El
señor Chucho era un “factótum” y no había trabajo al cual no hiciera frente.
Ora batía el barro para construir una casa, ora cepillaba la madera de un
ataúd, ora se daba a la siembra o a la pesca y siempre por lo tanto, algo tenía
qué hacer. Lógicamente siempre tenía necesidad de algún ayudante. Para más
señas, diré que era de la zona de El
Pantano en aquella Coro con bostezos rurales que aún no alcanzaba a llegar a la
mitad del siglo XX.
De
Beto y Toto diré que eran hermanos. Fuera del apellido y del origen común nada
podría hacer suponer que los tales formaban parte de una misma prole. Pero eso
suele pasar, fíjese el amable lector que otros no hay que sean más hermanos que
los dedos de una misma mano, y sin embargo no son iguales entre sí. Beto era
responsable y hacendoso, comedido y sobrio. Por su parte, Toto era él. Baste
decirle al paciente lector, que algunos solían afirmar: “Toto lo único que
tiene de bueno es el hermano”
En
fin, contratados por el señor Chucho como ayudantes para reparar una vieja
casona, todo iba muy bien hasta aquel sábado en que con media jornada laboral
debían cerrar la semana de trabajo y recibir su “arreglo” por el tiempo
trabajado. Beto llegó puntual y se dispuso de inmediato a la labor, el señor
Chucho se incorporó un poco más tarde pues debió pasar primero a “matar otro
tigre”. Sobre las diez de la mañana, se apareció Toto luciendo las mismas galas
con las cuales había salido de su casa el viernes por la tarde, con los ojos
inyectados de sangre y con un terrible aliento a nísperos maduros. Ocultando su
disgusto Beto y el señor Chucho siguieron trabajando haciendo caso omiso de la
cantidad de veces que Toto se tomaba un descansito para beber agua fresca y
echar vaina con la muchacha de la cocina que estaba “de frita” con él.
A
la hora del almuerzo, cuando solo restaba despachar las viandas y cobrar lo
convenido, los tres hombres se acomodaron a la mesa habiendo recogido y puesto
en orden todas las cosas. En una fuente de madera les fueron servidos tres
pescados fritos. Uno se destacaba del resto por su gran tamaño. De pronto, con
pasmosa agilidad, Toto trajo hasta su plato aquel pescado que a todas luces era
el más grande y esto hizo que estallará el reproche de su hermano:
-¡Qué
bolas tenés vos!
Perfectamente
consciente de lo que había hecho y fingiendo asombro, Toto preguntó:
-¿Por
qué pues? ¿Qué pasó?
-¡Que
te agarraste el pescao más grande antes que los demás nos sirviéramos!-
respondió Beto indignado.
-¿Vos
no fueras hecho lo mismo? –preguntó Toto a su hermano, el cual, enérgicamente
respondió que no.
-¿Y
usted señor Chucho? ¿No iba usted a agarrar el pescao más grande?- preguntó una
vez más el descarado Toto. Pero el hombre mayor por toda respuesta negó en
silencio agitando la cabeza levemente.
-¡No
entiendo cuál es el problema! –dijo Toto engullendo un trozo de arepa- ¡Si
ninguno de ustedes lo iba a agarrar, de todas maneras me iba a tocar a mí..!
Y
siguió comiendo con esa aparente tranquilidad que da el descaro a los hombres
cínicos.
Mientras Coro era una ciudad
amodorrada con largos bostezos rurales que aún no alcanzaba la mitad del siglo
XX…
CALIXTO
GUTIERREZ AGUILAR
Re-edición
Septiembre de 2.018
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