lunes, 8 de octubre de 2018

EL MUCHACHITO…


Nueve meses después de haber cumplido los trece años murió su padre. Su madre, contando apenas con los recursos suficientes para no morir de hambre junto al almácigo de  retoños que  recibiera como única herencia del difunto marido, resolvió colocarlo como aprendiz de algún oficio para no entregarlo a la pesca o a la labranza. Era el segundo de una docena de hermanos y había de sacrificarse junto al mayor de ellos para traer el pan a la casa.
De su padrino el barbero recibió la oportunidad de no darse a la azada doblado sobre el surco. Al principio  barría el salón de tres a cuatro veces cada día a cambio de propinas. Los sábados debía barrer a cada hora porque eran los días de mayor  clientela.
En aquella población portuaria era raro que un hombre no llevara pistola al cinto pues era siempre la manera más fácil de dirimir asuntos espinosos con el prójimo. Hombres hubo cuyo nombre hacía murmurar rezos a las viejas y maldiciones a los cobardes. Hombres había a cuya mención enmudecían las campanas en pleno vuelo. Juan Bautista Arenal, era uno de ellos.
Cuando el joven aprendiz cumplió dos meses en la barbería ya se ocupaba de algunos cortes y arreglos. Habiendo soñado con ser médico, puso para la navaja de afeitar todo el denuedo que tenía reservado para el bisturí. Pronto el padrino comenzó a dejarlo a cargo y a confiarle  ciertas afeitadas de postín: el viejo maestro, el eximio poeta, el comandante Figueroa y alguno que otro notable del pueblo que ahora, dada una prolongada ausencia de su más celebre matón, vivía en calma.
Aquel viernes, extrañado de que nadie hubiese venido, el muchacho barrió el salón y se dispuso a ordenar el instrumental de barbería enfundado en su camisa blanca que le devolvía del espejo la imagen de un médico puesto a lo suyo. El padrino había salido para atender al párroco en su casa.
Un hombre con ademanes de patrón de hacienda entró sin saludar, se quitó el saco y la camisa dejando ver por encima del cinturón la nacarada empuñadura de un revólver. Su estatura era imponente y sus largos brazos velludos le daban un cierto aire de bestia. La blanca franela apenas si podía contenerle el pelambre del pecho.
-Mirá muchachito ¿Vos sabés cortar pelo? –preguntó con cierta ironía.
-Sí, claro –respondió el aprendiz-
El hombre, con una sonrisita de marrano muerto se encaminó a ocupar la silla. Al término del corte, visiblemente satisfecho, le ordenó:
-¡Ahora, la barba!
Y el joven manipuló la silla con tal maestría que en apenas un segundo el cliente quedó a su disposición. Preparó con paños la cara, mezcló los jabones y comenzó a aplicar la espuma. Acto seguido, tomó una pequeña toalla blanca y una navaja tan filosa como brillante.
Tal vez por sentirse vulnerable en aquella posición el cliente comenzó un monólogo en el cual argüía las razones de un hombre para matar a otro. Tras esas consideraciones, se dio a enumerar las ocasiones en las que no había tenido más remedio que echar mano del revólver y como había tenido que huir muchas veces por no responder ante nadie
-¿Vos no sabés quien soy yo?- preguntó al joven-
Ante la negativa del aprendiz, afirmó: -¡Yo soy Juan Bautista Arenal! Así que pórtate bien que yo tengo un revolver en la cintura…
El muchacho, que ya había rasurado el lado derecho de la cara desde el mentón hasta la base del cuello, se acomodó de tal forma que quedó con la cabeza del cliente casi apoyada sobre su propio estómago. Hábilmente, tomó la navaja y la hizo reposar con cierta presión sobre la yugular de Juan Bautista.
Como si hubiera necesidad de secretearse, dijo al oído del matón:
-¡Pórtese bien usted porque yo le tengo una cuchilla en la garganta!
El sudor de Juan Bautista arrastraba la espuma y abría graciosos meandros en su rostro. Sudó tan copiosamente que la blanca franela se  transparentaba cuando al fin se levantó de la silla.
En ese momento entraba el barbero, quien al reconocer al cliente, miró a todos lados y comenzó a frotarse nerviosamente las manos.
-¿Y entonces, Juan Bautista? – preguntó con voz temblorosa- ¿Cómo se portó el muchachito?
Arenal, que ya se ponía el saco, ripostó:
-¿Muchachito? ¡Este carajito es un hombre con cojones!  -y salió, dejando amén del pago, lo mismo en propina.
El barbero, apenas salido el cliente cerró las puertas muy asustado. Pasó a la trastienda con el aprendiz y contra su costumbre  sacó una botella de brandy para servir dos copas. No eran todavía las once de la mañana…
-¡Tomá, echate este palito!... ¡Y no vengás por la tarde, ya por hoy está bueno de trabajo!
Y el joven aprendiz aquel día se graduó de barbero y de hombre. Tanto cambiaron las cosas que su padrino a partir de entonces siempre lo trató de “usted”. Eso sí, nunca le contó que había hecho con aquella camisa que puesto en el apuro de irse Juan Bautista Arenal dejó olvidada en la barbería…
CALIXTO GUTIERREZ AGUILAR
Re-edición octubre de 2018

No hay comentarios.:

Publicar un comentario