miércoles, 5 de noviembre de 2025

AGER SANGUINIS

 


El Doctor Segismundo Reyes May, natural de Santa Ana de Coro, Estado Falcón, se encontraba  totalmente convencido de la existencia de un manuscrito apócrifo llamado  “La maldición de Kerioth”  al cual mencionaban varios historiadores cristianos alrededor de los siglos segundo, tercero y cuarto.

El tal manuscrito –según se decía- contaba cómo habían sido tratadas las treinta monedas de plata que recibiera Judas  Iscariote por la traición a Jesús de Nazaret.

En el pequeño rollo original –una obra más bien breve- se hallaban una serie de consideraciones esotéricas ligadas a ciertas supersticiones de los primeros cristianos y una relación detallada de los propietarios de al menos veintinueve de las treinta  piezas que podían rastrearse hasta el año 372 de nuestra era más o menos.

En una suerte de apéndice “La maldición de Kerioth”  ofrecía las instrucciones para recibir y  pasar las monedas sin contraer la maldición que ellas contenían. Esto último consistía fundamentalmente en no tomarla de la mano de quien la ofrecía, pues la pieza debía ser arrojada al suelo por el donante y de allí levantada por el nuevo propietario repitiendo una serie de fórmulas rituales. Claro está, eso en el caso de que pudiera uno toparse con la trigésima pieza que faltaba en el inventario.

¿Qué tipo de moneda de cambio recibió Judas Iscariote? ¿Qué sucedió con la última de las treinta piezas? Esas eran cosas que ocupaban la inquieta imaginación del doctor Reyes May desde que en un viejo artículo de prensa leyó sobre “La maldición de Kerioth” 

II

Aquel enero de 1931 cuando apenas se enteró de la muerte de Ramos, Segismundo Reyes se dispuso a viajar a Suiza para averiguar una cadena de rumores que había recibido acerca de los últimos días del poeta.

Se malhayó de vivir en Coro porque las noticias llegaban ya con una cierta pátina de cosa harto sabida por el resto del mundo.

Por enésima vez pensó en que su abuelo materno, William May, tuvo mucha razón cuando lo invitó a establecerse en Inglaterra antes de empezar sus estudios de medicina.

Casi finalizaba el mes de  julio cuando recién instalado en su habitación de hotel en Ginebra, el doctor Reyes May recibió una carta del Real Instituto Británico de Numismática. Ávido de noticias sobre su investigación leyó:

“En cuanto a la suma de treinta piezas de plata que por su traición recibiese Judas Iscariote, debe entenderse concretamente los llamados “siclos” de algo así como 540 gramos de plata. Conocióse el siclo de plata con el nombre de “shekel de Tiro” porque se acuñó en aquella ciudad fenicia y era la moneda de plata que más circulaba en la Palestina de la época en cuestión”

 

-¡El Shekel de Tiro! –exclamó- ¡El siclo de plata!

Y continuó leyendo con infantil entusiasmo aquella carta que el honorable señor Bowles le había dirigido casi que a título personal debido a la amistad que le unió con el abuelo de Reyes May:

“La moneda mostraba al anverso, la efigie de Baal. Es un anverso del tipo anepígrafo, es decir sin fecha. En el reverso, deberían  apreciarse un águila y la letra “Kaph” hebrea. El reverso si tiene leyenda: “Turouieras Kaiasulou”,  lo que traduce “de la ciudad de Tiro, la sagrada”

Ceñifruncido, y con ademán de hombre estudioso, el doctor Segismundo prosiguió su lectura:

“Sobre las equivalencias que nos consulta ha de saber que un siclo equivalía a 4 dracmas y que el valor de cada tetradracma era de 4 denarios romanos, por lo que al cambio, Judas obtuvo 120 denarios de plata. Habida cuenta de que en el tiempo de Augusto un muy buen salario mensual eran 20 denarios, Judas fue muy bien pagado por su servicio…”

Obviando los detalles personales que cerraban la misiva, el doctor Segismundo la depositó sobre el pequeño escritorio y se dirigió a la ventana poseído por una especie de escalofrío. Cerró la ventana y sin cambiarse de ropa se recostó y se quedó dormido. A la hora de la cena y en vista  de que no había bajado, un joven camarero tocó a su puerta. Confundido, el doctor Reyes apenas podía hallar el interruptor de la luz y por un momento dudó acerca de en qué lugar se encontraba.

Cosa extraña, a él que nada le daba miedo, aquella sensación  de incertidumbre momentánea, lo aterró…

III

Segismundo Reyes May no quiso salir temprano a conocer entre otros atractivos la catedral de san Pedro. Pensaba en que la silla de Juan Calvino nada tendría de extraordinario y que su abuela –de haber estado allí- le habría dicho:

-“¿Venir de Coro a ver una silleta?”

Y recordó que sus primos de La Vela de Coro  las hacían muy buenas.

Claro, que tal vez nunca se habrían posado sobre los muebles de sus primos unas nalgas tan notables como las del ilustre reformador protestante –pensó en ello y sonrió-

A la hora convenida, llegó al vestíbulo del hotel el señor Brel y tras intercambiar cortesías e invitaciones pasaron a un área más discreta en el restaurante para conversar. El tal Brel hablaba con un cierto halo de misterio, y en resumidas cuentas, le informó de un señor de apellido Abenatar residente en Ginebra con quien había compartido escuela en tiempos de mocedad y de quien era cercano colaborador en asuntos de negocio. Abenatar tenía un primo poeta que se había suicidado en Coro y a cuya muerte fueron recogidas ciertas pertenencias (muy pocas en realidad) y distribuidas entre los parientes más cercanos. La mención del poeta coriano hizo erizar la piel de Reyes.

El señor Brel le contó que estando Abenatar en Nueva York, recibió a través de “La Casa S” un paquete que contenía cosas del primo suicida: un kipá, un librito en latín y un pequeño estuche de nácar donde podía leerse ACELDAMACH. Como eran cosas de un muerto Abenatar no puso mayor cuidado a aquello del paquete y partió a Suiza llevándolo consigo.

Según Brel, Abenatar puso aquel paquetito en su caja fuerte por un tiempo. Pero en ocasión de ofrecer un agasajo a funcionarios diplomáticos en  julio de 1930 lo regaló a un poeta que era también traductor quien se sintió halagado porque ya conocía de oídas al poeta coriano de trágico final. Días después, ese poeta traductor se comunicó con Abenatar para decirle que había comenzado la lectura del librito pero que el estuche de nácar contenía una moneda que a él se le antojaba antigua y por ende valiosa. Abenatar no quiso saber más por algo que el poeta le dijo sobre una cierta maldición que se describía en el librito. Eso sí, le adelantó el traductor, que ACELDAMACH es una forma latinizada que debe entenderse como AGER SANGUINIS o “Campo de Sangre” en español.

Según Brel, un día cualquiera, Abenatar lo llamó para decirle que aquel  poeta traductor se había suicidado allí en Ginebra el mismo día en que cumplía cuarenta años. Abenatar, con permiso de los familiares recogió de nuevo el paquete pero ya no estaba el librito, solo el estuche con la moneda y lo llevó a un banco.

Brel se lamentó de no llevar a Reyes May con Abenatar, pero de aquel no había vuelto a saberse. Eso sí, el señor Brel se encargaba de todos los asuntos de Abenatar y hacía las veces de su  apoderado, por lo que al día siguiente irían al banco para sacar el estuche con la  moneda.

IV

-¡Siempre existirá esa duda sobre si Allan Poe se suicidó –dijo el profesor Smith- Hay que recordar que un año antes tuvo una sobredosis de láudano y que en torno a su muerte nadie aclaró muchas circunstancias, ni siquiera el médico que lo asistió al final..!

La conversación con Smith era algo que el doctor Reyes May había buscado insistentemente apenas volver a Coro a comienzos de 1933.

Halando los recuerdos, el anciano profesor Smith, prosiguió:

 -Yo tenía dieciséis años cuando trabajé para la “La Casa S” y  recuerdo que unos judíos de Baltimore le enviaron a Elías David un paquete pequeño con algunas cosas personales de Poe que se subastaron en 1909 al conmemorar los sesenta años de su muerte… Elías David sentía fascinación por Allan Poe - concluyó-

Y el profesor Smith se levantó para ir a sus aposentos. Un par de minutos después volvía con una vieja libreta. La puso sobre la mesa y la fue hurgando hasta dar con una hojita suelta, amarillenta, corroída en un extremo; la extendió al doctor Reyes y éste leyó:

“Oh tú, la maldita. Oh nosotros, que no pudimos ser parte del tesoro del templo. Malditos tú y yo…”

-Esto –dijo Smith- fue lo único que hallamos en la casa de Elías David cuando pudimos entrar el día de su muerte. No había notas de nada… ¡Nada, solo esta nota sin sentido! ¡Y ni siquiera estaba cerca del cuerpo!

El doctor Segismundo Reyes se retiró a su casa. Tras hablar con Smith un extraño pánico se apoderó de él de manera creciente.

Sintió nauseas mientras caminaba. A pocos metros de su puerta sintió desvanecerse y se apoyó en la pared. Reyes sudaba y temblaba. Pensaba y se aterraba, pensaba y no dejaba de pensar…

V

-Esta obra, señor Presidente de la República, es el fruto  de años y años de recopilación exhaustiva y de generosas donaciones que fui recibiendo por algo más de cuarenta años. Quiero legarla a Coro y no pude hallar mejores espacios que estos ni mejor nombre para distinguirla y darla a la posteridad –dijo el obispo emérito- -

-¡Museo diocesano! ¡Museo de Coro la ciudad-museo!

Y estallaron los aplausos y los “vivas” mientras el anciano prelado ofrecía a un selecto grupo de asistentes el recorrido inicial por las quince salas en que se organizó el museo. En la sala “Platería y objetos diversos” alguien del grupo preguntó:

-¿Y esa moneda que está allí, sola?

-No pudimos clasificarla hasta ahora –dijo el obispo- ¡Ni siquiera la familia donante sabe de qué se trata! ¡Pobre Segismundo Reyes!

Luego el obispo dijo a los presentes que no estaban claras las circunstancias en las que había muerto el doctor Reyes May hacía ya una cincuentena de años porque  él no había llegado a conocerlo. Pero haya sido por ahorcamiento o envenenamiento, -puesto que hubo dos versiones- dijeron que apuñaba ésa moneda en la mano izquierda. Algo que tampoco podía certificar como verdadero.

Y mientras los brindis y las congratulaciones se sucedían dentro del museo; afuera, el sol de julio dibujaba en el cielo un crepúsculo hermoso y rojo que asemejaba praderas de un campo.

El cielo coriano parecía un campo de sangre…

 

viernes, 19 de septiembre de 2025

On/Off

 

Medina, calibrando el carácter delicado de la situación, grabadora en mano entró para proceder con el interrogatorio inicial que daría pie a las primeras fases de la investigación. Encendiendo el pequeño aparato lo puso sobre la mesa:

-¿Qué edad tienes?

-Dieciocho… los cumplí hace una semana.

Medina hizo un esfuerzo por sobreponerse a la mezcla de sentimientos que lo azoraba. Oír que eran apenas dieciocho años lo transportó a su pueblo natal y trató de recordar qué cosas le ocupaban a él por aquel entonces. Tiene la edad de mi sobrina Julia –pensó Medina-

-¿Y hace tiempo que estás en estas cosas?

- Sí, más o menos… yo la primera vez que lo hice no tenía ni quince años.

Medina recorría discretamente aquel rostro juvenil guardándose  de que la mirada delatara su asombro, su consternación.

-Pero… ¿andabas con alguien?

-Sí… con un señor que le decían “El Mocho Miguel”

-¿Y cómo fue que llegaste con ese hombre?

-Yo andaba en la calle: dormía en la calle, pedía comida, a veces robaba. El mocho me dio donde vivir, y bueno… lo demás vino solo.

Medina contemplaba que aquel rostro mostraba todavía eso que llaman “las redondeces de la niñez” y que de la recién superada pubertad aún se conservaban ligeros vestigios.

-¿Cómo fue tu primera vez? ¿Cómo te sentiste?

-Fatal… Sin más que me muero. Menos mal que ya en la casa El Mocho me dio ron. Tomamos mucho ron, como dos días. El Mocho decía que el ron no ahoga las penas sino las culpas. Entonces cada vez que yo hacía el trabajo, bebía con él…

-¿Trabajo?

-Sí señor. Esto también es un trabajo. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo ¿No cree usted?

Medina no respondió a eso

-¿Por qué te metiste en esto?

- ¿Por qué cree usted? ¡Por la plata! ¡Por la necesidad!

-Podrías haber trabajado en otra cosa…

-No se gana igual. Ni se gana tan rápido…

El rostro, hasta hace poco inocente, cobró dureza y frialdad. Medina apagó la grabadora e hizo señas al espejo de doble vista para que le abrieran la puerta. Lo había invadido una sensación de derrota que le hacía pesado moverse para salir: nunca antes había conocido un sicario tan joven.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

jueves, 11 de septiembre de 2025

¡Pas plus!

 

 

La primera en notar el siniestro cambio que se operaba en Manuel Antonio fue su mamá. Ella fue la primera en presagiar un desastroso final. Desde los primeros indicios la poseyó un miedo inquietante e informe, creciente y constante.

A la generalizada inconformidad manifestada al principio, sucedió una marcada misantropía y luego la mudanza de habitación para ocupar el último cuarto del viejo caserón familiar. Manuel Antonio rechazaba toda compañía y se encerraba por largos períodos. Optaron por dejarle las comidas en una mesilla junto a la puerta y no fueron pocas las ocasiones en las que se recogieron las viandas prácticamente intactas.

Ése día, el hijo no percibió que la madre lo espiaba. Receloso, retiró el candado que había puesto en las argollas exteriores mirando a uno y otro lado. La madre sospechó inmediatamente que algo malo pasaría al ver que Manuel Antonio no entraba solo en el cuarto; pero, de tan horrorizada que estaba, resistió al impulso inicial de intervenir.

Caminó por el largo corredor sin hacer el menor ruido para evitar ser notada por el hijo. Aguzando el oído se acercó discretamente a la puerta. El ánimo de Manuel Antonio iba de los murmullos a los reclamos airados, de los ruegos a las invectivas, de las suplicas a los reproches. Por lo que podía percibir, él había decidido que éste día pondría un trágico fin a todo aquel asunto.

Manuel Antonio estaba junto a “ella” en la cama. Le reprochaba una y otra vez el hecho de que no lo dejara tocarla como antes y le recordaba momentos felices de tiempos pasados. Él recorría una y otra vez, ya con mano suave o bruscamente; aquel costado tan conocido para él. Ella permanecía impávida, silente.

Manuel Antonio se debatía entre cerrarle la boca con alguna mordaza o atacarla a la cabeza directamente con el martillo que desde hacía semanas ocultaba bajo la cama. Nada quedaría intacto, nada se salvaría.

-Bien sé que tú eres de las que no tienen alma… -espetó Manuel Antonio.

Y dicho esto le propinó un primer martillazo a la cabeza. Luego atacó la boca y golpeó con fuerza el sinuoso costado que apenas unos segundos antes había acariciado con deleite, mientras gritaba maldiciones y horrendos improperios.

Acallando el llanto con la palma derecha la madre corrió por el pasillo a ocultarse en su habitación.

En el cuarto nada más quedaron ellos dos: Manuel Antonio despatarrado en un sillón agotado tras el paroxismo que lo condujo al desastre, y allí en la cama, hecha un desastre; la guitarra convertida en astillas…

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

Flashback...

Constantemente repito la escena: estoy ahí, derrotado, cansado, consternado y profundamente adolorido; años de capacitación y práctica profesional no pudieron prepararme para esto. Eso, así me sentía, consternado. Y no era para menos.

Sentía un zumbido en las sienes y como un regusto a sangre en la lengua, producto más bien de los olores del ambiente.

El cuadro no podía ser peor, años de capacitación y práctica profesional no pudieron prepararme para esto. 

Como a lo lejos, escuchaba que me llamaban para hacerme salir de aquel estado en el que me encontraba absorto, como alelado:

-¡Detective, detective, por favor!

Recuerdo que recordaba, recuerdo qué recordaba.

Entonces, de pronto, pensé en mi hijo: ¡José Andrés! ¡Por Dios!

No quería que viera aquello: en su sillita de comer, mi pequeña hija muerta de un balazo. En el suelo, muerta junto a la cocina en un charco de sangre, Amalia, mi mujer. No quería que José Andrés viera aquello...

Reconocí la voz junto a mí, era Martínez:

-¡Detective, jefe, detective, por favor!

Aquello debió consternarlo también a él, pobre muchacho, tendría unos veinte años entonces.

Con un hondo suspiro volví a la realidad y comencé a llorar, no era para menos. Lo miré, todavía hoy no sé describir su expresión:

-¡Ten cuidado Martínez! Cuídate mucho, por favor. Mira que este trabajo nos vuelve locos...

Dejé el arma sobre la mesa, me arrodillé y me esposaron...

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR



sábado, 9 de agosto de 2025

Tajos...

Camino a sentarse al frente de su casa, la señora Servanda pensaba en que a la vejez no la hacen pesada los achaques del cuerpo sino los recuerdos y los secretos. Sentía por ello que su ancianidad era particularmente pesada. Ya acomodada en su silla miraba al horizonte desde la modesta cumbre donde estaba su casa. El día había sido particularmente caluroso pero dio paso a una noche fresca, de ventiscas casi. En esto ocurrió un apagón, que si bien detuvo los aparatos, reactivó la memoria y encendió los recuerdos. 
Al noreste, hacia Coro, brillaba una luna menguante, finita, finitica. Daba la impresión de que el oscuro cielo no fuera sino un negro capote al que alguien con una filosa cuchillita le hubiera hecho un tajo, un tajito; para poder ver la luz que está siempre ahí: detrás de la noche. -Un tajo -pensó- 

 II 
 Cuando el coronel Farías llegó al sitio el cuerpo del muchacho seguía en el suelo y comenzaba a oler mal. Farías saludó con gestos y bufidos a través del pañuelo que había sacado del bolsillo para taparse la nariz. El doctor Jiménez lucía contrariado a pesar de estar acostumbrado a esos menesteres. Rodeaba el cuerpo, evaluaba y dictaba: tajo cortante en la región del cuello con disección de la aorta, tajo cortante en la región abdominal, disección de la extremidad superior derecha…
 -¡Carajo! Es que son como los indios, se matan como animales -dijo Farías- 
-Ya va siendo hora de que el gobierno intervenga, coronel -dijo Jiménez- 
Pero el coronel Farías lanzó una perorata sobre la inutilidad de los esfuerzos gubernamentales cuando dos familias se enfrentan en ciego afán de venganza. Señaló que aquel conflicto estaba lejos de terminar si dependía de un entendimiento entre ambos clanes rivales.
 -Siempre se podrá hacer algo -repuso el doctor- Y añadió: -Por lo menos saque de aquí al pobre Anselmo, mándelo preso a Coro o para otra parte. Así sabremos que no podrá buscar venganza. No por ahora… 
Y en cuanto notó que tenía la atención del Farías, explicó: - La mujer está preñada y los otros dos hijos son chiquitos todavía. Esa muchacha y sus hijitos no van a pasar trabajo si entre todos la ayudamos. 
Farías, cuestionó:
 -¿Dónde se ha visto que uno vaya preso porque le mataron un hijo, doctor? ¡Carajo! 
El médico respondió:
 - No señor, preso propiamente no. Usted le explica que la detención será preventiva para facilitar las investigaciones y para frenar esta locura. Usted se compromete a buscar al culpable y a que pague cárcel o paredón, según lo que digan lo tribunales, porque -reflexionó el doctor- ¿Podemos predecir a cuánta gente se puede echar al pico el pobre Anselmo por la muerte de su muchacho?

 Al mediodía y con paso cansado el coronel Farías acompañado de cuatro soldados subió la modesta cumbre de la casa de Anselmo y siguió el consejo de Jiménez.

 Anselmo lloraba en silencio mientras recogía algunas cosas y las empacaba en una precaria mochila. Su mujer, sentada en una mecedora y sumergida en una especie de trance, descansaba sobre el abultado vientre ambas manos. Una niña de unos ocho años se ocultaba tras ella y otro niño correteaba por el patio ajeno al dolor, ajeno a la tragedia. 

 III
 -¿Usted tiene información sobre el crimen de ese muchacho?
 ¡Cuénteme! 
-Pues verá usted coronel… usted sabe que esas familias están peleándose hace años y que este no es el primer muerto ni va a ser el último. Pero el hijo de mi compadre Anselmo nada tenía que ver, con decirle que ni el mismo compadre se ha metido en eso, si para evitar esas peleas hizo su casita para allá, para el cerrito... 
-¡Carajo! ¡No me dé más vueltas! ¿Qué es lo que sabe usted?
 -No se sulfure mi coronel, no se sulfure… Usted sabe que hace días forzaron a una muchachita de la familia aquella que andaba buscando agua y ahí la dejaron medio muerta. Bueno, el caso es que culparon a Jacinto, hermano de Anselmo, porque al día siguiente del suceso era el único que faltaba por aquí. Pero si le digo… a ése muchacho lo mató “Julio El Oso”
 -¡Carajo! ¿El Oso? ¡Ay mi madre! ¿y Julio no es primo de la mujercita de Anselmo? 
-¡Primo hermano, mi coronel! ¡Primo hermano! Y si supiera usted que ése diantre siempre estuvo enamorao de ella, pa más lavativa...

 IV

 La vida es dura, muy dura. Y tras el entierro del hijo y la detención de Anselmo había que sumarle a la dureza, amargura, necesidades y soledad. Tocó salir adelante primero, ya habría tiempo para llorar después. La hermana y la sobrina mayor le asisten al parto, la cuñada viene para ayudar con los otros niños, el doctor Jiménez pasó una vez y dejó veinte bolívares, de Farías ni se supo más. De la parroquia le enviaron víveres y estampitas por varias semanas. Era difícil saber de Anselmo, era imposible ir a verlo; la vida se endureció pero tocaba salir adelante. Encima de todo estaban rondándola el viejo ése de la hacienda, y el maestro Chirinos, y el señor Bermúdez, y hasta el mismísimo doctor Jiménez... Una vez fue al cementerio y le pareció que detrás de una tumba estaba un primo suyo espiándola. Dos años ya de la muerte del hijo, dos años de no saber, y otro tanto de Anselmo preso. La vida es dura pero toca salir adelante… 

 V

 -Yo no voy a pronunciar ése nombre. Te lo voy a escribir en un papelito.
 -Pero yo no sé leer… 
-Se lo das a tu muchachita pa que te lo lea.
 -¿Cuánto le debo señora Nacha?
 -¡Jesús! ¡Dios me libre de cobrarte hija mía! Si yo misma te mandé a llamar porque las ánimas no me dejaban tranquila. 
-¡Dios me le pague! 
-Pero ve: hacele jurar primero a tu muchachita que no le va a decir nada a nadie nunca en la vida. Y vos quemás el papelito… 

 VI

 Lloraba, se calmaba, se detenía, continuaba. No, no iba a pensar en Dios, ni en el diablo; esto no era cosa del más allá. Y así, una a una levantó las baldosas del piso frente al fogón y las apiló a un lado. Día con día cavó un hoyo hasta que le costó trabajo salir de él y consideró entonces que era suficiente. 
Se acercaba el día de san Joaquín y habría fiesta en la hacienda. La parranda empezaría temprano y no sería extraño que se prolongara por dos días porque así se celebraba el cumpleaños del dueño: música, aguardiente y comida para todo el mundo hasta que el señor quisiera, hasta que dijera “basta”

 VII 

 -Yo a vos te he tenido ganas desde siempre, y vos lo sabés… 
-Yo sé, pero somos primos…
 -¿Y eso qué tiene? 
-Yo tengo mi esposo, padre de mis hijitos.
 -Pero, está muy lejos, y a lo mejor no vuelve. Vos tas muy joven todavía…
 -Si venís, esperá que sea tarde, que ya la fiesta esté andando. Tocás por la puerta de atrás, por el fogón… 

 VIII

 Ebrio de aguardiente y lujuria, ahíto de manjares y de sangre inocente “Julio El Oso” camina con sigilo, acecha más bien por entre los matorrales; evita ser visto. Se ha quitado la camisa y se guía con instinto felino. Toca discretamente una vez, una segunda vez, y escucha ruidos.
 Mueven el pasador, quitan la tranca, abren la puerta y entra… 
 Un tajo que no vio venir en la tiniebla le recorre el cuello de un lado a otro, rápido y profundo. Quiere gritar y su voz es un graznido que borbota sangre en gran cantidad. Una puñalada le quita de sufrimientos y un tajo tras otro lo descuartiza cuando ya no es más que una masa sanguinolenta que va cayendo pedazo por pedazo en un hoyo cavado frente al fogón. 
Y ella lloraba en silencio, se calmaba, se detenía, continuaba. No, no iba a pensar ahora en Dios, ni en el diablo; esto no era cosa del más allá. Y una a una colocó de nuevo las baldosas del piso frente al fogón donde la sorprendió el sol haciendo café después de bañarse escrupulosamente.

 IX 

 Sentada frente de su casa, la señora Servanda piensa en que a la vejez la hacen pesada los recuerdos y los secretos. Hacia Coro, brilla una luna menguante, finita, finitica. Como si el oscuro cielo no fuera mas que un negro capote, al que alguien con una filosa cuchillita le hubiera hecho un tajito para poder ver la luz que está siempre ahí: detrás de la noche. 

 CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

viernes, 1 de agosto de 2025

Desencanto...

Aceptéle la invitación a un dilecto amigo de mi más cercano círculo. Aunque busquéla, no conseguí efectiva excusa para evadir el convite. Costábame entonces salir a divertirme, admítolo. En llegados al bar, recorrílo todo con escrutadora mirada y no pude evitar fijarme en ella. Ahí estaba, como de luces, con presencia de anuncio luminoso. No debí ser el único en notarla, de eso estoy seguro. Con mi segunda copa me animé y fui en su búsqueda. Yo no le era del todo indiferente, notelo al instante. Preguntele su nombre y díjele el mío. Intercambiamos risas, tonterías, halagos y aceptóme una copa. Mirábame con cierta picardía, con una mezcla encantadora de curiosidad y deseo. Evidenciaba un carácter cosmopolita, de mujer que aunque joven, tiene mundo. Lucía elegante y refinada pero sin imposturas, natural, un tanto desparpajada; de esas que saben ir a lo suyo. Mi edad, mi dirección, mi origen; en un breve instante lo supo todo. Abría los ojos, se reía, se reacomodaba la cabellera. Me sabía hipnotizado y yo no le era del todo indiferente, notelo desde el primer instante. Cuando quiso saber mi oficio presentí la debacle. Aún así, con aire estoico respondíle: -¡Soy profesor universitario de lengua y literatura! Miróme con cierta compasión, demudó su alegre rostro en un gesto de tristeza y lástima, a lance seguido preguntóme: -¿Sí? ¿Y de qué vives? Un rubor de vergüenza e indignación subióme al rostro, y poniendo mi copa sobre la barra fuíme de aquel lugar en rauda huída, como la conocida Cenicienta de Disney que al hallarse apremiada por la hora abandonara el palacio real. Pero yo no dejaba atrás un zapato sino una estela de desencanto… CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

martes, 22 de julio de 2025

Una cuestión de genética…

    -¡Oropeza! ¡Oropeza tenías que ser! 

Al regusto de ron barato con el cual había amanecido aquel sábado tan temprano, tenía ahora que sumar el zumbido de mis oídos, un amenazante de dolor de cabeza, el reguero de mi habitación y la voz estentórea de mi madre; que sin importarle mi resaca debía estar peleándose a voz en cuello con Ana María o con José Miguel. Mis hermanos son muy de discutir con mamá y pareciera que les encanta ése interminable intercambio de reproches que siempre acaba del mismo modo: mi madre acusa nuestra conducta al hecho de ser descendientes de nuestro padre. 

Parece que al principio papá y mamá vivieron su propio espejismo de felicidad. Espejismo que se evaporó antes del quinto aniversario de bodas. Por aquella época yo tenía tres años, Ana María casi dos y José Miguel era un bebé de brazos. Papá se divorció de mamá, y de nosotros también. Ya de mayores nos reencontramos con él pero lo disfrutamos poco porque en nada se murió.

Sin previo aviso, mamá sucumbe a prolongados episodios de amargura. Entonces, presa de una cólera homérica descarga su frustración en grandes lamentos y escenas teatrales volviendo una y otra vez por sus fueros: mi madre acusa nuestra conducta al hecho de ser descendientes de nuestro padre. Salí entonces de mi cama y me dirigí al baño. Tras satisfacer mis necesidades y asearme como es debido traté de recomponer mi aspecto. La batahola se había disipado ya cuando hice acto de presencia en la cocina. 

   -Carajo mijito! ¡Ya casi es mediodía! ¡Francamente! 

Mal podía yo pretender que mamá no se ocupara de mí ahora que mis hermanos no estaban cerca. En cuanto a la hora, apenas faltaba un cuarto para las diez de la mañana. 

Brazos en jarra, mamá sin parar de hablar me seguía por la cocina mientras yo buscaba mi taza preferida, servía mi café e iba a la nevera por las rebanadas de queso; me seguía cuando saqué del gabinete el pan de sándwich, venía tras de mí cuando me puse a la mesa y seguía hablando mientras armaba mis emparedados. Sinceramente, no presté atención a nada de lo que dijo. 

Ya en el clímax de la indignación, me espetó con aire sentencioso:

    -¡Hijo de tu padre tenías que ser! 

Y yo, sabiendo que a ése punto tenía que llegar tarde o temprano; consciente de que no se lo esperaría, tomé mi desayuno para regresar a mi cuarto no sin antes recordarle con la mueca de quién expresa al mismo tiempo burla y excusa: 

   -¡Te recuerdo que a mi papá lo escogiste tú! 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR