Aquella
conversación, un tanto acalorada, mostraba indicios de estar llegando a su fin.
Desde el principio mi padre dio muestras claras de que no iba a ceder; fiel a
su estilo, no nos vencería en un duro enfrentamiento sino que nos haría rendir
por su terquedad. Mi padre nos cansaría.
Las
pocas personas que nos acompañaban, fuera de alguno que otro familiar, se
encontraban en una situación verdaderamente incómoda y por ello no opinaban.
Ramón,
mi hermano mayor, intentó mostrarse comprensivo:
-Papá,
ella no necesita que te quedes aquí…
-¡Por
supuesto! –ripostó mi padre- quedarme aquí es algo que necesito hacer yo…
Mi
hermana Marianela, la única hembra, quiso hacer gala de su condición de
consentida y bastante compungida se acercó a papá para abrazarlo:
-Papi…
es Navidad. Vámonos…
Mi
papá se soltó suavemente de sus brazos y tomándola de la barbilla le dijo:
-¡Justo
por eso, porque es Navidad me quedo con ella!
Correctamente
trajeado, un empleado nos advirtió:
-¡Deben
decidirse! Son casi las diez de la noche. Aquí solo quedará un vigilante, y eso
en las áreas exteriores. Creo que ustedes entienden…
Mi
padre hizo caso omiso de todos y caminó de nuevo hacia el fondo de la sala para
ocupar su lugar muy cerca del ataúd. Yo hice señas a mi mujer y a mi hijo para
que se fueran y me senté junto a papá…
Y
por enésima vez me preguntó:
-¿Yo
te conté como conocí a tu mamá?
Y
entonces lloramos como nunca antes lo habíamos hecho…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR