en este preciso instante!
Al pobre español contrariado no le quedó de otra que abandonar la sala puesto que su ofendido cliente salió de la misma dejándolo solo. Ya en la calle, tomó el rumbo de su hotel y al día siguiente se marchó a la capital para no volver.
En su habitación, Don Pancho dijo para sí con rabia:
¡Solo esto me faltaba! ¡Venir yo de un maricón y de un monaguillo espantaperros! ¡Quién me manda a estar averiguando pendejadas!


Muchos años después convertido en un venerable nonagenario Don Pancho fue asaltado por uno de sus nietos:
-Abuelito… ¿Nuestro apellido es español?
Y el viejo zorro contestó:
-No mijito, nosotros somos de La Sierra de Coro, de Curimagua para ser exactos…

Y así quedaron satisfechas para siempre la curiosidad del niño y la malicia del viejo…