martes, 22 de julio de 2025

Una cuestión de genética…

    -¡Oropeza! ¡Oropeza tenías que ser! 

Al regusto de ron barato con el cual había amanecido aquel sábado tan temprano, tenía ahora que sumar el zumbido de mis oídos, un amenazante de dolor de cabeza, el reguero de mi habitación y la voz estentórea de mi madre; que sin importarle mi resaca debía estar peleándose a voz en cuello con Ana María o con José Miguel. Mis hermanos son muy de discutir con mamá y pareciera que les encanta ése interminable intercambio de reproches que siempre acaba del mismo modo: mi madre acusa nuestra conducta al hecho de ser descendientes de nuestro padre. 

Parece que al principio papá y mamá vivieron su propio espejismo de felicidad. Espejismo que se evaporó antes del quinto aniversario de bodas. Por aquella época yo tenía tres años, Ana María casi dos y José Miguel era un bebé de brazos. Papá se divorció de mamá, y de nosotros también. Ya de mayores nos reencontramos con él pero lo disfrutamos poco porque en nada se murió.

Sin previo aviso, mamá sucumbe a prolongados episodios de amargura. Entonces, presa de una cólera homérica descarga su frustración en grandes lamentos y escenas teatrales volviendo una y otra vez por sus fueros: mi madre acusa nuestra conducta al hecho de ser descendientes de nuestro padre. Salí entonces de mi cama y me dirigí al baño. Tras satisfacer mis necesidades y asearme como es debido traté de recomponer mi aspecto. La batahola se había disipado ya cuando hice acto de presencia en la cocina. 

   -Carajo mijito! ¡Ya casi es mediodía! ¡Francamente! 

Mal podía yo pretender que mamá no se ocupara de mí ahora que mis hermanos no estaban cerca. En cuanto a la hora, apenas faltaba un cuarto para las diez de la mañana. 

Brazos en jarra, mamá sin parar de hablar me seguía por la cocina mientras yo buscaba mi taza preferida, servía mi café e iba a la nevera por las rebanadas de queso; me seguía cuando saqué del gabinete el pan de sándwich, venía tras de mí cuando me puse a la mesa y seguía hablando mientras armaba mis emparedados. Sinceramente, no presté atención a nada de lo que dijo. 

Ya en el clímax de la indignación, me espetó con aire sentencioso:

    -¡Hijo de tu padre tenías que ser! 

Y yo, sabiendo que a ése punto tenía que llegar tarde o temprano; consciente de que no se lo esperaría, tomé mi desayuno para regresar a mi cuarto no sin antes recordarle con la mueca de quién expresa al mismo tiempo burla y excusa: 

   -¡Te recuerdo que a mi papá lo escogiste tú! 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR


domingo, 13 de julio de 2025

La gran advertencia.

 

El padre Sebastián Urquiza, natural del extremo sur de Tierra del Fuego, salió de su paupérrima aldea huyendo del aburrimiento y se refugió en nuestro país alegando persecución política. Monseñor Traverso, informado convenientemente por diversos medios; lo destinó a Santa Rosalía y estuvo entre nosotros hasta hace cosa de dos años cuando por fin rindió su alma al creador, unos meses antes de completar el siglo de existencia.

El padre Urquiza, el maestro Cubillán y Joseíto Benavides, dueño de “Comercial la J” eran el triunvirato que, entre bemoles y sostenidos, rigieron nuestras vidas y organizaron nuestro pueblo. Benavides y Cubillán también  hicieron lo propio por acrecentar la población, añadiendo cada tanto, uno o dos individuos al número de los “santarosalieños” Según Benavides, que en paz descanse - y a quien mis palabras no lo ofendan- no era que el padre Urquiza fuese un fiel cumplidor de la condición celibataria; sino que era incapaz de engendrar, pues al decir de Joseíto: “de coger, sí cogía; pero no preñaba”

Cuando se lanzó la primera gran campaña nacional antitabaco, Santa Rosalía también tomó parte activa en eso de concienciar a la sociedad acerca de los efectos nocivos del cigarrillo y se sumó a las iniciativas que la excluyente campaña nos impuso. El maestro Cubillán lideraba el grupo de los que tomaron como una cuestión de honor el ir creando ambientes libres del humo de tabaco, proponiendo inclusive la creación de un parque de fumadores al lado abajo del cementerio. Afortunadamente, la iniciativa no prosperó.

Urquiza y Cubillán convenían en que se debía advertir a la ciudadanía sobre los efectos nocivos del consumo de tabaco, pero diferían en los medios. Esto porque el presbítero solía muy de vez en cuando echarse unos “fumitos” para relajarse. Joseíto Benavides que comerciaba cigarrillos al mayor y al detal defendía el derecho que tiene cada uno a joderse la vida si eso quiere hacer.

Así las cosas, llegaron por fin a un acuerdo para hacer al pueblo una gran advertencia sobre los peligros del tabaquismo y contrataron a un muralista para que con caracteres gigantescos escribiese el lema de la campaña: “Fumar es algo que mata”

Por el poder que les confería ser quienes eran, resolvieron que el slogan se escribiese en la pared lateral de la prefectura que da vista hacia la escuela. Puesto el pintor a la obra de preparar la pared, la primera gran discusión del trio de autoridades vino por el tipo de fuente y por el tamaño ideal. Eso retrasó el trabajo por dos días.

Cuando por fin el muralista comenzó a marcar las letras sobre la pared, el padre Urquiza, el maestro Cubillán y Joseíto Benavides se apostaron cada uno en su silla en la acera del frente para supervisar el trabajo en tiempo real. Entonces, considerando lo que rezaba el lema, fueron surgiendo cuestionamientos que derivaron en una grande y terrible discusión. Joseíto era partidario de que se intercalase la expresión “en exceso” después de la palabra fumar, Cubillán ripostó que el cigarrillo no tiene niveles seguros de consumo. El padre Urquiza señaló que las golosinas y refrescos podrían conducir a la diabetes y sin embargo no se advertía sobre ello con la misma vehemencia que en este caso.  Benavides volvió por sus fueros y dijo que  eso de matar podría hacerlo cualquier cosa y preguntó con gran ironía que si a un hombre lo mataba un rayo iba el gobierno a prohibir la lluvia. El cura dijo que moría más gente a causa de los excesos alcohólicos que a causa de fumar. El maestro Cubillán dijo que mal podía el representante de la iglesia opinar tal cosa si se tomaba en cuenta que el principal rito de los católicos gira en torno a una copa de vino. Urquiza se sintió ofendido y se levantó en actitud retadora. Joseíto recordó que a un hombre lo había matado recientemente una de sus propias vacas y preguntó si debía prohibirse la ganadería. Cubillán lo acusó de lucrarse con el cigarrillo y lo tildó de “comerciante asesino” y de “vendedor de muerte” entre otras lindezas. Benavides seguía echando mano a sus argumentos y preguntó si no deberían prohibirse los automóviles, las bicicletas, los andamios, las motocicletas, la ingesta de mamón, la pesca y la navegación; los viajes en avión, la apicultura y los deportes…

Cubillán no hacía sino exaltarse, el padre Urquiza seguía exigiéndole una disculpa; Joseíto inventaba más y más situaciones hipotéticas de muerte para justificar su posición. Cubillán lo trató de negacionista y el cura invitó al maestro a los puñetazos.

Mientras tanto, el pintor, había comenzado la obra escribiendo de derecha a izquierda -comenzado por el final- por lo que al completar “es algo que mata” se detuvo a ver en qué terminaba aquella terrible discusión. Justo cuando iba a preguntar acerca de lo que debía escribir definitivamente cayó a tierra el maestro Cubillán víctima de un síncope.

En la confusión que sobrevino huyó el pintor y el padre y Joseíto insistían en culparse el uno al otro.

El maestro Cubillán tardó pocos días en sobreponerse para prácticamente recaer cuando por fin pudo salir a la calle; pues una misteriosa mano con mala intención y peor caligrafía había completado la gran advertencia: “Vivir es algo que mata”

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

 

 

lunes, 7 de julio de 2025

Face to face...

 

-¡Ojalá te mueras! ¡Ojalá te mueras,maldito!

En este momento viene a mi memoria aquella ocasión cuando papá me gritó una y otra vez esa expresión. Recuerdo sus ojos inyectados de odio y el gesto tembloroso de rabia, de impotencia. Me llega ahora mismo el llanto ahogado de mamá y no sé si la estoy escuchando o si la recuerdo. Hoy como aquel día, miro fijamente a papá pero no digo nada. A diferencia de aquel día, su actitud es otra: todavía iracundo, pero incapaz de decirme algo.

-¡Ojalá te mueras tú!–recuerdo que repetía en mi mente como un mantra que conjurase el deseo de mi padre.

Y yo ahí, firme. Como ahora, a punto de largarme; pero firme.

-¡Amor! ¿Nos vamos? –me susurra mi novio-

Entonces me aparté del ataúd. Y salí de la funeraria sin saludar a nadie…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR