Nueve meses después de haber cumplido los trece años
murió su padre. Su madre, contando apenas con los recursos suficientes para no
morir de hambre junto al almácigo de
retoños que recibiera como única
herencia del difunto marido, resolvió colocarlo como aprendiz de algún oficio
para no entregarlo a la pesca o a la labranza. Era el segundo de una docena de
hermanos y había de sacrificarse junto al mayor de ellos para traer el pan a la
casa.
De su padrino el barbero recibió la oportunidad de no darse
a la azada doblado sobre el surco. Al principio
barría el salón de tres a cuatro veces cada día a cambio de propinas.
Los sábados debía barrer a cada hora porque eran los días de mayor clientela.
En aquella población portuaria era raro que un hombre no
llevara pistola al cinto pues era siempre la manera más fácil de dirimir
asuntos espinosos con el prójimo. Hombres hubo cuyo nombre hacía murmurar rezos
a las viejas y maldiciones a los cobardes. Hombres había a cuya mención
enmudecían las campanas en pleno vuelo. Juan Bautista Arenal, era uno de ellos.
Cuando el joven aprendiz cumplió dos meses en la barbería
ya se ocupaba de algunos cortes y arreglos. Habiendo soñado con ser médico,
puso para la navaja de afeitar todo el denuedo que tenía reservado para el
bisturí. Pronto el padrino comenzó a dejarlo a cargo y a confiarle ciertas afeitadas de postín: el viejo
maestro, el eximio poeta, el comandante Figueroa y alguno que otro notable del
pueblo que ahora, dada una prolongada ausencia de su más celebre matón, vivía
en calma.
Aquel viernes, extrañado de que nadie hubiese venido, el
muchacho barrió el salón y se dispuso a ordenar el instrumental de barbería
enfundado en su camisa blanca que le devolvía del espejo la imagen de un médico
puesto a lo suyo. El padrino había salido para atender al párroco en su casa.
Un hombre con ademanes de patrón de hacienda entró sin
saludar, se quitó el saco y la camisa dejando ver por encima del cinturón la
nacarada empuñadura de un revólver. Su estatura era imponente y sus largos
brazos velludos le daban un cierto aire de bestia. La blanca franela apenas si
podía contenerle el pelambre del pecho.
-Mirá muchachito ¿Vos sabés cortar pelo? –preguntó con
cierta ironía.
-Sí, claro –respondió el aprendiz-
El hombre, con una sonrisita de marrano muerto se
encaminó a ocupar la silla. Al término del corte, visiblemente satisfecho, le ordenó:
-¡Ahora, la barba!
Y el joven manipuló la silla con tal maestría que en
apenas un segundo el cliente quedó a su disposición. Preparó con paños la cara,
mezcló los jabones y comenzó a aplicar la espuma. Acto seguido, tomó una
pequeña toalla blanca y una navaja tan filosa como brillante.
Tal vez por sentirse vulnerable en aquella posición el
cliente comenzó un monólogo en el cual argüía las razones de un hombre para
matar a otro. Tras esas consideraciones, se dio a enumerar las ocasiones en las
que no había tenido más remedio que echar mano del revólver y como había tenido
que huir muchas veces por no responder ante nadie
-¿Vos no sabés quien soy yo?- preguntó al joven-
Ante la negativa del aprendiz, afirmó: -¡Yo soy Juan
Bautista Arenal! Así que pórtate bien que yo tengo un revolver en la cintura…
El muchacho, que ya había rasurado el lado derecho de la
cara desde el mentón hasta la base del cuello, se acomodó de tal forma que
quedó con la cabeza del cliente casi apoyada sobre su propio estómago.
Hábilmente, tomó la navaja y la hizo reposar con cierta presión sobre la
yugular de Juan Bautista.
Como si hubiera necesidad de secretearse, dijo al oído
del matón:
-¡Pórtese bien usted porque yo le tengo una cuchilla en
la garganta!
El sudor de Juan Bautista arrastraba la espuma y abría
graciosos meandros en su rostro. Sudó tan copiosamente que la blanca franela se
transparentaba cuando al fin se levantó
de la silla.
En ese momento entraba el barbero, quien al reconocer al
cliente, miró a todos lados y comenzó a frotarse nerviosamente las manos.
-¿Y entonces, Juan Bautista? – preguntó con voz
temblorosa- ¿Cómo se portó el muchachito?
Arenal, que ya se ponía el saco, ripostó:
-¿Muchachito? ¡Este carajito es un hombre con
cojones! -y salió, dejando amén del
pago, lo mismo en propina.
El barbero, apenas salido el cliente cerró las puertas
muy asustado. Pasó a la trastienda con el aprendiz y contra su costumbre sacó una botella de brandy para servir dos
copas. No eran todavía las once de la mañana…
-¡Tomá, echate este palito!... ¡Y no vengás por la tarde,
ya por hoy está bueno de trabajo!
Y el joven aprendiz aquel día se graduó de barbero y de
hombre. Tanto cambiaron las cosas que su padrino a partir de entonces siempre
lo trató de “usted”. Eso sí, nunca le contó que había hecho con aquella camisa
que puesto en el apuro de irse Juan Bautista Arenal dejó olvidada en la barbería…
CALIXTO
GUTIERREZ AGUILAR
Re-edición
octubre de 2018
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