Cuando mi tío Luis Filiberto hubo completado el
tercero de los años del bachillerato murió mi abuelo. Mi tío, dado que era el
mayor de los hijos, tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a “levantar” a sus
tres hermanos. Afortunadamente, el tío había sido un joven muy aplicado y era
dueño de una amplísima cultura general derivada de sus muchas lecturas. Además,
poseía una envidiable caligrafía y conocía al dedillo las normas ortográficas;
por lo que no le fue difícil ocupar la vacante que debido a su muerte había
dejado el abuelo como secretario del tribunal municipal de primera instancia.
Entrado en la cuarentena de años, al tío Luis
Filiberto se le dio por escribir cuentos. Un editor local los publicaba
semanalmente en su diario y así el novel autor muy pronto gozó de cierta fama
en su patria chica. A punto de cumplir cincuenta vio luz la primera de sus
cuatro novelas por empeño del mismo editor local. El tío, sin embargo, no
dejaba de escribir cuentos.
Mi tía Expedita, su mujer, era el contrapeso ideal
para aquel hombre inclinado al encierro y enemigo acérrimo de las multitudes. Con
todo, la tía lo impelía a participar en concursos literarios y a publicar en
otras latitudes sirviéndose del correo tal y como se estilaba entonces.
A lo largo de su vida, el tío resultó ganador de
varios certámenes literarios y con mil un pretexto se excusaba de no retirar
personalmente los premios a los cuales se hacía acreedor.
-¡No me gusta oír sandeces! Me
basta con escribirlas… -decía-
Pero sucedió que en ocasión de su cumpleaños número setenta
le fue concedido el premio regional de literatura y se lo denominó “máximo
exponente de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural
del estado”
Y aunque algunos intuimos rápidamente que no asistiría
a la investidura, nada pudo prepararnos para su reacción violenta y su rechazo
a rajatabla de la mencionada distinción.
-¡Me han pasmado! ¡Me han
castrado con mi propio cuchillo! ¡No podré seguir escribiendo lo que me dé la
perra gana! -decía furibundo cuando llegué a su casa.
-¡Pero tío! –intervine lleno
de miedo- ¡Acepte por favor!
-¡No!¡No! y ¡No! –gritó
mientras caminaba hacia mí- ¡Esos homenajes no honran, apresan! ¡No voy a
escribir más si lo recibo!
¿Tendré después el derecho a
un cuento malo? ¡Noooooooo! Porque luego dirán: ¿Y a este fue a quien le dieron
el premio regional de literatura? ¡Nunca necesité vender un libro para comer!
¡Escribo porque quiero y escribo lo que quiero y no tiene por qué gustarle a
nadie!
El viejo ya jadeaba de la rabia y yo en un movimiento atrevido
intenté una maniobra conciliadora:
¡Pero tío! –dije por lo bajo y
en tono casi suplicante- ¡Si usted ya ha recibido premios en varios concursos!
¡No sé cuántos!
¡Concursos! ¡Tú lo dijiste!
–gritó- ¡Me los gané, carajo! ¡Me los gané! ¡Y esto es otra cosa!
Se dirigió hasta su cuarto y al poco yo lo seguí. Lo
conseguí apoltronado frente a su cama con un vasito de aguardiente en la mano
derecha dando muestras de estar calmándose.
Por supuesto, no iba a ser yo quien iniciara un nuevo
diálogo si éste se producía, por lo que tomé asiento en una butaca que estaba
cerca y decidí estarme quieto y en silencio.
-¡A los escritores y a los
artistas no se los debe honrar en vida, hay que esperar a que dejen de
producir! –murmuró y bebió- ¡Para nosotros son mejores los homenajes póstumos!
Notando mi desconcierto y suponiendo que yo ya estaba
decidido a no preguntar nada, se levantó para ir al baño. Antes de cerrar la
puerta me miró y me dijo:
¡Nadie puede cagarla después
de muerto!
Y aquí estoy yo, en este caluroso viernes a las once
la mañana, recibiendo en representación de mi agradecido tío, “máximo exponente
de las letras locales, orgullo de nuestra tierra, patrimonio cultural del
estado” el irrenunciable premio regional de literatura en su única categoría…
CALIXTO
GUTIÉRREZ AGUILAR