Amigo como era Don
Pancho de dar fiestas y ofrecer opíparos banquetes para alardear de su rancio abolengo
y de sus inagotables haberes, terminó por conocer en cierta ocasión a un fulano
español certificador de linajes que solía vivir entre Caracas, Cartagena de
Indias y Sevilla. El tal, se hacía creíble por mostrar hermosas tarjetas de
presentación elaboradas en cartulina de hilo y bellamente escritas en dorados
altorrelieves que mostraban además el emblema de un real instituto de vaya
usted a saber qué cosa.
-No
conviene que un hombre como usted que habita en una de las construcciones más
emblemáticas de esta ciudad, y cuyo apellido se enlaza a los mismísimos conquistadores
vaya por ahí desconociendo su prosapia, Don Panchito –dijo el español-
Notando el efecto que
tales palabras habían causado en el natural vanidoso de su interlocutor, el
español remató:
-¿Qué
tal que corresponda a usted por justo derecho el ostentar algún título
nobiliario de aquellos que a perpetuidad concedía el reino de España?
Don Pancho por un
momento se vio a sí mismo correctamente trajeado y usando alguna insignia
propia de quien sabe cuál marquesado, ducado o condado. Se vio a sí mismo
siendo objeto de disculpas por parte del nieto de Alfonso XIII y en ese
brevísimo instante casi ensaya la forma en que diría: ¡No se preocupe, no ha
sido voluntario error de Vuestra Majestad! ¡Le perdono!
Al término de la
conversación extendió el correspondiente cheque y el agente de blasones se
marchó con la promesa de volver pronto con un primer informe.
Un par de meses después,
el investigador de alcurnias se presentó con algunos papeles certificados y
notificó a su cliente que había conseguido datar hasta el siglo nueve al más
lejano de sus parientes a quién con toda razón debía considerarse el fundador del linaje. El tal, fue un hombre de
armas al servicio de Alfonso III de Asturias que en pago de sus servicios
habría recibido tierras de señorío y título de señor absoluto de aquellos predios.
Don Pancho no cabía dentro de sí mismo a causa del orgullo y sin embargo hizo
un gran esfuerzo por escuchar pacientemente la relación de sus antepasados
hasta el siglo trece: señores, barones, condes, marqueses, generales,
arzobispos…
-¡Ir
más allá del siglo trece requerirá de una inversión mayor Don Pancho pues son
mayores los problemas y más delicados los asuntos. Yo tendría que buscar en los
anales de La Casa de Contratación y en Los Archivos de Indias… ¡Y allí no se
puede ir sin un duro! –afirmó
taxativamente el español-
-¡Siga
usted adelante que este asunto me está gustando! -exclamó Don Pancho-
Convenida la suma un
segundo cheque fue a parar a las manos del gestor de linajes y una nueva
promesa de volver dejó en ascuas a Don Pancho por otro par de meses.
En la fecha anunciada
hete aquí al investigador:
-¡Me
encontrado un par de cosillas que no sé si sean de vuestro agrado pero igual
pasaré adelante con ellas!-dijo el español
Y fue contando cómo a
partir del siglo trece se perdían las noticias del linaje hasta que reaparecían
dos individuos en el siglo dieciséis. El
uno juzgado y encarcelado por ser amigo de usar muchos afeites y perfumes,
mostrando además ademanes femeniles; y el otro, mencionado como pertiguero
mayor de la iglesia de san Francisco de Asís en una lejana y empobrecida
comarca. Sobre el oficio de pertiguero preguntó Don Pancho y el español respondió
que se trataba de alguien que lleva una vara larga y fina en las procesiones
pero que sin ser clérigo va ataviado con ropajes litúrgicos. El español
aseveró:
-¡Claro
que ahora esas varas van recubiertas de plata! Pero antes no. El pertiguero
vigilaba que los animales no entrasen al templo abierto durante la semana
santa. Básicamente azotaba con la pértiga a los canes y otras especies
intrusas…
El ademán
pensativo que había mostrado Don Pancho durante
la exposición del gestor se mudó repentinamente en una expresión de cólera
terrible. Se levantó de la silla abruptamente e interrumpió al español:
-¡Debo
pedirle que se retire de mi casa en este preciso instante!
Al pobre español
contrariado no le quedó de otra que abandonar la sala puesto que su ofendido
cliente salió de la misma dejándolo solo. Ya en la calle, tomó el rumbo de su
hotel y al día siguiente se marchó a la capital para no volver.
En su habitación, Don
Pancho dijo para sí con rabia:
¡Solo
esto me faltaba! ¡Venir yo de un maricón y de un monaguillo espantaperros!
¡Quién me manda a estar averiguando pendejadas!
Muchos años después
convertido en un venerable nonagenario Don Pancho fue asaltado por uno de sus
nietos:
-Abuelito…
¿Nuestro apellido es español?
Y el viejo zorro
contestó:
-No
mijito, nosotros somos de La Sierra de Coro, de Curimagua para ser exactos…
Y así quedaron
satisfechas para siempre la curiosidad del niño y la malicia del viejo…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario